Francisco Flecha Andrés
Texto preparado para la Jornada sobre la repercusión y actualidad del psicoanálisis, organizada por la sede de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis de Castilla y León con motivo del 150 aniversario del nacimiento de Freud .
A
cualquiera que no forme parte de este gremio en el que nos agrupamos
los que, inexplicablemente, nos ganamos la vida ejerciendo el oficio más
viejo del mundo (me refiero al de la Filosofía, como, sin duda, habrán
supuesto) le extrañará que la gente de este oficio caigamos,
frecuentemente, en dos grandes tentaciones:
Decimos
“Sigmund Freud y la Filosofía” como si algo o alguien nos legitimara
para hablar en nombre de Freud o en nombre de la Filosofía. Quizás fuera más justo (o, al menos, más prudente) que lo formulara diciendo “¿Hay alguna
razón por la que yo, profesor de Filosofía, crea que debo hablar de
Freud como autor fundamental de un programa de Antropología
Filosófica?”.
Una
segunda tentación que puede extrañar a los profanos es esa tendencia
nuestra a considerar como parte del propio patrimonio a cualquiera que
haya destacado en alguno de los aspectos de la ciencia o la cultura. Nos
da igual que se trate de un físico, un economista, un astrónomo, un
médico, un matemático, un soñador de utopías, un libertador o cualquier
otro que hable (o así queramos entenderlo) del hombre, del mundo, del
todo o de la nada.
Puede
que tal tentación esté motivada por el convencimiento (más o menos
abiertamente formulado) de que la Filosofía no es un saber sustantivo,
sino adjetivo, que necesita y se alimenta de los saberes que otros
elaboran con la intención de encontrar su sentido y fundamento.
O
al de que la Filosofía se reduce, en última instancia, al intento de
afrontar con rigor (y cargados de sospechas) las clásicas preguntas
kantianas (¿Qué puedo conocer?, ¿Qué debo hacer?, ¿Qué me cabe esperar?,
¿Qué es, en definitiva, el hombre?). Entonces hay pocas cosas que le resulten ajenas.
En
algún sitio he leído que Freud cambió su primitiva inclinación hacia el
Derecho por el estudio de la Medicina para intentar responder
científicamente a alguna de estas grandes y eternas cuestiones. Dice su más clásico biógrafo, el Dr. Jones:
“No sentía una atracción directa hacia la medicina propiamente dicha. No ocultó, años más tarde, el hecho de que no se sentía a gusto en la profesión médica y que no tenía la impresión de ser un miembro regular de la misma. Puedo recordar como afirmaba, suspirando, en una época tan lejana como 1910, que le agradaría poder retirarse de la práctica médica, para dedicarse a la tarea de descifrar los problemas de la cultura y la historia, en última instancia, el gran problema de cómo el hombre ha llegado a ser lo que es”[1].
De todos modos, queda en pie la pregunta que, según dije, tal vez debería plantearme: “¿Hay alguna
razón por la que yo, profesor de Filosofía, crea que debo hablar de
Freud como autor fundamental en un programa de Antropología
Filosófica?”
.
Pues
bien, si hiciera caso de las sugerencias de Antonio Caparrós con las
que abre su ensayo “El pensamiento antropológico de S. Freud”, tal vez
debería renunciar:
“Buena parte de los celosos guardianes de la ortodoxia freudiana reaccionarían ante nuestro título si no con indignación y recelo, si al menos con despectiva indiferencia. No se negarían a reconocer que Freud articuló su discurso en distintos niveles, pero estos no rebasarían los estrictamente metodológicos, terapéuticos o científicos. El legado de Freud se reduciría a unos métodos terapéuticos y de investigación psicológica, a una teoría de las neurosis y de los trastornos psíquicos y, como máximo, a una teoría científica psicológica general. Pero es aquí donde se encuentra el Rubicón de la ortodoxia freudiana; es el salto del freudismo como ciencia psicológica empírica al freudismo como antropología lo que les da vértigo. A lo que se resisten es a explicitar la concepción del hombre que se deriva de los escritos de Freud”[2]
Pero si él no tuvo en cuenta estas consideraciones ¿por qué habría de tenerlas yo?.
Para
mí tengo (y así lo digo a quien quiera dejar que se lo diga) que esta
época que nos ha tocado vivir, llámese como se llame, esa cosa oscura y
resbaladiza que hemos dado en llamar la realidad personal y social se
entiende mucho mejor (o solamente se entiende) desde la forma en que nos
enseñaron a mirar y a mirarnos dos judíos que, mira tú por donde,
coinciden en más de una cosa y a quien no me importa reconocer como mis
propios abuelos (el materno, Sigmund Freud y el paterno Carlos Marx).
De
ellos hemos aprendido, por igual, que la metáfora más apropiada para
entender qué es el hombre o la realidad, no es la de un bloque de mármol
presente a nuestros ojos que la razón, con sus normas y cánones laicos,
absolutos y neutrales ha ido tallando a la vista de todo aquel que se
le acerque.
Que
la metáfora más ajustada sería la del Iceberg: El hombre y la realidad
(cualquier cosa que ambos sean) sólo se entienden desde la idea de que
se trata de un conglomerado que se mantiene en situación constante y
frágil de equilibrio y de tensión entre fuerzas opuestas, en un medio
fluido y cambiante y que, puestos así, es más grande y más importante la
parte sumergida que la que flota, que sólo ella es capaz de explicar lo
que se ve, que la parte flotante no está tallada por las normas y
cánones de una razón laica, absoluta y neutral, sino que solamente es el
resultado visible de la negociación dialéctica entre esa trastienda
sumergida y ese medio fluido que la arrastra, la constriñe y la
sostiene.
Los
dos judíos coinciden en poner como piedras angulares de toda esta
maquinaria dinámica, no las grandes divinidades del pasado o de la
Modernidad (La Razón, la Libertad, el Espíritu, la Historia el Amor o la
Verdad) sino algo tan sospechoso y “embarrado” como la sexualidad o el
trabajo.
Los
dos judíos, maestros y padres de la sospecha, que consiguieron
introducir en la cultura de Occidente un pensamiento divergente gracias a
haber tenido la valentía de romper con la ortodoxia, se han visto
(¿secuestrados?) por una férrea escolástica de sucesores, discípulos e
intérpretes dispuestos a acuchillarse mutuamente por mantener una
ortodoxia que, seguramente, es lo más opuesto a los orígenes.
Pero,
al final, en algún momento del proceso, porque se vea la proximidad y
complemento de ambas interpretaciones, ha ido surgiendo eso que, a
veces, se llama Freudomarxismo.
Y
quien esto está diciendo, admirador de cuanto dijeron los abuelos, pero
habiendo asesinado al padre sin grave interiorización de la culpa,
según creo, descreído de cualquier ortodoxia y de sí mismo, se ha visto
alentado muchas veces por ideas tales como que:
- La represión no es solamente una cuestión psicológica individual, sino una herramienta en manos del poder.
- Que la represión, como herramienta de dominio, es frágil e inestable Mucho más eficaz, para ello, parece “el retardo indefinido del placer”.
- Que el Neocapitalismo, amparándose en el espejismo de la libertad y la igualdad de oportunidades, nos está empujando a la “interiorización de la culpa y del fracaso” (de la conciencia de la explotación a la conciencia neurótica).
- Que la sexualidad no está reprimida, sino orientada a la reproducción, como herramienta del dominio patriarcal. Lo que está reprimido es el sentido orgiástico de la vida.
- Que en la sociedad del capitalismo tardío no es que hayan desaparecido las situaciones de explotación, alienación o represión, sino la fuerza del discurso con que se denunciaban. Mas que “la lucha de clases”, el momento de “la lucha del discurso”.
Ya sé. Tal vez esto sólo sean etiquetas.
Quizás no haya entendido nada.
Tampoco me preocupa.
Sólo
sé que estos dos judíos me han ayudado y me siguen ayudando para
entender el mundo en el que vivo y para reconciliarme conmigo mismo,
consciente de que, gracias a mis contradicciones, sobrevivo.
Contradicciones
que voy negociando entre la ley y el deseo, entre los intereses
personales y los intereses generales, entre lo que digo creer y lo que
resulta de mis actos.
Y así vamos tirando. Que no es poco.
(1) JONES, E, Vida y obra de Sigmund Freud, Barcelona, Anagrama, 1981, tomo 1, pgs. 51-52
Sin dudas, la vida sería muy monótoma. Y, enfrentarlas, ayuda a enriquecerse. Vamos, eso creo, me parece, aunque, a veces, me gustaría tener por cierto lo que mi mente pone en duda.
ResponderEliminar