martes, 27 de mayo de 2014

Las relaciones de vecindad en la sociedad rural leonesa tradicional y su reflejo en las coplas populares




El concepto de vecindad es un concepto central en la cultura rural. Es más, podríamos decir que se trata de una auténtica realidad originaria, en el sentido de que de ella dependen todas las demás realidades. Es lo que confiere el auténtico status social de los individuos. Y si en todas las culturas tiene importancia este ser social, en la cultura rural, la importancia es infi­nitamente mayor.



Quizá por este mismo hecho de que la cultura rural está fuertemente ba­sada en el concepto de comunidad, el individuo concreto apenas cuenta, sino es como perteneciente a un grupo. Y este grupo o, por se­guir la definición académica, esta “comunidad altamente centralizada, tanto estructural como emocionalmente” que “proporciona la totalidad de las re­laciones humanas”[1] es el pueblo. Y la pertenencia al pueblo es lo que se ex­presa con el concepto de vecindad.



Esta situación de vecino se adquiere por el nacimiento o por el matri­monio con un miembro de la comunidad. Las personas o familias que ve­nían al pueblo no adquirían el título de vecinos hasta después de un período relativamente largo de permanencia ininterrumpida en él. Ese período podía oscilar entre los dos y los cinco años. Después de ese tiempo, y em­padronados en el pueblo, se pasaba a ser vecino con todos los derechos y de­beres que esto llevaba consigo.



El reconocimiento de la situación de vecino solía tener su manifesta­ción externa en la adjudicación de un lote de tierra (quiñón, suerte) del pa­trimonio comunal[2]. En muchos pueblos, cuando el individuo nacido en el pueblo llegaba a la mayoría de edad, se le daba “media suerte”. Si este ve­cino se casaba con una vecina del mismo pueblo, se les concedía automáti­camente “una suerte entera”. Si uno de los cónyuges era forastero no se les daba el quiñón hasta que no hubieran pasado dos años de permanencia ininterrumpida (o el tiempo que marque la costumbre). Si el individuo se quedaba soltero, se le concedía una suerte entera cuando Llegaba a la ma­durez (alrededor de los 35). El párroco, el maestro o el médico eran consi­derados vecinos desde el momento en que tomaban posesión de su cargo y, en ese momento, se les adjudicaba el quiñón.



De todas formas, este período de tiempo, más o menos largo, hasta la aceptación como vecino, cumplía también la misión de ser un tiempo en el que el individuo, mediante un proceso de socialización, debía ir interiori­zando las normas y los valores del pueblo, debía considerar al pueblo como algo propio e idealizarlo, como el resto de los miembros. Por lo tanto, según sea el comportamiento del individuo, el pueblo le aceptara mucho antes. Esta aceptación también depende de que la familia o el individuo tengan el mismo modo de vida o la misma ocupación que el resto del pueblo. En este sentido, los profesionales (el veterinario, el secretario del Ayuntamiento, los agentes del Ministerio de Agricultura, el maestro, el médico y el cura), aunque oficialmente o de una forma legal sean considerados como vecinos desde el momento en que toman posesión del cargo, no llegan nunca, o llegan muy difícilmente, a ese grado de vecindad que supone el ser consi­derado por la comunidad como uno de los nuestros”. Esto podría estar causado por el hecho de que estos individuos no llegan a aceptar completa­mente las normas, las costumbres y, sobre todo, los rencores del pueblo, sino que suelen mantener una postura crítica ante ellos, unido a unos intereses y a una ocupación distinta. Así pues, la aceptación es más bien a nivel in­dividual que institucional.



Cuando el pueblo reconoce en el funcionario esta comunidad de inte­reses y de vida, manifiesta su aceptación por medio de pequeños regalos (la primicia de las vendimias o de las matanzas). Esta pobre aceptación de la vecindad de los funcionarios podría deberse también al hecho de que éstos suelen atender a otros pueblos vecinos al mismo tiempo y, por lo tanto, rompen el esquema de equiparación entre pueblo (como lugar geográfico) y comunidad, que para ellos tiene tanta importancia. Hay que tener en cuenta, en este sentido, cómo el sentimiento de pertenencia y de consideración de miembro del grupo se pierde, incluso, con aquellas familias que viven diseminadas por el campo.



Por eso, tendríamos que insistir en la importancia que tiene en la co­munidad rural el vivir juntos para lograr la cohesión del grupo: en los pueblos en que, por circunstancias de poblamiento, aparecen dos núcleos de población (los barrios) separados por algún accidente geográfico (la presa, el río, la loma, ...), o una vía de comunicación (la estación, la carretera, ...), o alguna construcción (la iglesia, el molino, la ermita, el cementerio, la es­cuela, ...), no solamente desaparece la cohesión sino que surgen, incluso, rivalidades entre ellos.



Para los nacidos en el pueblo, la vecindad no se pierde nunca del todo, aunque sólo sea a nivel afectivo, aunque trasladen su domicilio y se vayan a vivir a otro pueblo o a la ciudad. Siguen siendo “hijos del pueblo”, y los hijos de éstos no son nunca considerados como forasteros.



Esta unión total creada entre todos los miembros de la comunidad rural o del pueblo[3], está reforzada por tres mecanismos especiales: El patriotismo, el control social y la solidaridad estructural entre los miembros.

El patriotismo local

Los miembros de un pueblo se sienten orgullosos de pertenecer a él. Quizá por un sentido de identificación y porque, por su medio, satisfacen sus impulsos de pertenencia. Se identifica el grupo propio con el grupo de referencia. Y esto, gracias a un proceso e idealización del propio pueblo. Ejemplos de idealización del propio pueblo nos los proporcionan, también en este caso, con enorme abundancia, las coplas populares[4]:


No hay pueblo como mi pueblo,

ni valle como mi valle,

ni casa como mi casa,

ni calle como mi calle.



Piedrasecha es un jardín

ameno por su belleza,

allí se encuentra la granja

y el paseo de la reina.

A veces también se cantan las excelencias de la región entera, en una es­pecie de solidaridad mayor:


Si quieres que cante el carro

al estilo la Ribera,

pon el eje de negrillo,

los verdugos de Salguera.


La Montaña es un jardín,

las montañesas son flores.

El que quiera ser feliz

busque en la Montaña amores.



Yo nací en la Montaña

y morir en ella quiero

que corre el aire más puro

y está más cerca del cielo.

En la Montaña nací

y a la Montaña yo vuelvo

porque, porque  en la Montaña

se cría todo lo bueno.

Otras veces se hace resaltar alguna característica, real o imaginaria, del pueblo, que le distingue de los pueblos vecinos. Son características, en este sentido, las coplas que empiezan por “Dos cosas tiene...” o “Si quieren saber, señores...”, que la mayoría de los pueblos adaptan a su propia situa­ción:



Dos cosas tiene Boñar

que no las tiene León:

el maragato en la torre

y, en la plaza, el negrillón.



Vegamián tiene dos cosas

que no las tiene León:

la fuente de los corrales

y la peña “el Susarón”.



Vegamián tiene dos cosas:

que no las tiene Madrid:

la ermita de San Antonio,

la vega, que es un jardín.



Si quieren saber, señores,

dónde está la bizarría

de Villavidel pa'abajo

y de Toreno pa'arriba.



Si quieres saber de fijo

dónde está la bizarría

en el pueblo de Nocedo,

partido de La Vecilla.



Este mismo sentido tienen aquellas coplas que, partiendo de las cuali­dades indiscutibles de otros pueblos, afirman igualmente su cualidad dis­tintiva:



Campana, la de Toledo,

catedral, la de León,

puente el de Villarente

y rollo el de Villalón.



En Cifuentes, los valientes,

en Nava, los caballeros,

en Valdealcón, los hidalgos,

en Garfín, los carboneros.



Para cantar, los de Babia,

para lino, la Ribera,

para mocitas de garbo

las de Otero de las Dueñas.



En Villacorta, la rama,

en Valderrueda, la hoja,

en La Sota, los rosales

y en Morgovejo, las rosas.

En este patriotismo local, tiene una importancia extraordinaria la advo­cación del santo patrono y la fiesta del pueblo, como una especie de afir­mación del pueblo dentro de la comarca. Lo mismo ocurre con la lucha tá­cita de los pueblos por tener la mejor iglesia, las campanas que se oigan desde más lejos, la torre más alta, etcétera.



Así pues, este patriotismo local corre siempre paralelo con una fuerte hostilidad hacia los pueblos vecinos. Esta hostilidad es muchísimo más fuerte entre los pueblos del mismo ayuntamiento. Los habitantes del pueblo vecino son siempre vistos como más falsos, más vagos, más tacaños y hasta más feos. Estas hostilidades pueden terminar empujadas por solidaridades superiores. Por ejemplo, en la “mili”, cuando los mozos se encuentran fuera del ambiente, rodeados de gente desconocida, por primera vez en su vida, entonces consideran al del pueblo de al lado como perteneciente al mismo grupo, porque, incluso los demás, les aplican el mismo nombre regional: los montañeses, los parameses, los de la ribera, los de León, etc. Pero esta soli­daridad es siempre bastante desconfiada y se rompe cuando surge el menor problema: “No, si los de ..., al final, siempre dan la patada”. Lo mismo pasaría cuando se trata de un problema comarcal: la apertura de una carretera o de un camino comarcal, etc. Pero, también en este caso, suele ocurrir que los del pueblo vecino “den la patada” o porque no pagan la cuota, o porque trabajan menos o por cualquier otra razón. Lo mismo habría que decir de aquel del pueblo vecino que se casa y vive en el pueblo propio: es más o menos aceptado, pero siempre con la misma desconfianza que en los casos anteriores[5].

Sin embargo, en las mozas se daba, a veces, el fenómeno contrario: pa­recían estar más dispuestas a establecer relaciones con un forastero que con uno del propio pueblo. Posiblemente pudiera influir en ello el deseo siempre mantenido de abandonar el pueblo, de mejora de situación, de huida del control social, etc. Lo cierto es que se trata de un fenómeno muy corriente, como lo demuestra la tradición de “pagar el piso”,  o la advertencia que hace la copla:

El amor del forastero

es como la golondrina

que cuando acaba el verano

a su tierra se encamina.

De todas formas, y en líneas generales, habría que decir que los foras­teros son siempre tratados con cortesía y amabilidad pero, al mismo tiempo, con una gran desconfianza. En este sentido, José María Goy hace una descripción que me parece muy aclaratoria:

“(Los montañeses) de ingenio despejadísimo y bastante buena razón natural creen que el forastero, habituado a cosas grandes, se burla de la pobreza y de la ignorancia, que en verdad no tienen, por lo cual le miran con cierta preven­ción, que sólo se desvanece después de haberle sometido a escrupuloso análisis que, siendo satisfactorio, da por resultado la entrega total.

Más guay de los forasteros si del examen resultan suspensos. Nada encon­trarán hecho y se devanarán los sesos, indagando, sin atinar con la causa de aquello, que ni es desvío, ni mal querer, ni nada; con aquello impalpablemente hostil, indefinible, que no puede atribuirse a nadie, siendo responsables todos.

Nunca verán mala cara; con ellos todos serán afables, pero se encontrarán con que tienen que hacerlo todo, incluso saber los caminos. Sin que nadie les oriente en lo más mínimo. Cuando de otra manera no pueden excusarse, ellos, que son tan listos, se harán los tontos o los sordos.

En la conversación oirán que se usa un pintoresco y figurado lenguaje, su­mamente profundo, en el que, con agudísimas sutilezas percibidas sólo por ellos, siguen imperturbables su charla con el forastero, dando a entender con las mismas frases una cosa a este y otra a sus convencinos”[6]

Esta desconfianza ante el forastero desaparece cuando éste se presenta unido por lazos de amistad con algún miembro del pueblo. Por eso, la amistad tiene una importancia capital en el mundo rural. Actúa como una especie de salvoconducto con el que se asegura la aceptación. Esto ocurre con los invitados a la fiesta patronal o a una boda. En este caso, todo el pueblo procura tratar bien al forastero para que se haga una buena imagen del pueblo.



Un ejemplo del trato dispensado a los invitados puede ser la copla:

Báilala bien, bailador,

a la moza forastera,

no digan que en este pueblo

bailan de mala manera.

Otro tipo de forasteros que no ofrecen desconfianzas es el de los pobres vagabundos que van de pueblo en pueblo. Cada pobre llega al pueblo en una época determinada del año, siguiendo un itinerario más o menos fijo y llega a establecer una cierta familiaridad con los vecinos del pueblo, es casi como uno más y tiene hasta sus ciertos derechos. Su alojamiento y manu­tención están institucionalizados con la costumbre de “el palo de los po­bres”. Según esta costumbre, el alojamiento de los pobres se realizaba según un cierto turno o “velanda”. Se tenía, para ello, un palo, que a veces estaba rematado en una cruz, de la que colgaba una campanilla. El pobre recogía este palo en la última casa que hubiera prestado alojamiento, para acudir a la próxima. Allí se le daba cena, cama y desayuno.

Los otros dos grandes mecanismos de cohesión, que solamente cita­remos no porque no tengan importancia, sino porque encajarían mis en el análisis de la realidad estructural del pueblo (que podría ser objeto de una dedicación más detallada), son:

El control social, que quizá sea uno de los rasgos distintivos de la sociedad rural, en la que todo comportamiento está rígidamente normalizado y toda desviación es terriblemente criticada o ridiculizada que es, sin duda alguna, la más cruel de las críticas).

La solidaridad estructural entre los miembros. Ante un trabajo que, la mayor parte de las veces, revestía la forma de una dura lucha contra el miedo, contra una naturaleza adversa, la solidaridad es, muchas veces, una cuestión de supervivencia colectiva. Y así surge la ayuda mutua para tra­bajos: la recogida de la hierba, la matanza del cerdo, la ayuda instituciona­lizada (las veceras, las facenderas, las cofradías y las sociedades para la ayuda mutua en las desgracias). Esta ayuda mutua está, con fre­cuencia, altamente ritualizada y suele terminar con una celebración festiva que suele concretarse en una comida.







[1] Pitt-Rivers, J., Los hombres de la Sierra, Barcelona, Crijalbo, 1971, 44 y 55.

[2] Estos quiñones eran intransferibles. Se sorteaban periódicamente para igualar las oportuni­dades. A la muerte del vecino volvían al común y se les otorgaba a otro nuevo vecino.


[3] Pitt-Rivers hace notar cómo en Castellano usamos la misma palabra (pueblo) para designar tanto el marco geográfico como los miembros del grupo que habitan este marco geográfico. Con lo cual, parece que se quiere indicar la gran relación que existe entre medio geográfico y comunidad (véase op. cit., 19). Esta obra, como ya habrá podido advertirse, sirve de apoyo y de punto de com­paración y referencia: para todo este artículo.

[4] Las coplas que se citan están tomadas de la recopilación de Domínguez Berrueta, M.,  del Cancionero Leonés,  León, 1971.   De él se toman no solamente las coplas, sino buena parte de las interpretaciones que aquí se hacen


[5] Sobre esto, puede leerse en Mancebo Valbuena: “Lo cierto es que en la montaña leonesa, el asturiano es objeto de burla: el que hizo el molino de Juan Horcadas, en un cerro, sin agua, fue un asturiano; el que se empeñó en coger la Luna, antojándosele que era un queso, porque estaba reflejada en el río grande desde el puente Torteros, y llevó un chapuzón, fue un asturiano; los asturianos no comen más que barona, y beben vino cuando pasan el Puerto. Y están envueltos siempre en niebla, y tienen brujas y duendes, y sus vacas y sus ovejas son enanas, y todos los males que ocurren acá son causados por asturianos. Si el Cierzo hiela los arbejos y Las patatas, es que el asturiano se puso la montera; si llueve en primavera, es que lloran los asturianos. Es el asturiano “loco y vano, poco fiel y mal cristiano, según la copla leonesa”.   Mancebo Valbuena, J. J., Lazo de almas, León, 1936, 196. Sería muy bueno saber qué opinan los vecinos asturianos de las gentes de la montaña de León.



[6] . Goy, J. M., Susarón, Ed. Luz, Madrid, 1945, 33-34.



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