martes, 13 de noviembre de 2012

A vueltas con los Derechos Humanos


Francisco Flecha Andrés


Como en tantas otras ocasiones, con motivo de algunas jornadas o cosas por el estilo, alguien le pide a uno "¿Porque no dices algo sobre los Derechos Humanos desde el punto de vista de la Filosofía?"; o, aprovechando que uno ocupa, en algún momento, el andamio de vicerrector "¿Porque no dices algo sobre los Derechos Humanos y la Universidad?" y uno, inconsciente y vanidoso como es, recalienta, una vez más algunas cosas cogidas al vuelo y así pretende salir del paso

Y lo que resulta son cosas como estas.


INTRODUCCIÓN

Cuando le invitan a uno a hablar sobre los Derechos Humanos le resulta imposible negarse.  No sólo  por el afecto de quien te invita (que confía y se compromete él mismo en el encargo) sino también porque en alguna parte  de nuestro propio interior parece existir el convencimiento de que hablar y defender los Derechos Humanos es una exigencia moral . Otra cosa bien distinta es llegar a comprender como condiciona nuestra vida diaria la aceptación de esa exigencia.

El problema radica en saber qué es lo que se espera que uno diga. En concepto de qué se justifica que alguien como yo se ponga frente a ustedes para ejercer el derecho (este sí, verdaderamente humano) a hablar.  Sobre todo, teniendo en cuenta que tal derecho se convierte en una carga si se atiende a las condiciones que defendía Lyotard:

“la capacidad interlocutoria se transforma en un derecho a hablar sólo si el discurso puede decir algo distinto de lo ya dicho.  Un derecho a hablar implica un deber de anunciar.  Si nuestro discurso no anuncia nada está condenado a la repetición y a la conservación de los significados existentes”[1]

Sospecho que la invitación a hablar me ha sido hecha por ocupar temporalmente el cargo de Vicerrector de nuestra Universidad y dedicarme profesionalmente a eso que ha venido llamándose (con demasiado engolamiento o excesiva sospecha) la filosofía. Los filósofos, según creo, somos una especie en peligro de extinción: parece que las cosas de las que nos ocupamos carecen de cualquier estatuto, al margen siempre de los estrictos saberes valorados en la academia y en la vida, representantes caducos de saberes residuales, inútiles y mistificadores.

Sin embargo, cuando un problema fronterizo remueve la conciencia colectiva, cuando no está claro el camino a tomar ante un determinado conflicto, cuando no se encuentra el sentido o la razón se acude a nosotros para que aclaremos los principios y fundamentos, pero de forma breve y amena, por favor, y , a ser posible, con argumentos tranquilizadores y amables.

Y nos han ido reduciendo a la charla informal y distendida de tertulias, café-coloquios, debates televisivos, mesas redondas (no te preocupes, hablas diez minutos y, después, lo que vaya saliendo),columnas de periódico (no más de 500 palabras, que no cabe) o, cuando más, a una consultoría (no vinculante, por supuesto) para una subcomisión delegada, encargada de la elaboración de un anteproyecto que se presentará, en su día, a debate en algún alto organismo.

Y no nos quejamos, lo tienen peor, por ejemplo, los teólogos  o los curas, simplemente, a los que, en semejante escenografía, les suele tocar el ingrato papel de muñecos del pim-pam-pum.

De cualquier modo, aceptamos; siempre aceptamos.  Quizá porque no hay actividad más dialogante que la reflexión y el pensamiento.  Siempre se piensa en compañía, sólo se piensa para estar con otros, para ser con otros.

Pero antes era más fácil.  Sólo había que ponerse sobre los hombros el amplio manto del sistema, de la escuela, de los primeros principios, de las verdades incuestionables, de la autoridad de los maestros y dejarse llevar.

Pero ese viejo edificio sombrío y protector, como una iglesia, desde el que el filósofo hablaba al abrigo de la angustia y de la duda ha ido desmoronándose con el tiempo.

Ciertamente, las primeras grietas del edificio y la función del filósofo aparecen ya en la Ilustración cuando se reconoce que la función del filósofo es “mantener una actitud reflexiva y crítica sobre lo que acontece”, “mantener la duda cuando no tiene motivo propio para juzgar”, “comprender la opinión que rechaza con el mismo alcance y claridad que entiende la que acepta”, “no considerarse exiliado en este mundo” y “agradar y ser útil a sus conciudadanos”.

Es una visión de la tarea más próxima a nuestra propia experiencia, pero aún está teñida de un notable entusiasmo.  El filósofo, se dice “camina en la noche, pero precedido por una luz”.

Eran tiempos envidiables, incluso aquellos, confiados ciegamente en el poder iluminador de una razón que nos transciende y sobrevuela.

Pero son estos malos tiempos también para la razón.  Ese debate amplio y confuso que algunos han querido etiquetar como postmodernidad (confundiendo propuestas teóricas serias con hábitos y modas de la farándula cultural y callejera de un capitalismo tardío) nos han puesto en guardia, también, ante una razón exageradamente hipostasiada.

Los filósofos (no sé si todos los filósofos o si sólo se trata de aquellos que, como yo, no estamos en el jardín secreto en que la filosofía besa a sus fieles en la boca, sino que simplemente utilizamos alguna de sus herramientas en este peonaje pedagógico) caminamos con todos los demás con todas las heridas abiertas, con todos los miedos y las dudas.

Y sólo podemos ofrecer, si es que eso todavía a alguien le interesa, algún tipo de reflexión crítica, algún punto de distancia personal ante los discursos redondos y enfáticamente proclamados con el ánimo de potenciar el pensamiento divergente (que no el escepticismo), desde la conciencia de que sólo desde formas divergentes de pensar podremos conquistar una convivencia tolerante.

Y esto es lo que me gustaría hacer, aquí y ahora con Uds. En esta cuestión apasionante y enrevesada de los Derechos Humanos, cargada de proclamaciones solemnes y de enormes y continuas transgresiones..  No es, por tanto un discurso seguido y bien trabado sino, sólo, algunas cuestiones que me inquietan.

1. LA CUESTIÓN DE LA DIGNIDAD HUMANA

Se dice, seguramente con toda razón, que

“desde la Grecia clásica hasta nuestros días se advierte, en efecto, un proceso de crecimiento y maduración en la idea que nos hacemos acerca de lo que es un ser humano como realidad singular en la historia y en el universo.  Más allá de las mitologías, las religiones y las filosofías con sus concepciones divergentes y a veces contradictorias acerca de lo humano y lo social, la noción según la cual hay algo en cada persona que no puede ser violado impunemente o no puede ser destruido del todo, y que al mismo tiempo constituye una suerte de parentesco común o lazo de familia, es como un hilo de Ariadna a través del tortuoso laberinto de la aventura humana.  Se trata de la idea de dignidad humana, del andar erguido, en palabras del filósofo alemán Ernst Bloch, que está en el origen del concepto de derechos humanos y de la teoría de la democracia a la vez, por cuanto el respeto activo por el otro y la administración pluralista de la convivencia se sustentan entre sí y no pueden justificarse más que si se acepta que los humanos no somos animales de rebaño sino conciencias en libertad”[2]

Dichas así las cosas, parecería que tales afirmaciones han sido aceptadas siempre por todos de igual manera; que sobre esto ha existido siempre un consenso defendido por igual por todas las corrientes de pensamiento, por todos los órganos ideológicos o de poder.  Y no estaría de más introducir, al menos, dos precisiones:

1. La idea de la dignidad humana ha sido defendida siempre por el grupo de marginados frente a la ideología dominante: aparece en Grecia como reacción a la ideología Olímpica, que defendía el valor de la nobleza y ponía como meta suprema la conquista victoriosa y el desprecio por el trabajo y la justicia.

Tuvo que ser Hesiodo, hablando en favor de la plebe campesina y semiesclava, el que defendió la igual dignidad de nobles y plebeyos, la fraternidad y el destino común de todos en aquel Orfismo que recorrió la cultura griega entre el desprecio y la exclusión por parte de los grupos dirigentes.

Tuvo que ser, en medio de la crisis del Imperio, cuando la legión de esclavos y exiliados, fortalecida por la migración y el mestizaje, desarrolló aquel pensamiento pesimista y solidario del Estoicismo, que acepta la dignidad de todos los hombres como timbre de gloria y como tarea irrenunciable.

Tuvo que ser el minúsculo grupo de discípulos de un crucificado en las fronteras del Imperio el que defendió, poniendo hasta la vida en la pelea, la irrenunciable dignidad de la persona y el derecho a sus creencias.  Ya no hay judíos ni griegos, decía Pablo de Tarso.  Todo hombre tiene como prójimo a todos los hombres, decía Agustín de Hipona.

Han tenido que ser, en fin, todos los grupos de hombres y mujeres, empeñados en la lucha contra poderes despóticos y excluyentes (aunque ellos mismos hubieran conquistado el poder luchando por el derecho a pensar o a actuar de otra manera), pero que una vez instalados no reconocen más verdad que la propia, más ley que el privilegio o más razón que la fuerza.

2. Con frecuencia, cuando se habla de la dignidad humana, parece reducirse a la dignidad del “otro que es como yo”. Decía Rorty en una de las Conferencias sobre Derechos Humanos que Amnistía Internacional celebró en Oxford en 1993:

“los asesinos y violadores serbios no consideran que violen los derechos humanos.  Porque ellos no hacen estas cosas a otros seres humanos, sino a musulmanes.  Ellos no son inhumanos sino que discriminan entre los verdaderos humanos y los pseudohumanos.  Se trata del mismo tipo de distinción que los cruzados hacían entre los humanos y los perros infieles, y que los musulmanes negros hacen entre los humanos y los diablos de ajos azules (...) Los serbios consideran que actúan en interés de la verdadera humanidad al purificar al mundo de la pseudohumanidad (...)Nosotros y aquellos como nosotros somos casos paradigmáticos de humanidad, pero quienes son muy diferentes a nosotros en su comportamiento o en sus costumbres son casos fronterizos (...) Nosotros, en la seguridad y la riqueza de las democracias, sentimos por los torturadores y violadores serbios lo mismo que ellos sienten por sus víctimas musulmanas: se parecen más a los animales que a nosotros.  Pero no estamos haciendo por las musulmanas violadas en pandilla o por los musulmanes castrados más de lo que hicimos en los años treinta cuando los nazis se divertían torturando judíos (...) Pensamos en los serbios o los nazis como animales porque las bestias de presa son animales:  Pensamos en los musulmanes o los judíos arreados a los campos de concentración como animales porque el ganado está compuesto de animales.  Ninguna clase de animal es como nosotros y no tiene sentido para los seres humanos involucrarse en riñas entre animales”[3]

2. LA MODERNIDAD Y LA CONSTRUCCIÓN DE LOS DERECHOS.

Eso que hemos dado en llamar “la Modernidad” se ha caracterizado, entre otras muchas cosas, por la lucha emancipadora de los individuos contra los poderes irracionales, utilizando como instrumento fundamental la razón (como fuerza poderosa y unificante) que nos convierte a todos en semejantes, partícipes de una misma naturaleza, sujetos de derechos inviolables y capaces de organizar la vida personal, social, moral,  política y económica sobre bases autónomas y laicas.  La razón tenía, pues, el extraordinario poder de establecer normas y leyes independientes de instancias ajenas a la conciencia y podría garantizar, por vez primera, el consenso de todos los hombres por encima de creencias, razas u opciones políticas.  Pero tal racionalización del mundo tenía unas exigencias muy concretas: la exigencia del cálculo, la exigencia del contrato, la exigencia de la no ingerencia en los procesos, la exigencia de un pensamiento único (si la razón es una, no hay posibilidades de pensamientos que no se ajusten al paradigma de la racionalidad científica y técnica).  En la medida en que tal pensamiento se hizo dominante, se transcendentalizaron los aspectos contractuales de la economía, la política y la sociedad y ha ido primando, en esta época:[4]

·           El pensamiento unívoco y exacto con la exclusión de lo analógico y complementario, que ha ido conduciéndonos a tantas falsas disyuntivas entre individuo y sociedad (individualismo/colectivismo, deber/felicidad) que han dislocado nuestra visión del mundo en términos de oposición y enfrentamiento.

·           La primacía de las relaciones económicas sobre cualquier otra forma de relación humana.  El mayor esfuerzo normativo se dirige a las relaciones entre personas y cosas o, en todo caso, a la relación entre poseedores y no poseedores (de poder, de dinero, de bienes, de conocimiento), que se atienen a las leyes supremas del mercado, independientes del horizonte ético-social de otras épocas.

·           La concepción etnocéntrica del mundo, al considerar que la racionalidad está presente de forma paradigmática en un “nosotros” (la nación, la clase, la raza, la cultura europea) que ha conducido a formas más o menos radicales de colonización, explotación, marginación o proselitismo con respecto al resto del mundo.

Es comprensible, pues, que en los momentos del presente, golpeados por las consecuencias de tal forma de pensar, se estén abriendo paso intentos de replanteamiento crítico (a los que me resisto a englobar bajo la denominación de “postmodernidad”, porque no se pretende renunciar a la razón ni a su dimensión crítica, aspectos esenciales en la Modernidad), que pretendan pensar las relaciones humanas desde una racionalidad crítica y no dogmática, descentralizada y descentralizadora y que ponga su punto de mira en la diferencia, en lo fragmentario, como una forma de acercarse a esa oscura  y confusa realidad que late y bulle por debajo de los grandes relatos del poder, del mercado o de la norma.

En este yunque de la crítica y la duda, según creo, se revitalizará este debate siempre abierto de los derechos humanos que deben ser, también ellos, continuamente revisados para no convertirse, como tantas otras proclamas de la época moderna, en letra muerta o en el escaparate engañoso de una trastienda mucho más revuelta.

3. LOS DERECHOS HUMANOS SON EL RESULTADO HISTÓRICO DE LA RELACIÓN DIALÉCTICA ENTRE NECESIDAD Y PODER

Siguiendo la argumentación de Norberto Bobbio[5], convendría manifestar una y otra vez que los derechos humanos, por más fundamentales que sean, por más ligados que se pretendan a la supuesta naturaleza humana, son derechos históricos, que se han desarrollado en la conciencia de los pueblos (o de algunos pueblos, si queremos) en circunstancias muy concretas y como resultado de la lucha de minorías emergentes y comprometidas en defensa de nuevas libertades contra viejos poderes: la libertad religiosa es el producto de las guerras de religión; las libertades civiles, el resultado de la lucha de los parlamentos contra los soberanos absolutos; las libertades políticas y sociales, del nacimiento, auge u madurez de los movimientos obreros y campesinos y, en general, de las clases desposeídas que exigen de los poderes públicos no sólo el reconocimiento de la libertad personal, sino también la protección del trabajo contra el desempleo, el acceso a la cultura, la sanidad y la asistencia en la vejez o invalidez.

Sólo cuando estos derechos se sienten suficientemente garantizados es posible la emergencia de nuevos elencos de derechos de tercera o cuarta generación (relativos al medio ambiente, a la defensa contra la manipulación genética o a la veracidad informativa).

Desde esta dimensión histórica (el desarrollo de los derechos humanos en el marco de la relación dialéctica entre el individuo libre, el ciudadano, y el Estado, dentro de la teoría política de la Modernidad Occidental) pueden comprenderse el alcance y las limitaciones de la doctrina y la práctica de los derechos humanos y extraerse algunas consideraciones:

1. Ambigüedad de los derechos. A pesar de los numerosos intentos definitorios, el lenguaje sobre los derechos humanos sigue siendo ambiguo, poco riguroso y bastante retórico:
·           La mayoría de las definiciones son tautológicas: “Los Derechos Humanos son los que tiene el hombre en cuanto hombre”.
·           O describen vagamente intenciones sin contenido: “Los derechos humanos son aquellos que pertenecen o deberían pertenecer a todos los hombres o de los que ningún hombre puede ser despojado”.
·           O dependen peligrosamente de la posición ideológica de quien los interpreta: “los derechos humanos son aquellos cuyo reconocimiento es condición necesaria para el perfeccionamiento de la persona humana o para el desarrollo de la civilización”.

2. Estatuto endeble. Los derechos humanos tienen siempre un estatuto muy endeble en cuanto a su exigencia normativa puesto que se trata, en la mayoría de los casos, de exigencias frente al poder, pero que, al mismo tiempo, es el poder mismo quien debe protegerlos y patrocinarlos.  De aquí se desprende, sin duda, su carácter de lucha permanente, de compromiso colectivo, de actitud vigilante.

3. Razonablemente garantizables en política interior, donde la relación dialéctica entre el poder y los ciudadanos tiene más instrumentos jurídicos y políticos para exigir el cumplimiento de unos derechos recogidos, en muchos casos, aunque a veces sea de manera excesivamente retórica, en las distintas normas constitucionales.

4. Difícilmente garantizables en la política internacional.  En ese difícil encaje de bolillos en el que la sociedad internacional quiere conjugar los hilos de los derechos humanos, los intereses económicos, el respeto al principio de no injerencia en asuntos internos y, aunque siempre más solapadamente, la promoción, protección y defensa de los intereses del propio país dentro del territorio o de las instituciones políticas de otros países en un neocolonialismo oculto pero no menos real y beligerante sólo parece quedar sitio para las “declaraciones”.  Como su propio nombre indica, las Declaraciones de Derechos Humanos, como las declaraciones amorosas, no forman parte del lenguaje jurídico, sino del lenguaje persuasivo, más cercano al deseo que a la exigencia normativa.  De cualquier modo, a pesar del pesimismo que se apodera de todos nosotros cuando vemos los ataques a los derechos Humanos en sociedades firmantes de declaraciones o el silencio cómplice del resto de firmantes, habría que reconocer el valor de este tipo de declaraciones.  Hernando Valencia lo ha expuesto con claridad:

“Una declaración es la revelación de lo que ya existe, de lo que está ahí, en la conciencia individual o en la historia colectiva, como un valor intrínseco cuya sola exposición enriquece la vida o asegura el progreso.  Del mismo modo que el amante declara su amor, el testigo su verdad o el revolucionario su utopía, el pueblo expone a la luz pública y fija para siempre los derechos de que está investido por naturaleza a fin de que sean conocidos y puestos en práctica por tirios y troyanos.  En este sentido, la promulgación solemne de los derechos de un pueblo o de la humanidad entera no es un simple gesto retórico, sin consecuencias materiales, como sostiene con frecuencia un cierto cinismo disfrazado de realismo.  Por el contrario, toda codificación de libertades es en sí misma un avance cualitativo por cuanto pone en evidencia las dos funciones del derecho: la instrumental y la simbólica.  Pues en su relación con la realidad social, el derecho se propone no sólo inducir una conducta mediante la aplicación de una regla coactiva, sino además enjuiciar lo existente a partir de un valor ético, lo cual se logra casi siempre al conferir a la situación un carácter ritual o simbólico.  Así, expedir una declaración de derechos implica cumplir dos propósitos a la vez: facilitar la expresión y actuación autónomas de los individuos y de la sociedad civil frente al Estado e incluso contra el Estado, que es la finalidad instrumental o pragmática de cualquier regulación sobre derechos subjetivos o grupales; y establecer una utopía normativa que no sólo opere como polo de atracción de las relaciones sociales, sino que también dramatice la distancia entre la realidad y la norma, entre la vida cotidiana y el horizonte valorativo, y tal es la finalidad simbólica o ritual de este tipo de legislación”[6].

4.  EL ESCÁNDALO DEL PRESENTE

Hay momentos, sin embargo (y el presente, tal vez, es uno de ellos) en que la distancia entre la realidad y la norma se representa como especialmente dramática.

Todos los días asistimos al espectáculo de la masacre de pueblos enteros, a la escalada de la xenofobia, el racismo, el auge y desarrollo de los fundamentalismos o de los nacionalismos más radicales y hasta al bombardeo de pueblos para desviar la atención de líos de faldas.

Tal vez estos demanes hayan estado siempre presentes entre nosotros, pero la situación presente parece tener algunos rasgos específicos:

·           El contraste entre los pronunciamientos solemnes y universalmente reconocidos y el incumplimiento descarado y flagrante.  Resulta paradógico el contraste entre la enorme cantidad de declaraciones, discursos, textos producidos por las instituciones nacionales e internacionales y la cruda realidad de la miseria, la injusticia y la dominación sufrida todavía por la mayoría de la humanidad. ”Nunca antes han coexistido tantas normas, instituciones y autoridades encargadas de proteger la dignidad humana a lo largo y ancho del planeta.  Y sin embargo, nunca antes como durante el medio siglo que se extiende desde la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 hasta estas postrimerías del siglo y del milenio se han registrado tantas y tan atroces violaciones de las garantías fundamentales por parte de agentes estatales, guerrilleros o delincuentes organizados”[7]

·           La difusión y conocimiento inmediato de la barbarie: Decía hace un momento que “todos los días asistimos al espectáculo de la barbarie” y esto es rigurosamente cierto.  Debido al inmenso desarrollo de los medios de comunicación, cualquier conflicto lejano se nos presenta prácticamente en directo en la sobremesa.  La guerra del Golfo fue la primera de las guerras transmitida en directo.  Como el fútbol, como cualquier competición deportiva.  Y esto es lo malo: el conflicto, la injusticia, la miseria o la barbarie se han convertido en un espectáculo que se presenta a nuestros ojos como cualquier relato de ficción, sin implicar en ello nuestra conciencia

·           Por primera vez, quizás, se comienza a dudar de la validez, alcance y fundamento de la misma norma.  Hipertrofiado, tal vez, el mundo de los derechos individuales y rotas o en crisis algunas de las instituciones que fomentaban la vinculación afectiva y normativa entre los hombres, se ha debilitado la conciencia de los deberes y se ha ido abriendo camino una especie de individualismo hedonista más ajeno cada vez al compromiso solidario y participativo

5. LA BÚSQUEDA DE NUEVOS CONSENSOS

Ante semejantes hechos, son muchos los que hablan  de  que la sociedad actual está atravesando por una profunda crisis de valores que pone en peligro las bases de una convivencia armónica y tolerante.  Los valores tradicionales que servían para aglutinar y orientar la conducta de las sociedades parecen ser vistos como imposiciones ajenas a los propios deseos e intereses, defendidos e inculcados por los poderes ideológicos dominantes como instrumentos perpetuadores del eterno juego de dominación-sumisión.  Entendidos así los valores, parecería que cualquier acto de rechazo o de protesta contra esos valores establecidos estaría encaminado a la liberación y realización personal frente a las distintas instancias dominantes.

Sospecho que para conseguir unas sociedades más tolerantes, más respetuosas con los derechos del otro, más pacíficas o más armónicas habría que cambiar algunas de las perspectivas del presente:

1. Pasar de la consideración del otro como semejante al otro como distinto.  La consideración del otro como “alguien como yo” ha conducido, con frecuencia, al intento de sometimiento del otro a mis propios deseos, intereses o creencias, desde el convencimiento de que mis deseos, intereses y creencias coinciden con los deseos, intereses y creencias de toda la humanidad.  Reconocer al otro como distinto es reconocer en él y en mí la capacidad de definir nuestra manera de ser y de estar en el mundo.  Reconocer al otro como distinto es, al mismo tiempo, reclamar mi propio derecho a ser distinto.  Reconocernos como distintos nos obliga a ponernos de acuerdo en la tarea, en los puntos de coincidencia en la acción: comprometidos en la tarea y respetuosos con la diferencia[8].

2.  Pasar de la visión jurídica del Estado de Derecho a la visión ética de la construcción de una convivencia tolerante.  Tal visión jurídica parece descargar toda la responsabilidad en el poder: es el poder quien debe dictar las leyes, garantizar su cumplimiento y castigar sus desviaciones.  Los ciudadanos de a pie parecen quedar exentos de tales responsabilidades.  La ética de la construcción de una convivencia tolerante nos compromete a todos por igual..

3.  Pasar de la proclamación de valores supuestamente universales al descubrimiento de las necesidades fundamentales.  Esto supondría salir del círculo, tantas veces ocioso, de intentar justificar el fundamento de derechos y deberes y de eliminar ese enfrentamiento entre el deseo y el deber.  Si profundizáramos en que, en definitiva, las necesidades humanas, de todos los hombres se reducen a
·           La promoción y desarrollo de las condiciones para una vida sana y plena
·           la vinculación afectiva
·           la vinculación normativa
·           la propia autonomía
y pusiéramos las bases para que esto fuera posible en todos los ámbitos de la convivencia (la relación interpersonal, la familia, el pueblo, el país, el mundo) estaríamos, posiblemente, poniendo las bases para una ética mínima de convivencia coherente con la defensa y promoción de eso que llamamos los Derechos Humanos.

4.        Por último, déjenme decir con Bobbio[9] que el problema fundamental en relación con los derechos humanos, hoy, no es tanto analizarlos o justificarlos sino protegerlos y comprometerse con ellos.  No es un problema filosófico, sino político y ético.


7. ESTRAMBOTE FINAL: PERO Y LA UNIVERSIDAD ¿QUÉ PINTA EN TODO ESTO?


Pues depende, como todo.

Por un lado, no creo que haya nadie capaz de decir en voz alta que no tiene nada que ver con todo ello: Se convocan, puntualmente, al mediodía, minutos de silencio, cada vez que ocurre un atentado.  Se celebra el día del “bocata solidario”.  Se firman manifiestos para que una mujer africana no sea apedreada.  Se hacen cosas, en fin, se hacen cosas.

Pero cuando los problemas resultan más próximos, cuando se trata de exigencias generales (porque las exigencias personales o gremiales son cosa distinta) que hay que reclamar ante los poderes más próximos, entonces siempre hay alguien que apela a la “neutralidad” política de la Universidad  (Como si le fuera posible al hombre, a cualquier hombre, a mí mismo, ser apolítico, asocial, amoral, asexual,  acultural sin engañarse o renunciar a partes esenciales de la propia humanidad).

Habría que preguntarse, una vez más, para qué sirve una universidad, qué se espera de ella, partiendo de la base de que debe ser definida desde fuera (puesto que no se trata de una organización para la defensa de intereses gremiales o puramente internos, como podría ser una agrupación agraria o un colegio profesional de abogados).

La Universidad es un Servicio Público (y no quiero entrar, Dios me libre, en la disputa entre universidades públicas y privadas).  Tengo para mí que una universidad privada, si quiere serlo, no puede ser otra cosa que un servicio público gestionado por particulares.

Siguiendo con la argumentación, creo que de la Universidad se espera (o debería esperarse,  al menos) que colabore, en diálogo permanente con la sociedad que la paga y a quien se debe, en

  •        La formación inicial de profesionales de nivel superior.


  •          El asesoramiento y la búsqueda de soluciones científicas y técnicas a las necesidades y problemas sociales (económicos, políticos, culturales, jurídicos, sanitarios, educativos, etc).


  •          El debate razonado y libre de propuestas de transformación social que contribuyan a formas de convivencia más justas, más tolerantes, favoreciendo el pensamiento crítico y divergente, que opte por el debate y la palabra frente al recurso a la violencia en la resolución de los conflictos.


Si esto fuera así,  no cabe duda, la Universidad se convierte en un espacio privilegiado, en un verdadero taller de creación de pensamiento libre, de planteamiento, revisión, crítica y alcance de los Derechos Humanos, como exigencia de vida y organización socio-política permanentemente revisables.

Pero es cierto que, embelesados, tal vez, por los aspectos económicos, corren tiempos en los que parece que la Universidad tiene que dar respuesta a las empresas, tiene que constituirse ella misma como una empresa, como si su solo compromiso tuviera que ver con el desarrollo económico, con las exigencias del mercado, con la innovación tecnológica (nueva divinidad independiente y poderosa)

Si esto fuera así, no cabe duda, tendrá la misma responsabilidad en el debate que la General Motors o Colgate.

Habrá que decidir, una vez más, (¡Qué se va a hacer!) qué queremos ser y al lado de quién  queremos estar.  Y en esta decisión todos estamos implicados.





[1].   LYOTARD, F.  “Los derechos de los otros”, en SHUTE, S y HURLEY, S (eds.) De los derechos humanos,, Madrid, Trotta, 1998, pgs. 137-145

[2] .  VALENCIA VILLA, H., Los Derechos Humanos, Madrid, Ed. Acento, 1997, pg. 14. No debe verse en esta referencia ningún desacuerdo con el planteamiento del autor, ya que el párrafo está extraído de una parte de su exposición sobre el proceso histórico de construcción de la idea de los Derechos Humanos, realizada con rigor y propiedad.  Aún no conociendo al autor, sirva de presentación lo que de él dice Jesús González Amachastegui en su prólogo a la obra De los derechos humanos, citado anteriormente:
“los lectores de esta edición española se encontrarán con la traducción realizada por el doctor Hernando Valencia Villa.  Creo que habrá pocas personas más adecuadas para elaborar la versión española de este segundo volumen de las Oxford Amnesty Lectures 1993; y  no lo digo sólo por su cualificación profesional, sino porque el profesor Valencia Villa reúne esas dos condiciones de las que el volumen que presentamos está impregnado: por un lado, preocupación por la reflexión intelectual sobre los derechos humanos y, por otro, compromiso moral y político con la defensa de los mismos.  Ha sido precisamente ese compromiso el que le llevó a aceptar una de las responsabilidades más exigentes para un colombiano, Procurador Delegado de los Derechos Humanos; y el honesto, valiente y eficaz cumplimiento de su misión le obligó a salir de su país.  Como español me siento orgulloso de tenerle entre nosotros, de que como muchos latinoamericanos comprometidos con la defensa de los derechos humanos haya encontrado en nuestro país el refugio y la tranquilidad que ansiaba.  Como universitario, no dudo en señalar mi desánimo ante una universidad española tan preocupada por la promoción de sus profesionales que se muestra incapaz de acoger en su seno a personas de tanta valía como el traductor de este libro”.
Desde luego, hablar así de alguien que tiene problemas por la defensa de aquello en lo que cree, es el mejor discurso en favor de los Derechos Humanos.

[3] .  RORTY, R. “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalidad”, en SHUTE, S y HURLEY, S (eds.) De los derechos humanos,, Madrid, Trotta, 1998, pgs. 117-118.

[4] .  Sobre tales cuestiones puede verse BALLESTEROS, J. Postmodernidad: decadencia o resistencia, Madrid, Tecnos, 1994

[5] .  BOBBIO, N.  El tiempo de los derechos, Madrid, Sistema, 1991.

[6] . VALENCIA VILLA, H., Los Derechos Humanos, Madrid, Ed. Acento, 1997, pgs. 28-29

[7] Ibídem, pg. 5.

[8] . LYOTARD, F.  “Los derechos de los otros”, en SHUTE, S y HURLEY, S (eds.) De los derechos humanos,, Madrid, Trotta, 1998, pgs. 137-145.

[9] . BOBBIO, N.  El tiempo de los derechos, Madrid, Sistema, 1991, pg. 21.

miércoles, 31 de octubre de 2012

El papel de la crítica en la prensa de la Ilustración


EL PAPEL DE LA CRÍTICA EN LA PRENSA DE LA ILUSTRACIÓN: EL EJEMPLO DE "EL CENSOR"

Francisco Flecha Andrés

Introducción:

                Después de todos estos años de fecunda actividad y estudio en torno al siglo XVIII por parte de tantas personas en tantos países (el mismo número de comunicaciones presentadas a este mismo encuentro es buena prueba de ello), uno empieza a sentir una cierta envidia de otras épocas en las que cualquier generalización sobre la Ilustración parecía aceptable y creíble.

                Pocas épocas, tal vez, se han prestado tanto a afirmaciones generales, a lemas emblemáticos, a etiquetas definidoras, a tomas de posición de corte ideológico que atribuían a este siglo buena parte de los bienes o los males que aquejan o aquejaban el presente en el que se instala el analista.  Se ha presentado, tantas veces, como "el siglo de las luces", "el siglo de la razón",  "el siglo de Voltaire", "el siglo Ilustrado".

                Siempre resultaba fácil añadir una nueva etiqueta más o menos ingeniosa, más o menos hiriente o interesada con respecto a aquello que se quería demostrar.  Aunque es cierto, también, que siempre terminaba resultando sospechoso que una sola palabra pudiera definir una realidad tan variopinta y escurridiza, un conjunto de ideas y proyectos que se resistían a presentarse en forma de sistema y que sólo acertaban a autodefinirse como "las luces", entendidas incluso como una fuerza dinámica, aunque un punto misteriosa, que se derrama sobre esta tierra desde algún origen inconcreto y que exige de sus fieles la dedicación a una pura labor de difusión; unas "luces" que no denotaban tanto la adscripción a un movimiento como la constatación de un viento histórico que arrastra y empuja por igual, que se extiende desde Moscú al Guadalquivir, que produce frutos o simples vendavales dependiendo  de las tierras y pueblos que atraviesa.

                Por ello, a fuerza de acercar el punto de mira a territorios, personas, obras o conceptos hemos ido descubriendo (y seguiremos, ¿quién lo duda?) una enorme riqueza y variedad de matices que nos obliga permanentemente a revisar cuestiones y premisas que habíamos dado por sentadas para siempre y al mantenimiento de una cierta cautela al formular características de que pretendan englobar la totalidad de una época tan apasionante y completa, seguramente, como todas.

                La Ilustración, como propuesta (al menos teórica) de emancipación del hombre sometido a los grandes fantasmas, a las fuerzas irracionales que le atenazan desde el exterior o desde el interior de sí mismo; como pensamiento comprometido en la transformación del mundo y en la reconquista de la dignidad del hombre se convierte y presenta, necesariamente como un pensamiento crítico.  Lo cierto es que el siglo XVIII desarrolla una enorme potencialidad crítica y que tal vez sea esta potencialidad lo que le presenta como un siglo particularmente atrayente a esta presente época nuestra dominada también, en gran medida, por una conciencia crítica más o menos desgarrada.

                Lo que hemos dado en llamar "la Ilustración" podría tratarse, tal vez, de un proyecto arriesgada y dialécticamente construido, día a día, por un grupo afín en las ideas principales y dispersos por distintos territorios, defendido con espíritu militante por una cierta exigencia moral, en circunstancias arriesgadas, presididos por la conciencia que tener de vérselas con enemigos peligrosos, llamados a intervenir en un mundo rápidamente cambiante, intuyendo que el único camino posible (o, tal vez, el menos arriesgado) era el de ir constituyendo una opinión favorable, a través de la crítica de prejuicios, costumbres e instituciones, considerada como un instrumento a medio camino entre la ironía y el adoctrinamiento, a través del que se establece la dialéctica de identificación y enfrentamiento en torno a un nosotros/ellos, como punto de referencia no siempre estable y permanente, pero que sirve para vivir anticipadamente aquello que aún pertenece al inconcreto campo de los sueños y utopías.

                Para este proyecto, para el desarrollo de esta actividad crítica, ningún camino mejor, posiblemente, que la elaboración de una tribuna nueva y de amplia difusión, que salga de los salones, pero que dinamice la opinión de la calle, los salones y las instancias administrativas y eclesiásticas, de lectura rápida, que se instale en un territorio equidistante entre la actitud doctrinal y el tono divertido a través del que un grupo innominado (pero no anónimo) establezca un diálogo permanente y crítico con un público a quien se le concede igualmente la palabra.

                A tal proyecto responde con total fidelidad EL CENSOR, que se convierte, sin duda, en el paradigma de la dimensión crítica del pensamiento ilustrado como arma preciosa e insustituible en esa cruzada dialéctica entre la unidad y la diversidad en que parece desenvolverse la aventura del  autoconocimiento y reforma que recorre las tierras de Europa y América  como si se tratara de un viento que anuncia, para algunos, la angustia de unos tiempos que se acaban o la llegada de nuevos días prometedores e imprecisos, para otros.

El breve análisis que vamos a realizar aquí sobre esta cuestión girará en torno a dos puntos:

                                                     1. El Medio: El  Censor, sus autores y sus destinatarios.
                                                     2. La crítica como instrumento: funciones y características.

1.  EL CENSOR, sus autores y destinatarios.

                La prensa periódica en el Siglo XVIII español cuenta, a estas alturas con unos estudios tan prestigiosos y acertados como para ahorrarnos la labor de retomar y "refreir" lo que allí se ha dicho con acierto ([1]). De cualquier modo, no parece excusable hacer unas mínimas referencias que sirvan, cuando menos para comprender el sentido de la propia exposición

                 1.1.  El medio: El Censor.

                Para la difusión de las ideas, el contraste de pareceres, la elaboración y fomento del pensamiento crítico apenas podría pensarse en un instrumento más eficaz que la prensa periódica.  Este medio de difusión de las ideas parece especialmente indicado para un país en el que la lectura y circulación de libros estaban poco desarrolladas.  Frente a los tratados y exposiciones complejas, el periódico se presentaba como unos pliegos sueltos y baratos, que podían ser leídos en la misma librería, de lectura rápida, que permiten un cierto intercambio de opiniones y réplicas, que pasan de mano en mano, que entremezclan argumentos y cuestiones de distintas materias y tonos, de forma más amena y menos sistemática, más próximos a las preocupaciones y problemas de la vida cotidiana y que dan pie a discusiones y debates en tertulias y salones.

                Todas estas características le hacen particularmente apto para la difusión del proyecto ilustrado, desligado de los cauces tradicionales de difusión de la cultura y en búsqueda permanente de nuevos modos y canales, convencidos de que tiene más importancia para el progreso de un país la difusión de las ideas que la  profundidad o adecuación de unas ideas compartidas por muy pocos ([2]).

                Durante el siglo XVIII español se publicaron unos ciento sesenta y seis periódicos y el Consejo de Castilla denegó la autorización de publicación a unos sesenta títulos. Los más significativos se publicaron bajo el reinado de Carlos III (1759-1788), que se caracterizó por el apoyo prestado a las instituciones capaces de propagar las nuevas ideas y, muy especialmente, a los periódicos.  El Censor es el ejemplo más significativo del decidido y eficaz apoyo real ([3]).

                De cualquier modo, a pesar de tal protección, la historia de El Censor, está llena de contratiempos, como no podía ser menos con un periódico que se proponía combatir males muy arraigados e intereses defendidos por grupos poderosos.

                El periódico, que tiene un carácter semanal, apareciendo al público los jueves, con una tirada de hasta 500 ejemplares, que se distribuyen mayoritariamente en las librerías de Madrid, hace su primera aparición el 8 de febrero de 1781.

                En diciembre de 1781 se publica, con el informe favorable de los censores correspondientes, el discurso XLVI, en el que se defiende "Que la superstición está entre nosotros más extendida que la impiedad". El autor ya supone que "las piedras van a levantarse contra mí.  Voy a ser tenido de la parte más temible de la nación, por un factor encubierto de impiedad" (Disc. XLVI, 195).  No se equivocó en lo más mínimo: este discurso fue prohibido por el Consejo de Castilla después de su publicación y supuso la primera suspensión del periódico.  La publicación se reinicia el 13 de noviembre de 1783, según la datación de profesor Caso ([4]), con un discurso dedicado a "Alguien, alias Alguno". 

                La segunda suspensión se produce en abril de 1784, tras la publicación del Discurso LXVII, aunque la causa es el contenido del Discurso LXV en el que, bajo el artificio de la publicación de la carta escrita por un marroquí sobre España se hace una dura crítica a la organización/desorganización legislativa y judicial en España.  A tales ataques, el Consejo de Castilla responde ordenando embargar todos los ejemplares impresos.  Sin embargo y, posiblemente, gracias a la intervención directa del Rey, El Censor sale de nuevo a la calle, el 1 de setiembre de 1785, con ánimo renovado, según se desprende del tono y el contenido del primer discurso de esta "tercera salida", el Discurso LXVIII, en el que se compara a un Don Quijote filosófico por la locura de sus propósitos, y la debilidad de sus fuerzas y sus armas, y se encomienda al patrocinio del lector y "pero, principal y verdaderamente, en el auxilio de un muy sabio y un mui poderoso que no por vía de encantamiento, sino mui real y mui efectivamente le ha favorecido hasta aquí, aun mucho más de lo que él podía merecer" (Disc. LXVIII, 293).

                Pocos meses después, el 17 de noviembre de 1785, surgen nuevos problemas con motivo del Discurso LXXIX en el que critica los títulos ridículos atribuidos a los santos, los acontecimientos fabulosos que sirvieron de acto fundacional de órdenes e instituciones y los milagros estrambóticos de los que no existe la menor constancia histórica.  Se presenta denuncia ante el Rey, pero, una vez más, el apoyo real evitó una nueva suspensión y éste pudo continuar durante otros ochenta y ocho discursos contra los que, a pesar de contenidos críticos más duros que los precedentes, ya no perecían atreverse sus adversarios.

                A pesar de tantos ataques, el final del periódico no se debió a una estricta prohibición sino a la fuerte polémica suscitada a partir del Discurso CLXV "Oración apologética por el África y su mérito literario", que suponía una réplica irónica a la "Oración Apologética por España y su mérito literario" escrita por Forner.  Todo ello se convirtió en una especie de cruzada patriótica aprovechada por las fuerzas contrarias a la Ilustración en unos momentos en los que comenzaban a soplar nuevos vientos en España y en Europa.

                 1.2. Los autores.

                A pesar de que, si juzgamos por los nombres que figuran en la primera solicitud de licencia para imprimir, presentada en abril de 1778, parece claro que los autores eran Mariano Heredia y Luis Castrigo, a los que se unió, temporalmente, en las solicitudes de junio de 1780 y de junio de 1781, Domingo Moreno, sin embargo, aparecen las primeras sombras cuando se constata que los nombres de los dos primeros corresponden a los de Luis María Cañuelo y Heredia y Luis Marcelino Pereira y Castrigo, abogados de los Reales Consejos, mientras que resulta difícil determinar quien puede ser Domingo Moreno. La mayor parte de los especialistas consideran que estas personas son los verdaderos los autores de El Censor y que Cañuelo es, entre ello, el más activo ([5]).  Ya en tiempos de su publicación parece reconocerse a Cañuedo como su principal autor ([6]). Aceptadas así las cosas, no es extraño que, ante la variedad de asuntos tratados, el conocimiento, la sensatez, la gracia y la agudeza demostrada en muchos de ellos, le hicieran decir a Herr que Cañuelo era "una de las lumbreras de la época.  Fue uno de los mejores ensayistas españoles de su época y por su estilo y por su ironía mordaz era digno sucesor de Voltaire" ([7]).

                Esta opinión contrasta con la mantenida por Caso ([8]), quien, tomando como argumentos esenciales la oscuridad e intranscendencia de la única obra de Cañuelo de que tenemos noticia, si se exceptúa El Censor, la pensión la que, a pesar de tal desconocimiento, se le premia desde el primer momento de la publicación de la obra, la especial protección que dispensa el mismísimo Carlos III a la publicación en los momentos de mayor dificultad, la referencia de Jovellanos a una "amazona" protectora de la empresa, los diferentes estilos y enfoques, hacen concluir al estimado profesor Caso que se trata de la obra de un colectivo "que no solamente colaboraría en la redacción, sino también en algo semejante a un consejo de redacción.

                Confieso que tales afirmaciones (que son algo más que suposiciones sugerentes, dado el vigor argumental de quien las formula) me resultan absolutamente coherentes, no solamente con la misma posición narrativa de los autores, sino con algo que forma parte del debate fundamental en torno a la adscripción estamental o clasista de los ilustrados y de las intenciones y límites del proyecto ilustrado mismo.

                Y es que, esta misma ambigüedad flota constantemente en los discursos: en el primer discurso, el autor se presenta como alguien que, incluso pintado con benevolencia, tiene una fisonomía que podría ser compartida por "otros infinitos que se ven cada día por esas calles (Disc. I, 18);  Se presenta reiteradamente como alguien cuyo mérito consiste en ir publicando las cosas que le cuenta algún amigo, los recuerdos de su padre, alguna carta recibida por él o, incluso para mayor artificio, las que le envía alguien recibidas de un tercero.  En alguna ocasión, asegura que, es tal la cantidad de cartas y noticias recibidas, que sólo atenderá las que se le presenten por escrito, comprometiéndose, en cambio a observar "religiosamente el no mudar una palabra en el escrito que se me diera: le trasladaré simplemente, y sólo tendré la libertad de suprimir algún nombre propio, o cosa semejante.  Pero todo esto se entiende, sin perjuicio del derecho que me asiste, y que me reservo de no publicar sino aquellos que juzgue pueden importar o divertir a mis lectores" (Disc. XXIV, 105).

                En otra ocasión, manifiesta que, debido a la creciente diversidad de objetos de censura se dispone a crear fiscalías diferentes para los distintos asuntos y que tiene la intención de nombrar personas diferentes para el desempeño de la tarea de selección y comentario de las diferentes cuestiones (disc. XXVI, pgs. 113-114).

                Siguiendo con este artificio encubridor, asegura al público que no son ciertos los rumores de que" las cartas y otras piezas publicadas no han sido recibidas, sino que son fruto de la invención del autor", para deshacer tales rumores, asegura "que he recibido todas las piezas que se me han enviado" (Disc. XXXVIII, 162). Como puede observarse, esta afirmación, lejos de aclarar nada, mantiene el juego de la ambigüedad.

                De cualquier modo, cuando las críticas arrecian y el combate se hace más directo, cuando lo adversarios critican a los autores por la cobardía de presentarse  siempre "con máscara", parece acabarse el juego y se hace necesario afirmar con contundencia el verdadero significado del artificio (Disc CXI, pgs 492-493).  Responde el autor que no cree que importe mucho su nombre, ni que el nombre del autor contribuya a que las razones sean más fuertes o más débiles.  No obstante, desea hacer una precisión importante: oculta el nombre, pero no se oculta: todo el que quiera puede leer su discursos y opiniones, que se venden al público con las debidas licencias.  Esto no es salir enmascarado, sino a pecho descubierto, en medio de la plaza.  No importa el nombre, sino las razones.  Se considera abierto al debate, a dejarse convencer con mejores razones y a retractarse públicamente de sus errores, una vez convencido de que lo sean.  Se reconoce con el único título aceptable: el de ciudadano y considera que el único interés de conocer sus nombres no estriba en la utilidad de rebatir las razones, sino en la mayor facilidad para el ataque personal.

                En esta explicación parece encontrarse el centro de la cuestión: los autores, sean quienes sean, desean presentarse ante el público acompañados del único título de ciudadanos (aunque puedan tener otros), hablando en nombre de la razón, aceptando en este terreno cualquier debate en el que sólo medien los hechos y no los intereses o compromisos de instituciones o estamentos. 

                Esta cuestión parece llevarnos a otra más general del pensamiento ilustrado.  No sabría asegurar, con la contundencia que lo hace Ruiz Torres, que "resulta incuestionable la afirmación de que los ilustrados formaban parte del mundo burgués que había comenzado a desarrollarse en la Europa occidental ([9]).  Más bien parece, como también él mismo reconoce, que, al menos en España, las bases sociales de la Ilustración son diversas y, a veces, con intereses, motivaciones y objetivos diferentes.  Tampoco sabría decir con Fontana que la Ilustración fue un intento de reforma desde dentro del sistema feudal que se vió sobrepasado por los intereses y la dinámica de la burguesía revolucionaria.

                De cualquier modo, sean quienes sean los autores concretos, toman el partido de la razón frente ala irracionalidad de los fundamentos de la nobleza o los falsos presupuestos en los que parecen apoyarse los privilegios eclesiásticos.  La razón parece entonces presentarse como el patrimonio de un nueva élite emergente que, si no es la burguesía, es una clase media que comienza a madurar la conciencia de que se hace a sí misma a través del trabajo y la dedicación al bien público, a la búsqueda y difusión de la riqueza y la cultura y que comienza a considerar que los cargos y empleos deben acompañar al mérito personal.

                Ciertamente, en este nuevo ejército, en esta nueva élite del trabajo y el saber había, sin duda, miembros de las profesiones liberales (sobre todo de la magistratura) y también miembros de la pequeña nobleza y del clero con afanes filantrópicos o de sincera lucha contra los abusos de la nobleza o la iglesia a la que pertenecían y a la que pretendía hacer volver a la pureza primitiva o al esplendor de las antiguas funciones.

                En países como España sería arriesgado hablar de una burguesía en ascenso, con un programa de reforma.  Sería, más bien, una élite que fue gestándose en el seno de los estamentos de la Iglesia y de la Nobleza pero que, en aras de la corrección de las aberraciones que encontraban en tales cuerpos, fue abriéndose, con mayor o menor cautela, para integrar en ella  a nuevos individuos y nuevas actividades, a la nueva jerarquía del mérito personal, pero sin tener conciencia clara de que tales planteamientos transformaban los fundamentos mismos de la estructura social dominante.

                Todo ello puede aplicarse, sin duda, a aquellos que el profesor Caso propone como autores, al grupo que frecuentaba los salones y animaba las tertulias de la Duquesa de Montijo: "Los autores no podían ser otros que la duquesa de Montijo, Tavira, Estanislao de Lugo, Urquijo, Samaniego, Melendez Valdés, Jovellanos y algunos otros autores semejantes ([10])

                Personas suficientemente conocidas y significadas en el panorama político y cultural de la época, suficientemente comprometidas con las instituciones como para tener un comprensible interés en presentarse innominadas (aunque no anónimas) para que la polémica no girase en torno a ellos, sino a sus argumentos.  Personas con posiciones compartidas en algunas cuestiones, de modo que pudieran mantenerse de acuerdo en las propuestas de soluciones a los males presentes y con divergencias o puntos de vista distintos en otras cuestiones, como para que se refleje,  veces. estas variaciones de estilo y de opinión en la redacción de los discursos.

                Con semejante plante podría formarse, ya lo creo, un personaje único que resultase "una de las lumbreras de la época, uno de los mayores ensayistas españoles" que rivalizara en estilo e ironía con el mismísimo Voltaire, por repetir las palabras de Herr.

                  1.3.  Los destinatarios.

                 Como ya hemos dicho más arriba, la Ilustración, como movimiento militante se basaba más en la difusión de las ideas que el profundo e intrincado debate académico de las mismas. Es más,  huye de los viejos cauces y canales de difusión de las ideas y se presenta como un movimiento abierto a la calle, que cambia la cátedra por los salones, las disputas escolásticas por las tertulias, los tratados y "Sumas" por cartas, poemas, novelas o discursos.

                Sin embargo, resulta difícil imaginar que tal proceso de difusión de las ideas se base en la circulación y lectura de textos escritos, cuando se estima que el número de personas que sabían leer y escribir era un grupo muy reducido, que no llegaba al 10% de la población.

                Lógicamente, parece que el mecanismo había de ser necesariamente indirecto.  No se trataba  de influir sobre toda la población sino, precisamente sobre ese porcentaje mínimo de personas capaces de leer y escribir a los que se suponía con la autoridad y el poder suficiente para in fluir, a su vez, en el resto de la población.  Se trataba, por tanto, de crear una opinión pública influyente, a través de la lectura de cuestiones breves e incisivas, que se prestasen al debate en tertulias y salones y que, a través de estos medios, pudieran difundirse incluso entre los no lectores. ([11])

                El destinatario, pues, es el público, "alguien, alias alguno" ese conjunto indeterminado de la sociedad convertido por los escritores ilustrados en una instancia suprema, cuyos juicios tuvieran más fuerza que los de las autoridades tradicionales ([12]).

                La importancia de las de la lectura doméstica en las bibliotecas privadas, la formación de criterios personales y la misma importancia concedida a esta opinión pública parecen prefigurar ya la nueva sociedad y los rasgos fundamentales del espíritu burgués.  La opinión pública era algo así como una nueva comunidad social sin proximidad física pero con una vinculación ideológica y simbólica a la que los ilustrados querían convertir en tribunal independiente y laico, como representación del tribunal de la razón y la justicia que garantizara la libertad y autonomía de su propio pensamiento. Los hombres de letras son conscientes de que esta opinión pública es su única defensa contra los poderes y, por tanto, conviene mezclar con sabiduría y prudencia el trato crítico y conciliador, que permita ganar cada día adeptos a una causa que se considera más fuerte mientras más apoyada.

                Ciertamente podrían formularse algunas cuestiones al respecto del estilo de las siguientes: ¿quienes formaban o dirigían en realidad esta opinión pública?, ¿en qué ambiente se difundió?, ¿cuál fue su eficacia y alcance social?

                No debería olvidarse, como advierte Ruiz Torres, que los consumidores de libros constituían un grupo heterogéneo y de adscripción social diferente, como puede verse por las listas de suscriptores a libros o periódicos.  No obstante, parece ya una afirmación generalizada la que defiende que el grupo  más interesado en la lectura era el de la naciente burguesía que entreveía en el dominio de la técnica y de los nuevos saberes el instrumento más eficaz para su preeminencia como grupo  y su elevación social como individuos.

                Sin embargo, esta nueva burguesía lectora se encontraba, en estos momentos, en una situación muy frágil: alejada de la cultura, intereses y preocupaciones del grupo social de procedencia, de su ascendencia de pequeños artesanos y, por otra parte, insuficientemente aceptada por una nobleza que se negaba a reconocer otros valores u otros gustos  estéticos diferentes a los cánones aristocráticos dominantes.  Esto explicaría, posiblemente este tono combativo que reviste, tantas veces, la crítica literaria, artística o social, como apuntaremos más adelante.

                Estas breves observaciones nos permiten centrar el concepto de "opinión pública" en sus justos límites, en el polémico campo de enfrentamiento entre lo valores dominantes y caducos defendidos por los elementos más poderosos e  influyentes de los antiguos estamentos y unos valores que pretenden abrirse paso de la mano de un nuevo grupo  que aspira a  controlar la dirección y orientación de una nueva sociedad, como instrumento dialéctico de unidad/diversidad, objeto de estudio de este encuentro.  Centradas así las cosas, debería decirse que esta opinión pública no pretende tener en cuenta la opinión del pueblo llano, a quien se considera tan sometido a las garras de la ignorancia, la superstición o la dominación, que solo cabe esperar encontrar en su conducta algunos rasgos aislados de buen sentido natural, reflejos imperfectos de la capacidad de la razón y la naturaleza humana y que solo sirven para permitirnos abrigar la esperanza en su redención futura a través de la educación, la cultura y el trabajo productivo y útil.

                Esto explica que  los autores de El Censor, a pesar de la protección de que parecen gozar dediquen la obra al público lector, a quien reconocen los siguientes méritos indiscutibles: Es a quien le pertenece, en justicia la dedicatoria ya que desembolsa su dinero al comprarla, nadie es más capaz de proteger al autor contra los ataques de la censura y la envidia, tiene todas las ventajas de los mecenas a quienes tradicionalmente se dedican las obras ya que parece respetado y querido por todos, es objeto de lisonjas sinceras y fingidas y, por último, en tiempos de absoluta veneración por la antigüedad de los linajes, nadie podrá presentar alguno más antiguo que el del público lector.  Esta misma dedicatoria se produce siempre que, tras los problemas y sus pensiones vuelve El Censor a presentarse ante su público

2.  La crítica como instrumento: funciones y características.

                Como ya escribimos en otro lugar, una de las características básicas y definitorias de la racionalidad ilustrada es su necesaria dimensión crítica ([13]). Tal característica parece tan ampliamente reconocida que podría mantenerse como otra de las etiquetas del Siglo XVIII o "siglo de la crítica" ([14]).

                De todos modos, tal actitud no es indiscriminada ni considerada como un valor en sí misma.  es exagerada, sin duda, la bella y retórica afirmación de Chatelet de que el siglo XVIII francés "no dudó en hacer una flecha con cualquier madera" ([15]), aunque con ella se quiera hacer referencia al carácter combativo y energético de la razón ilustrada.  Es este mismo carácter combativo lo que hace que lo comenzó siendo una herramienta de diálogo reflexivo se convierta gradualmente en un arma polémica y dialéctica ejercida desde cualquier posición (ilustrados contra escolásticos, escolásticos entre sí, ilustrados entre sí) y en cualquier ámbito del pensamiento y de la acción individual y social.

                A pesar del breve espacio del que disponemos, si parece conveniente, sin embargo, realizar, aunque sea de forma esquemática, algunas precisiones en torno al concepto de la crítica, la figura del crítico y las características principales.

                2.1. El concepto de la crítica.

                Como advierte Maravall ([16]), el concepto de "crítica" es utilizado en el siglo XVIII, al menos, en un triple sentido:
  1.  Como juicio sobre el gusto literario, o la adecuación de una obra con los cánones establecidos o la discusión sobre los mismos cánones y, en general, sobre la función misma del arte, el teatro o la poesía ([17]).
  2. Como procedimiento metodológico del análisis documental e histórico que nos permita interpretar tradiciones, textos, acontecimientos o doctrinas en el genuino contexto y significado en que fueron expuestos u ocurrieron, sin interpretaciones interesadas o aberrantes.  No es casual que sea el siglo XVIII el inicio de las llamadas "Historias críticas".
  3. Como aplicación del tribunal de la razón a los acontecimientos, doctrinas, costumbres o usos sociales de la época presente para un mayor saneamiento y racionalidad armónica de la convivencia cotidiana ([18])

                En estos tres sentidos desea ejercitar su crítica El Censor: como representativas de la primera interpretación podrían señalarse las referencias sobre la sencillez y claridad como criterios estéticos (Disc. XCVII), al crítica al abuso de determinadas palabras (Disc. LXXIV), la crítica al Barroco (Disc. LIII), al teatro de Calderón (Discs. LIII, LXV, LXXIX, CXXXV), a la exagerada erudición (Discs. XVIII, XXVI), al estilo hagiográfico (Disc. XXXIV), o al estilo indecoroso o ridículo de la poesía religiosa (Discs. LXXXIV, LXXXV).

                Ejemplos de la segunda interpretación podrían ser sus múltiples críticas a las predicaciones y proclamación de milagros insuficientemente probados (Discs. XXIV).  Entre ellos, cabría destacar, por la polémica provocada, el Discurso CXLVI, en el que se critica la obra del P. Bozal Epítome de la vida de San Francisco, repleta de narraciones de milagros exagerados y casi blasfemos.  Con tal motivo comienza un largo debate en torno al valor y posibilidad de los milagros (Discs. CXLVII, CLI, CLIII).  El Discurso LXXXIX supone también una dura crítica a supuestos acontecimientos e in tervenciones fabulosas, que legitimarían fundaciones y órdenes religiosas.  Solicita el Censor la restitución de las perdidasescrituras acreditativas de tales fenómenos.

                No parece necesario decir que, a la tercera interpretación, pueden adscribirse la mayoría de los discursos publicados.

                2.2. La figura del crítico.

                El Censor se presenta ante su público en el primer discurso como alguien en quien contrasta un aspecto físico normal con un carácter "bastantemente extraño", dotado de una razón "tan sumamente delicada" que son muy pocas las cosas que merecen su total aprobación y "un genio tan vivo y arisco" que no soporta aquellas cosas que no logran su aprobación.  Reconoce que, desde pequeño, se ha opuesto a las narraciones acríticas, a las atribuciones supersticiosas, a las vanas opiniones, al espíritu de escuela, a la sumisión casi idolátrica a la autoridad de Aristóteles, formando, por su cuenta, sus propias opiniones, sin poder soportar el más pequeño extravío de la regla y del orden, las expresiones inexactas, los razonamientos débiles, las comparaciones injustas, las comedias de la época, el mal gusto del peinado de una dama y "la portada de San Sebastián" de Atocha.  Reconoce que tales prendas le harían insufrible si la "naturaleza no hubiera templado este humor acre y tétrico con la mezcla de /.../ un humor algo bufón y jocoso".

                Presentado así su carácter, compara su tarea, más adelante, con motivo de su tercera salida, con la de un Quijote filosófico "enamorado de su castísima Dulcinea, a quien llama "la verdad" ( Disc. LXVIII).

                Frente a esta figura quijotesca dibuja el Censor la contraria, como otro retrato en negativo de sus verdaderos intereses e ideales:  se presenta en el Discurso LX a figura del "Autophilo", que jamás se interesa por el bien de los hombres en general, ni por el de ninguno en particular, nunca se opone a ninguna costumbre antigua por más que sea infame o escandalosa, respetuoso con la superstición, patrono de la holgazanería, el error y la ignorancia, siempre a favor de los poderosos, que se jacta de limosnero para ganar fama de caritativo y eterno aspirante a las altas dignidades.

                2.3.  Funciones y características de la crítica

                La crítica del siglo XVIII, de cualquier modo, se nos presenta, a pesar de los momentos de tensión por los que pueda pasar en ciertas ocasiones, como una posición subordinada.  Se trata de un procedimiento encaminado a la construcción y difusión de un proyecto, más que a la pura y simple destrucción de lo existente.

                Por ello y aunque sea de forma provisional, parece conveniente reflexionar sobre las posibles características, capaces de delimitar y definir esta crítica dieciochesca.  En tal sentido, podríamos decir que se trata de una crítica normativa, terapéutica, patriótica, dialogante y autolimitada. Explicaremos, a continuación, con la brevedad que se nos impone, el contenido de tales rasgos.

                Decimos que es normativa porque no responde a impulsos primarios, ni a estimulos de la estricta voluntad, sino que se presenta como el mejor tributo a una norma suprema, superior a los caprichos o las intenciones e intereses de grupos concretos en dependencia directa con los designios supremos de la naturaleza y la razón. Es una crítica que se impone desde la indiscutibilidad de la verdad en cuanto se presenta a una recta razón desprovista de prejuicios e intereses.  Está al servicio exclusivo de la verdad.  A ella sola se entrega como Don Quijote a Dulcinea.  Este es el tribunal cuyos dictados acepta sin réplica.  La crítica se presenta entonces como una actitud positiva, comprometida y creadora, que pretende y se esfuerza en el triunfo definitivo de la verdad y la razón en un mundo todavía dominado por las sombras de la ignorancia y la superstición.  Es el resultado de unas ciertas aversiones (a la superstición, la ignorancia y la dominación, la inmoralidad y el mal gusto), pero también a unas ciertas adhesiones (el amor a lo recto, lo ordenado, lo conforme a la razón y la admiración por la generosidad, la fidelidad, la gratitud y el amor filial, conyugal o patriótico)  ([19]).  No se trata de una empresa que pueda improvisarse, sino que exige una preparación rigurosa y aparecer bien equipado en el campo de batalla.  El Censor reconoce, en el Discurso I, que ha templado sus armas en el estudio de las matemáticas (ciencias que no acuden al principio de autoridad, sino al de la razón, y con cuya aplicación espera adelantar en el conocimiento eficaz del resto de la naturaleza), en la lectura de toda clase de autores antiguos y modernos, en el estudio de las lenguas, en el análisis de la historia de todos los tiempos y países y, sobre todo, en la rigurosa atención a las cuestiones morales.  Estos, y no otros son los criterios definitivos que guiarán  cualquier juicio crítico acertado.

                Con todo ello se pretende atajar los males presentes, luchar contra el error y contra aquellos que, ineresadamente, lo defienden (Disc. CXI) para conseguir que España salga del enflaquecimiento en que se encuentra.  Esto es lo que pretendemos decir al atribuir a la crítica las características de terapéutica y patriótica.   En alguna ocasión, como ocurre en el discurso CXXXVIII, considera su labor semejante a la de "un Médico, que llamado en una apoplejía ve al doliente insensible a los cáusticos y sajaduras que le manda aplicar" y, por esta misma razon, considera la oposición y réplicas a su tarea "como gritos de un enfermo, que al paso que manifiestasn el dolor que le causan las operaciones que se le hacen para su curación, son una prueba de que volvió ya de su letargo, y la esperanza más segura de que producirán el efecto deseado"..  Por ello, también, se consirea que la tarea crítica asumida es irrenunciable" pues al modo que la enfermedad, cuyos síntomas se han desvanecido, suele repetir con mayor violencia, cuando el médico dexa al enfermo, no bien asegurada todavía la cura, así también renacerían los desórdenes, que por entonces parecían suprimidos y cundirían con mayor ímpetu que antes" (Disc. XLVIII, 207)

                La crítica ilustrada se convierte, por primera vez, en la forma más eficaz de patriotismo.  El Censor está profundamente interesado en distinguir el falso patriotismo de la lisonja, del mantenimiento culpable de la ignorancia y la superstición bajo la apariencia de respeto a las tradiciones pero, en realidad, como forma descarada de mantener privilegios de unos pocos a costa de la miseria de la mayoría.

                Frente a ello, propone el auténtico patriotismo, consistente en la denuncia de los problemas, los errores y defectos y sus causas con el propósito terapéutico, doloroso y saludable de poner los medios para su solución.  Por ello reclama para sí y su actividad crítica la consideración de actividad patriótica irrenunciable ([20]).

                Parece especialmente ilustrativo el discurso CX, en el que, analizando el juicio de Masson sobre España, origen de la polémica ([21]), comienza reconociendo que el espíritu crítico es algo perfectamente arraigado en España, como lo prueba el hecho de haber recibido él mismo muchas cartas denunciando los errores, escritas por puro patriotismo, pues la crítica es el principio del progreso.  Reconoce incluso que, entre nosotros, hay gente con muchas luces pero, sin embargo, no progresa la ilustración por el hecho de que tales luces no circulan libremente debido al interés de unos pocos, que utilizan medios violentos e indignos para mantener la ignorancia, haciéndonos creer que somos suficientemente cultos y que la apertura a otras ideas podría perjudicarnos.  Este, en su opinión es el peor servicio que pueda prestarse a la patria, el más falso patriotismo y, frente a él, el patriotismo de la crítica se presenta como un deber moral inexcusable.

                Insistiendo en tal carácter patriótico, llega a proponerse la crítica como responsabilidad política de los gobernantes:  "Así que todo legislador, que quiera mejorar su pueblo, debe antes de todo ilustrarle: debe no omitir esfuerzo para que llegue a entender sus verdaderos intereses; a sentir lo infeliz de su estado, a comprehender las causas que le conduxeron a él, y a percibir la felicidad a que puede aspirar, y los medios por los cuales puede conseguirla.  Y esto ya se ve no puede ser de otro modo, que multiplicando en la nación los escritos proporcionados a este fin" (Disc. CXXXVII, 620).

                El carácter dialogante de la crítica aparece también, reiteradamente, como fundamental.  El Censor lo ofrece y lo practica, busca la polémica y el contraste de pareceres, seguro de que la razón está de su parte.

                El discurso LXII se dedica a hacer una alabanza de la disputa como el medio más a propósito para alcanzar la verdad.  Después de analizadas sus grandes posibilidades se pregunta por qué no ha propiciado este método mayores progresos entre nosotros, tan acostumbrados como estamos a las disputas académicas.  El mismo responde que la razón hay que buscarla no en el método, sino en la forma en que la escolástica lo ha utilizado discutiendo cosas intranscendentes durante siglos y mostrando mayor interés en confundir al contrario que en alcanzar la verdad.

  Por eso, seguramente, cuando, en los primeros momentos ve que no se desata la polémica siente, según confiesa un notable desaliento: "nada me desanimaba tanto en los primeros tiempos en que publiqué mis Discursos, como el silencio y la indiferencia, con que me parecía recibirlos el Público".  En tal situación reconoce que desesperaba, y daba por perdido todo su trabajo (Disc. CXXXVIII, 622).

                Por todo ello, parece alegrarse cuando cambian las circunstancias y aumentan las críticas: "Los clamores que a poco tiempo se dexaronoír contra mi Obra hicieron revivir mis esperanzas: alentáronlas las persecuciones, que luego se me suscitaron, y los esfuerzos que comenzaron a hacerse para obligarme a callar; y los muchos papeles que de un tiempo a esta parte se publican contra mí las confirman más y más" (disc. CXXXVIII, 622).

                En coherencia con tales convicciones, El Censor da cabida en sus discursos a las críticas a su labor aún cuando tales críticas se presentan con el más airado de los tonos, como en el caso del Discurso CXI, aprovechado por el Censor para darle, a través de notas al texto, la estructura de un verdadero debate entre el autor y su replicante "el Monitor Fraternal".  Igualmente aparecen, cada vez con más frecuencia referencias de apoyo o ataque a lo afirmado en discursos anteriores.

                Igualmente, en los discursos en que se establece una crítica más feroz a los fundamentos y legitimidad de los privilegios de la nobleza, se adopta una estructura de debate entre la nobleza y los trabajadores de los llamados "oficios viles" o entre burgueses y nobles (discs.CLXVII, CLXIII)

                El último aspecto de esta crítica al que deseo hacer referencia, como característica distintiva el al de su carácter de crítica autolimitada.  No se trata de una crítica corrosiva, irreverente, demoledora y cruel, como a veces se quiere hacer referencia con el vocablo de "crítica volteriana".  Lejos de ello, sería más justo decir que se trata de una crítica sometida por el autor a un severo proceso de autocensura, para no decir más de lo que debe, no excederse en los ataques, ni  traspasar los límites que aconseja la prudencia. 

                El autor reconoce que los discursos y censuras que publica son el resultado de una larga tarea de depuración: "Luego, pues, que noto una cosa digna de censura, echo a correr y me vengo a casa, haciendo con la mano en la boca los mayores esfuerzos para contenerme mientras no llego a ella.  Allí lo primero que hago es desahogarme del todo, y escribir sin reserva cuanto se me ofrece en el asunto que me ocupa.  Después a sangre fría voy retocando poco a poco: suavizo lo que pueda ser demasiadamente acre y abstrayendo de los sujetos que me han dado el asunto, y borrándolos enteramente de mi memoria, doy a mis censuras y sátiras toda la generalidad que se requiere para que a nadie hieran en particular.  Con esta precauciones juzgo que no tendrá inconveniente su publicación. la cual además del desahogo que dará a mi humor bilioso, me persuado a que podrá ser de alguna utilidad al público" (Disc. I, 16).

                Se trata, pues de una crítica autolimitada en los temas, en los objetos y en el tono..  En lo tocante a los temas, se reconoce una y otra vez que el objeto sería el ataque de todos aquellos males que parecen impedir el progreso de la patria  y la difusión  de los bienes de la cultura, la riqueza, la moralidad y la felicidad entre los individuos. De este amplio panorama nada queda excluido "siempre que no me lo prohibiese la decencia, la Religión, o la política" (Disc. I, 15).  De cualquier modo, reconoce que esa "máxima general y vaga de que hay verdades que no se pueden decir" no es otra cosa que "la primera ley del Código del Reyno del Engaño y la Mentira", "una máxima diabólica, propia solo para paliar y sostener todo error de alguna importancia; porque jamás estas verdades que no se pueden decir, serán otras que a las que  cada uno en particular nos acomode que se callen, por mucho que importe a los demás su conocimiento.  Ahora, si lo que se quiere dar a entender es que no se pueden decir, porque el que las diga cargará seguramente con todos los mle anexos en este mundo al amor y a la defensa de la verdad; eso es otra cosa; hasta aquí ya estamos" (Disc CXX, 540).

                En descargo de su propia conciencia El Censor confiesa que "nada he escrito a que no precediese un examen tan detenido como el asunto lo pedía y las circunstancias y mi poco o mucho talento me lo permitían; nada que no fuese con la más sana intención; nada en que el deseo del bien de mis conciudadanos no fuese el móvil único de mi pluma" (Disc. CXXXVIII, 622)

                La limitación en los objetos viene determinada por la misma finalidad pedagógica y terapéutica de la críitica ilustrada. Uno de lso discursos en lo que mejor se refleja la intención del Censor es el CXXXVII, en el que el autor dice que desea entregar ciertos materiales para que un cierto cura pueda redactar por sí mismo, el prólogo que le pide para poder encuadernar EL CENSOR.  En este discurso se "lisonja de haber combatido "no vicios ratero, ni defectos veniales y flaquezas inseparables de la condición humana, de aquellas que son comunes a todas las edades y países; sino vicios particulares a nuestra nación y a nuestra era: errores capitales e importantísimos, de los cuales como de principios fecundísimos nacen otros infinitos y que son el origen de nuestras miserias".

                Ciertamente, en el código de honor de un verdadero crítico está la del excluir toda descalificación personal, como ocurre con frecuencia, las pullas groseras, el ataque personal (Disc CXXXVIII, 623).  Este fue el propósito adquirido al salir al público: poner todo el cuidado para no herir a nadie en particular y censurar los vicios, respetando a las personas (Disc. I, 16). 

                Tan difícil parecía este propósito que en la carta remitida por el misterioso Conde de las Claras (Disc. CVIII) se permite preguntar si tendrá alguna utilidad atacar al vicio, pero no a los viciosos porque "¿Quién es ese caballero Vicio que ha de sentir sus heridas sin que las sienta el que los tiene?... ¿quién es el vicio distinto de los viciosos? ¿y cómo se podrá perseguir y herir a aquel, sin perseguir y herir a estos? Desengañémonos, Señor mío, que o la sátira no es sátira o a de herir a alguna o a muchas personas de carne y hueso" (Disc CVIII, 476).

                Por último, un esfuerzo notable de autlimitación, el el intento de dulcificación de la crítica a través de la ironía y la sátira a la que se concede un inusitado poder ([22]), aunque también se patentizan sus limitaciones en el sentido de que puede parecer un cuento que se aplica a otras personase, incluso podría tomarse como defensa de aquello que se intenta atacar, como se queja en una carta del discurso CXXXIX el autor de una narración irónica escrita por él mismo y publicada en el Discurso CXXVIII y que, según sus manifestaciones ha sido entendida totalmente al contrario, por lo que promete y exige al Censor que abandone la ironía no siendo que sea interpretada como defensa de aquello que intenta atacar.

 Sin embargo, es cierto que, a pesar de todas estas autolimitaciones, la actividad crítica, a pesar de su utilidad para desterrar errores y reformar costumbres e instituciones encontró entonces (y posiblemente siempre) tan serias dificultades como confiesa El Censor:
"Si para todo esto se necesita algún ingenio, una no vulgar instrucción, y mucha laboriosidad; también se necesita una firmeza de alma poco común, y un fondo de patriotismo inagotable para atreverse a decir a la propia nación, y viviendo en su seno, verdades amargas, que ninguno de sus escritores ha osado manifestarla: para incurrir en el odio y execración de un gran número de conciudadanos poderosos, a quienes es fuerza que ofenda particularmente la manifestación de unos errores favorables a sus intereses; para exponerse en fin a los mayores peligros que pueden imaginarse y sacrificar todas las esperanzas, todas las comodidades de la vida al deseo de hacer feliz a su patria...Esta idea me llena y me embriaga de tal suerte, que considerando a veces la magnitud de mi empresa, me igualo acá en mi interior solo por el hecho de haberla acometido a los mismísimos Decios y a los mayores héroes que nos ofrece la historia.  Y esto con tanta más razón a mi parecer, cuanto no me anima como a ellos la esperanza de la gloria póstuma; pues que nuestros venideros no podrán formar jamás una idea bien cabal del poderoso partido que tiene el error, ni por consiguiente del tamaño de los peligros de los peligros que he arrostrado para combatirle.

                Indudablemente, y aunque solo fuera por esto, bien merece EL CENSOR estas páginas y otras muchas que pudieran dedicársele


NOTAS


[1].  Pueden consultarse los estudios clásicos de AGUILAR PIÑAL, F., La prensa española en el siglo XVIII. Diarios, revistas y pronósticos, Madrid, CSIC, 1978; ALBORG, J.L., Historia de la Literatura española, Madrid, Gredos, 1966-1980, tomo III;  CASO GONZALEZ, J.M. "El Censor, ¿Periódico de Carlos III", en  El Censor, Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios del siglo XVIII, 1989, edición facsímil;  ENCISO, L.M.,  Nipho y el periodismo español del siglo XVIII, Valladolid, 1956; ENCISO, L.M., "La prensa y la opinión pública", en MENENDEZ PIDAL, R. (Dtor) Historia de España, Madrid, Espasa Calpe,  1987, Tomo XXXI, vol 1; GARCIA-PANDAVENES, E. "Prólogo", en El Censor (1781-1787), Barcelona, Labor, 1972; GUINARD, P.J. La presseespagnole de 1737 à 1791. Formation et significationd'ungenre, París, Centre RecherchesHispaniques, 1973; LABRADOR, C. y PABLOS, J.C. de, La educación en los papeles periódicos de la Ilustración española, Madrid, Ministerio de Educación y Ciencia, 1989; SAIZ, M.D., Historia del periodismo en España. I. Los orígenes. El siglo XVIII, Madrid, Alianza Editorial, 1983.

[2]. Esta idea aparece claramente expresada en El Censor: "nada sirve que haya en un Estado algunos pocos hombres ilustrados, si las luces son poco generales; porque no pudiendo ser conocida en este caso la solidez de sus dictámenes apenas es dable que estos sean adoptados.  Pero para extender las luces nada es más a propósito que una obra de la especie de la mía"El Censor, Oviedo, IFES XVIII, 1989, Edición facsímil, Discurso CXXXVII, pg 619.  En adelante citaremos siempre por esta edición, haciendo referencia en el texto, entre paréntesis, al número del discurso en números romanos, seguido del número de la página de la edición facsimilar, en arábigos. Por ejemplo (Disc. CXXXVII, 619)

[3].. El profesor Caso presenta las pruebas de este apoyo director de Carlos III y llega, incluso, a insinuar que era el mismo Carlos III quien estaba detrás de dicha publicación. Ver CASO GONZALEZ, J.M. "El Censor, ¿Periódico de Carlos III", en  El Censor, Oviedo, Instituto Feijoo de Estudios del siglo XVIII, 1989, edición facsímil. pgs. 775-799.

[4] CASO GONZALEZ, J.M., "El Censor, ¿periódico...", pgs. 786-787.

[5]. GARCIA-PANDAVANES, E. "Prólogo" en El Censor (1781-1787), Barcelona, Labor 1972, pg. 30: "Aun cuando hubiera un cierto grupo de colaboradores, no es dudoso que los editores responsables escribieron la mayor parte de los discursos, y parece indudable que de los dos el más activo es Cañuelo"

[6] SEMPERE Y GUARINOS, J. Ensayo de una biblioteca española de los mejores escritores del reinado de Carlos III, Madrid,  Imprenta Real, 178Tomo II, pg. 131. Al escribir sobre Cañuedo, escribe: "Se dice que es uno de los dos autores de la obra periódica intitulada el Censor, y que empezó a salir en 1781.  Comentando esta cita, sin embargo, Caso interpreta: "Ese "se dice" resulta extraño en un escritor que ha pedido información a los autores que incluye en su Biblioteca, todos o la mayor parte vivos entonces. Cañuelo vive en Madrid, y Sempere tiene que conocerle. Si no se atreve a afirmar taxativamente que es uno de los autores, habrá algún motivo" CASO GONZALEZ, J.M., "El Censor, ¿periódico...", pg. 788.

[7]. HERR, R., España y la Revolución del siglo XVIII, Madrid, Aguilar, 1988, pg 155.

[8]. CASO GONZALEZ, J.M., "El Censor, ¿periódico...", pgs. 790-799

[9]. RUIZ TORRES, P. La Epoca de la Razón, en  FONTANA, J. (Dtor), Historia Universal Planeta, Barcelona, Planeta, , 1993, Vol 9, pg. 89.

[10], CASO GONZALEZ, J.M., "El Censor, ¿periódico...", pg. 799.

[11].  Sería difícil encontrar mejor argumentación que la que nos ofrece el mismo Censor (Disc. CXXXVII, pgs. 619-620): hablando de la utilidad de una obra como la suya lo justifica con las siguientes razones: el poco coste de cada papel, el poco tiempo que exige su lectura y que hace que "pasando con rapidez de mano en mano, un solo exemplar haga el oficio de muchos", la variedad de los asuntos que se tratan "los hacen propios para todos genios e inclinaciones, excita la curiosidad  y tal vez la afición hacia materias que miraba con indiferencia, suelen ser leídos en tertulias y corros numerosos, con lo que se provocan conversaciones, reflexiones y disputas.

[12]. En este punto puede verse el apartado titulado "libros, lectores y opinión pública", en RUIZ TORRES, P. La Epoca de la Razón, en  FONTANA, J. (Dtor), Historia Universal Planeta, Barcelona, Planeta, , 1993, Vol 9, pgs. 96-104, cuya argumentación se comparte y se sigue aquí.  Igualmente, trata esta cuestión con rigor ENCISO, L.M., "La prensa y la opinión pública", en MENENDEZ PIDAL, R. (Dtor) Historia de España, Madrid, Espasa Calpe,  1987, Tomo XXXI, vol 1, pgs. 59-128.

[13]. FLECHA ANDRES, F. Antropología y Educación en el pensamiento y la obra de Jovellanos, León, Servicio de Publicaciones de la Universidad de León, 1990

[14]. José Luis Abellán parece identificar también Ilustración y espíritu crítico cuando, al hablar de Mayans y Siscar y considerarle como el punto de partida de las actitudes ilustradas y críticas, dice: "Recordemos que crítica e ilustración van siempre y necesariamente unidas, pues el ejercicio de la razón es ya en sí mismo crítica, y esta resulta imprescindible para poder edificar después en un sentido renovador", ABELLAN, J.L., Historia crítica del pensamiento español, Madrid, Espasa Calpe, 1981, tomo 3, pg. 418; Esta misma idea la encontramos también en Mª AngelesGalino: "La empresa por excelencia del siglo XVIII fue una empresa crítica.  Se pretendió citar a juicio el pasado entero, y el gusto del tiempo exigía que una buena obra fuera fundamentalmente crítica", GALINO, M.A., Tres hombres y un problema. Feijoo, Sarmiento y Jovellanos ante la educación moderna, Madrid, CSIC, 1953, pg. 27. Iguales calificaciones pueden verse en MARAVALL, J.A." El espíritu de crítica y el pensamiento social de Feijoo", en Cuadernos Hispanoamericanos, 318, Madrid, diciembre, 1976, pgs. 1-30 (Recogido en MARAVALL, J.A.,  Estudios de la Historia del Pensamiento Español. Siglo XVIII, Madrid, Mondadori, 1991, pgs 190-212:"Los mismos que vivieron la experiencia ilusionada y contradictoria del siglo XVIII, los mismos que contribuyeron a darle la fisonomía que en una Historia de la mentalidad europea ofrece, bautizaron a la época de "siglo de la razón" y de "siglo de las Luces".  Tal vez ninguna manera de llamarla se le acomode tan justamente como la de "siglo de la crítica"

[15]. CHATELET, F., Historia de la Filosofía, Madrid, Espasa Calpe, 1976, tomo II "prefacio", pg 211.

[16]. MARAVALL, J.A.,  Estudios de la Historia del Pensamiento Español. Siglo XVIII, Madrid, Mondadori, 1991, pg. 190.

[17]. Este parece el sentido atribuido por Inmaculada Urzainqui cuando, hablando de la crítica dieciochista a la obra de Calderón, puntualiza que toda la crítica neoclásica "es esencialmente normativa, es decir, aspira a discernir, desde sus propias bases doctrinales, vicios y virtudes, errores y bellezas, elementos dignos de elogio o de condena" URZAINQUI, I. De nuevo sobre Calderón en la crítica española del siglo XVIII, Oviedo, Cátedra Feijoo, Anejos del BOCES XVIII, 2, 1984, pg. 13

[18]. Estos tres sentidos se recogen, si bien de forma un poco confusa en la voz "Crítica" del Diccionario Filosófico de Voltaire: "No pretendo hablar de esa crítica de escoliastas que restablece mas una frase de un autor antiguo que antes se entendía bien. Tampoco aludiré a esas auténticas críticas que han puesto en claro todo cuanto han podido la historia y la filosofía de la antigüedad.  Me refiero a las críticas que tienden a la sátira", VOLTAIRE, Diccionario Filosófico, Barcelona, Daimon, 1976, Tomo II, pg. 133.

[19]. Discurso LIII, pgs.226-229

[20]. Sobre la dimensión patriótica de la crítica tratan los Discursos CX, CXX, CXXIX, CLIV, CLVII, CLX

[21]. La polémica, como se sabe, surgió  cuando Nicolás Masson de Morvilliers, en el artículo dedicado a España en la GéographieModernese pregunta: "¿qué se debe a España? Desde hace dos siglos, desde hace cuatro, desde hace seis ¿qué ha hecho por Europa?" (GéographieModerne, París 1782, tomo I pgs. 554-568) En torno a esta pregunta se levantó una enorme polémica de críticos y apologistas, en la que intervino muy activamente El Censor.  En esta polémica tanto los críticos como los apologistas reclamaban para sí la condición de patriotas y consideraban que, desde el campo contario, se estaban propiciando enormes males a la patria.

[22] "Yo estoy en que cuando un error no ha podido ser desterrado a fuerza de demostraciones y de invectivas, el único arbitrio que queda es hacerle ridículo" (Disc.CXL, 629). A la defensa de la Sátira como instrumento de modificación de las conductas y de la corrección de errores se dedican los discursos VIII, CVIII