lunes, 18 de marzo de 2013

Hoy voy a hablar del cuento



HOY VOY A HABLAR DEL CUENTO
Sólo del literario, de momento
Francisco Flecha

Por empezar por el principio, como suele ser habitual, debería hacer públicos dos sentimientos, dominantes en estos momentos:
1.       Agradecimiento a quien me ha invitado a hablar.   Cosa extremadamente meritoria y arriesgada donde las haya porque, que yo sepa, es la primera vez que se invita a alguien a hablar de su obra cuando apenas tiene obra.  A no ser que lo que se haya pretendido es que alguien venga a hablar del cuento.  Y aquí sí.  Debo reconocer que han acertado de lleno.  Lo digo sin rubor y sin orgullo.  Pero, es cierto, lo que me sobra es cuento.

2.       Un sentimiento de extrema osadía.  Que sólo he sido capaz de superar echando mano de otro bien patrimonial que tenemos los que hacemos público aquello que escribimos: la enorme VANIDAD.    Y digo osadía, por dos razones:

a.       Porque en esto de la literatura soy un aficionado.  Que no digo yo que no sea escritor (que lo soy desde la escuela): soy escritor, lector, hablador, comedor, bebedor…  Pero, vamos, lo que quiero decir es que en nada de eso soy profesional.  O sea, que no vivo de ello.  Que no me suelen pagar por escribir, por leer, por hablar, por comer o por beber.  Son cosas que suelo hacer por gusto.
Pero bueno, es que, a veces, pienso que esto del cuento es lo que pide.  El cuento nació para ser contado.  En la cocina, a los amigos, en momentos de ocio y desahogo.   Como el chiste o la poesía.

El cuento  (del cuento popular les hablo ahora) es, más bien, una actividad, de ciegos, de locos, de mendigos, de bohemios, de gente que va por los caminos.

Como fue el caso de Lorenzón, el mediapicha:

Lorenzón, pobre de oficio.

Lorenzón,  por mal nombre el mediapicha, asturiano de una pieza, vaquero en Cabañaquinta, sin más bienes que lo puesto y un cuarterón de tabaco, harto de andar por las brañas, se echó a los caminos de Dios a ejercer el viejo oficio de pobre, que es oficio de buen apaño y poco riesgo si tienes la precaución de hacerlo lejos del pueblo.  Oficio que  apenas pide herramienta o aparejos: dar recao si te lo piden, ser modoso con la gente, huir de los sacristanes, ser tonto si te lo llaman y azorrao si te conviene.
Con esto, que no es para tanto, aseguras la noche por los pajares, una escudilla de sopas y hasta vino por san Roque.
Pero en esto está el oficio: en lograrlo sin parecer que lo pides.
Que, al principio, Lorenzón llegó una noche de febrero a Redipuertas y un alma como Dios manda, por quitarle de la helada, le ofreció, caritativa:
-Pasa aquí pa’ la cocina y nos cuentas algo mientras cenamos.
Eran doce a la mesa, atacando las patatas con costilla con la prisa que da el hambre y la escasez de la comida.
Y Lorenzón, en un rincón, ajeno a la ceremonia, como si ya hubiese cenado.
-Y ¿qué hay por Asturias, Lorenzo?
-Pues nada. Qué ha de haber.  Lo de siempre. Telares y desconciertos.
-Cuenta, cuenta, Lorenzón, hombre y no te achiques.
-Pues nada, ya vos digo.  Allá en el Puerto que la gocha de Antolín ha parido trece crías.
-Y eso ¿qué tiene de malo?
-Pues según como se mire.  Que como la gocha sólo tiene doce tetas, viene a pasar lo que está pasando aquí: que mientras doce comen tan orondos a otro le toca mirar.


b.      Y resulta una osadía por la misma dificultad que tiene hablar del cuento.  Esta dificultad proviene, a su vez de otras cuantas consideraciones:

·         Porque son muchos los nombres con los que se encuentra en íntima relación y con los cuales, incluso, se confunde (relato, cuento, microrrelato, novela corta…)
·         Porque  la consideración de su valor es cambiante:
o   Se considera, a veces como un “género menor”: son “cositas” que tienen el peligro de caer en el chascarrillo, en el costumbrismo o en el experimentalismo vacío.  Y, además, tienen poca salida de venta.   Cuenta José María Merino que,  estando firmando ejemplares de uno de sus libros de cuentos,  se le acercó una señora para preguntarle si era una novela.  Al enterarse de que se trataba de un libro de cuentos dijo que no le interesaba porque “es que los cuentos se acaban muy pronto”.
o   Otras veces se produce una glorificación retórica y un poco falsa ya que, por un lado parece defenderse que se trata de un género muy difícil ya que se trata de condensar en pocas palabras una historia sin que pierda nada de su fuerza;  pero, en el fondo, lo que se valora (y se paga) es una novela como dios manda
·         Porque se incluye a los cuentos dentro del cajón genérico de la narrativa y, en este sentido, se impone siempre la comparación con la novela.  Pero, claro, podríamos preguntarnos ¿dónde está la frontera entre un cuento largo y una novela corta?  Deberíamos decir que la cuestión diferencial no es tanto la longitud  (De ser así no es raro que se considere como un cuento extraordinario el que sólo consta de una palabra.  Pereira, el maestro Pereira, criticaba, con su sorna de siempre,  un cuento que dijera “Entró en el pajar y se pinchó con la aguja”)

La mejor comparación, creo, está entre una fotografía y una película.  Las dos tienen que contar algo y, si es posible, producir algún tipo de emoción.  Pero existe diferencias entre ellas:  la fuerza de la película está en lo bien contada que esté la historia; la fuerza de la fotografía está en la capacidad de sugerencia que tiene.  Ninguna es superior a la otra.  (Aunque es más fácil que te salga una buena fotografía "por casualidad” que una buena película “por casualidad”.

De lo dicho se deduce (o quiero deducir) que el cuento está más cerca de la poesía que de la novela.  Por no ir muy lejos, debería decir que la gente de la que creo haber aprendido algo de esto: Antonio Pereira, José María Merino, Luis Mateo Diez, Julio Llamazares, Fernando Quiñones llegaron al cuento desde la poesía.
De la poesía, el cuento ha heredado:

  • ·         El gusto por el sabor de las palabras
  • ·         La expresión contenida del sentimiento
  • ·         La capacidad de sugerencia
  • ·         El ritmo sostenido

·         Una cierta tendencia al “estribillo” o a la circularidad narrativa
Y, por último, la búsqueda de la complicidad de quien escucha.  Aunque, a veces, no se consiga.  Entonces el cuento no funciona, no lo dudes.   Que algo de eso está en Pereira:

LENTA ES LA LUZ DEL AMANECER EN LOS AEROPUERTOS PROHIBIDOS
Antonio Pereira

    Una vez estaba Pepín Ramos el poeta inspirado en la taberna que llaman el Senado, sentado a la mesa tosca, haciendo su papel de poeta inspirado. Todos lo respetamos mucho en sus esperas de la voz misteriosa, aunque nunca se le haya visto una página terminada. Vino un parroquiano de la taberna con la alegría lúcida de los primeros vasos, y fisgó el renglón que campeaba en la hoja.
Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos.
El verso hermoso, todavía único, con que iba a arrancar el poema.
    El parroquiano suspiró:
    -Es un buen empiece, Pepín. Pero ahora qué.



Y algo de esto he querido decir, o me parece, yo mismo, en lo que sigue:

PROVERBIO ÁRABE

Así empezaba cada mañana, como quien recita una plegaria, con la voz reposaba de quien ha vivido cien vidas sucesivas desde el principio de los tiempos:
- Detente forastero. Escucha las historias que trae el viento. Deja que te cuente un cuento...
El viejo contador de historias del mercado de Rabat era consciente de la verdad que se esconde en el antiguo proverbio de su tierra:
"Cada palabra encierra una historia"
Y fiel a las costumbres narrativas del pasado iba desgranando, lentamente, en el mercado, las palabras y dejando que escaparan tras de ellas las historias que encerraban.

Decía "aldaba" y el mundo se llenaba de sonidos de puertas entornadas en las callejas en sombra de la kasbah.

Decía "bazar" y surgían, de la nada, las idas y venidas de una gente con andar remolón y perezoso, los olores de las cosas (el incienso, los cueros, las especias...), el eterno regateo, los gritos de la plaza.

Decía "babucha" y podías ver entre la gente al mismo Tartarín, vestido con chilaba, arrastrando las babuchas, mientras espera, ansioso, la soñada cacería de los leones del Atlas.

Le escuchó, envidioso, el joven lingüista de Pamplona y quiso repetir, en su país, en su lengua y para pasmo de los suyos, la proeza milagrosa del viejo hakawati.

Y dijo "almohada"..., "esguince"..., "pedanía"..., "insurrección"..., "mecanismo"..., "desconcierto"..., "parachoques"..., "encomienda" y "lavativa".

Y no ocurrió nada. Ni un cuento solo, ni una historia.

Solamente, al final, y después de gran esfuerzo consiguió repetir, letra por letra, el diccionario de su lengua.

Y es que, a veces, compañero, el cuento sólo nace cuando lo escriben a medias quien lo escucha y quien lo cuenta.


 
Lo que no termina de gustarme en todo esto es que parece que escribir cuentos es una cuestión de pura técnica.  Que pueden escribirse teniendo unas simples mañas.
Hay libritos de cómo hacer fotografías (“Curso de fotografía en 10 lecciones”); pero no conozco ninguno que se titule “Curso de director de cine en 10 lecciones”.
Pues en el cuento pasa lo mismo: Hay cantidad de “decálogos del cuentista” o de propuestas del estilo de “haga usted un cuento en 100 palabras”, o “haga usted un cuento en el que aparezca un gato, una chica en bicicleta y 50 guardias a caballo”.
Manteniendo la frontal  oposición a los decálogos, salvaría (como el bachiller y el cura en el corral de don Quijote) el de Pereira, por la especial retranca y porque, como siempre, viene a hablarnos de sí mismo.
Me recuerda un poco a aquella anécdota que se cuenta de otro don Antonio (el González del Ama) que cuando algún seminarista le pedía ilustración sobre las normas para hacer un buen sermón, le contestaba:

Para hacer un buen sermón son necesarias cuatro cosas:
1.       Tener algo que decir
2.       Subir al púlpito
3.       Decirlo
4.       Bajar


Pues  así es el decálogo de Pereira:
1.       Lo primero, es tener una historia.  Sin eso, nada.
2.       Hay que profundizar en ella, que no se quede en anécdota, chascarrillo, ocurrencia.
3.       Extender la historia, mientras no peligre el sagrado efecto único (Poe).  Se puede nutrir la historia, pero no inflarla.
4.       Cuidar el comienzo, entrando rápido en el tema.  El final sabe cuidarse solo.
5.       Que siempre haya expectativa. ¡Algo va a ocurrir!
6.       Si dudas entre dos palabras, elige la más clara.  Si hay empate, quédate con la menos prestigiosa.
7.       Explotar la voz imaginada del narrador.  Un cuento es la ficción de una voz.
8.       El narrador no lo sabe todo, conviene fingir dudas, a lo Cunqueiro: “Pidió una de las famosas sopas hanseáticas, una sopa de nueces, por ejemplo, o el rabo de buey”.
9.       El novelista puede ser altanero.  El cuentista debe ser cordial y amistoso.
10.   Debe serlo incluso cuando escribe prólogos
(O da una charla, diría yo)

Pues yo, que todo lo que sé de escribir cuentos lo he aprendido de Pereira (y pido a dios que se me note), he escrito algunos tomando como base el Quinto Mandamiento (“algo va a ocurrir”).  Incluso, el primero de ellos (“Ico el campanero”) lo celebró mucho don Antonio, precisamente por esto (y por cumplir, creo yo, como hacía siempre,  el noveno mandamiento de sus Tablas de la Ley “El cuentista debe ser cordial y amistoso”).
Vayan dos ejemplos de la cosa:

Ico, el campanero

Haría, por lo menos, treinta años que el reloj de la torre alta de la Catedral había dejado de sonar. O, tal vez, más. ¡Yo qué sé!, si raras veces la medida del tiempo acierta a cruzar el límite incierto de nuestros propios recuerdos.
Alguien dijo que Ico, el campanero, había metido una tranca entre sus ruedas y se habían saltado algunos dientes.
No llegó nunca a saberse la verdad, pero tampoco es que nadie pusiera demasiado interés en averiguarlo.
Desde hacía mucho tiempo era el viejo campanero el único dueño de la torre de las campanas. Se pasaba el día entero allá arriba con su gorra y aquel guardapolvo de tendero, rechoncho y sonriente, acariciando las campanas: la Froilana, la Gorda, la María y el Esquilón de las horas. Conocía sus mil y cien lenguajes. Les hablaba como a hijas y espantaba a gorrazos a los grajos y vencejos.
Cada tarde, después del toque de las Vísperas asistía asombrado como un niño al vuelo que hacían los grajos en bandada para dormir entre las ramas de los chopos que había al otro lado de la Nava.
Cuando al fin se quedó completamente sordo (por causa, según decían, de la vibración infernal de las campanas que remueve los sesos y te deja atronado, a no ser que te tapes los oídos con una bola de miga de pan remojada en aceite, cosa que el campanero nunca quiso hacer por no perderse aquel retumbar que era para él más sustancial que el latido de las venas), entonces colocaba las puntas de los dedos en la falda misma de las campanas y se le llenaban los ojos de una risa picarona e inocente.
Cuando Ico murió enmudecieron para siempre las campanas.
Del reloj de la torre solo quedó el tablero ennegrecido de la esfera como si fuera un viejo trillo colgado en la pared, como otro topo enigmático y mugriento.
Pero hete aquí que hace ahora cuatro años, por esas cosas del destino, se vinieron a unir los más diversos intereses: a la Escuela Taller Municipal le pareció un buen escaparate tallar y dorar de nuevo la esfera del reloj; a una marca suiza de relojes le ahorró publicidad el ofrecerse a arreglar la maquinaria y el alcalde, cómo no, decidió inventar la tradición, aprovechando todo ello, de recibir al año nuevo comiendo las uvas al ritmo acompasado de las campanas del reloj, recompuesto y montado la última tarde del año.
A las once treinta y cinco, llegaron a la plaza dos furgonetas del Servicio de Parques y Jardines con bolsitas de uvas y garrafas de aguardiente. A las doce menos cuarto, llegó la familia del alcalde y la digna concejala de cultura. A las doce menos cinco, doce mozos con banderas de la tierra. A las doce menos dos, se hizo un silencio majestuoso y espeso como un rito. A las doce cero cuatro, algunos murmullos de impaciencia. A las doce y diecisiete, la enorme decepción de las doscientas personas que habían aguantado a pie firme los primeros rigores de la helada.
Y después, nada. El silencio ensimismado del reloj, Las doscientas bolsitas de uvas aplastadas, la silenciosa y prudente retirada del alcalde y tal vez, según dijeron, la risita picarona e inocente de un hombrecillo rechoncho y sonriente vestido con gorra y guardapolvo de tendero, que alguien quiso ver atisbando detrás de un cuarterón de la ventana de arriba de la casa de Don Paco.




El milagro de los pollos

La ciudad a la que Pedro Trapiello dice que Marga  Merino llamaba “La Capital del Invierno”, aquella a la que Marga dice que Pedrín llamaba “ciudad de sotas, caballos y reyes”, o sea, este viejo León encanecido que habitamos desde antiguo se resistió fieramente a dejarse engatusar por la Modernidad.

Hasta hace apenas nada se parecía mucho más a la ciudad del año mil de don Sánchez Albornoz que a Florencia o a Manhatan.

Desde los cuestos de Trobajo, algunas casas entre chopos rodeando un iglesión desproporcionado entre los prados.

Si hubiera que poner una fecha o un momento para fijar la entrada en lo Moderno, tal vez hubiera que elegir entre alguno de los hitos históricos siguientes:

− Uno: cuando lo que antes llamábamos “el barrio” comenzó a llamarse “el polígono”.
− O dos: cuando dejamos de ir a Madrid al Corte Inglés porque abrieron el de aquí.

Sin embargo, tengo oído que hay quien pone los orígenes en aquel alcalde que sembró de parques y fuentes la ciudad como si en ello le fuera la vida o la bolsa.

Pero, en mi opinión, aquello se integró perfectamente en la cultura tradicional, sin estridencias, hasta convertirse también ello en copla tan popular como la Jota de Boñar:

A la entrada de León
Morano ha puesto una fuente
Para que todos la vean
Al volver de Continente.

Para mí tengo, por tanto, que la Modernidad tuvo en estas tierras un primer atisbo que no por fracasado es menos digno de ser recordado por los siglos.
¡Dios, casi no puedo creer que me haya sido reservado el mérito de inmortalizarlo!

Corría por entonces el año del Señor de 1964. Ya sé que a estas alturas podría parecer intranscendente decir que fue aquel el año en que alguien se empeñó en pasarnos por detrás 25 años de paz o en el que Marcelino le encajó un gol a los rusos que importó más al honor patrio que todas las victorias del Cid Campeador.

En lo que importa a nuestra historia, para que todo encaje en su contexto, convendría decir que fueron tiempos especialmente predispuestos a la cosa de los planes de desarrollo.

Las fuerzas vivas (o que vivían de serlo) decidieron que el futuro de esta ciudad tranquila y seria no pasaba por aumentar el obrerío que, al final enrojecen y hacen ruido, sino por dedicarla a los Congresos.

Y Congreso por congreso, el que nos venía naturalmente al pelo para abrirnos las puertas del futuro era, sin dudarlo lo más mínimo, un magno y devoto Congreso Eucarístico Nacional que nadie podría discutir a esta ciudad que gozaba del raro privilegio de tener permanentemente expuesto el Santísimo Sacramento del altar.

Se hicieron todas las diligencias necesarias, se compuso un himno solemne para tal celebración y se comprometió la presencia de un cardenal de la curia romana y del General superlativo que, por entonces gobernaba.

Pero como suele ocurrir en épocas fecundas, también la iniciativa privada jugaba en el tablero: un joven empresario pensó que el futuro estaba en replantear la hostelería: adiós a las bodeguillas del barrio húmedo, a sus tapas y raciones de sangre y asadurilla. Un local luminoso, con cristaleras hasta el suelo, en medio de la arboleda de un paseo, con terraza alrededor a la sombra de los árboles y una extensa carta de sándwiches y platos combinados.

Se llamaría “El Oasis” y el lugar, el centro de Papalaguinda.

Y por una ocurrencia del destino vinieron a confluir en el espacio y en el tiempo los dos grandes proyectos primigenios.

La clausura del Congreso se realizaría en una Misa solemne de campaña con un altar construido bajo enorme baldaquino en el centro mismo del Paseo de Papalaguinda con sitiales preferentes para el General, su señora y los dieciséis obispos concelebrantes.

Treinta mil fieles se esperaba que acudiesen.

El joven empresario se preparó con el mismo fervor para atender las necesidades de tan nutrida y segura clientela. Treinta mil feligreses podrían consumir seguramente once mil pollos al ast y otro tanto en refrescos o en café.

Y llegó por fin el día.

 Un 10 de Junio soleado y sanjuanero. Un paseo adornado con guirnaldas y altavoces como sólo se había visto en los desfiles militares. Y gente, mucha gente de todas las riberas y montañas. Mucho más que en San Froilán, que ya es decir.
Y después, las emociones de un acto jamás imaginado: El General saludando en su Rolls Royce escoltado por su guardia de moros a caballo, recibidos y subidos bajo palio hasta el estrado, la homilía enardecida del cardenal en un español con acento a la italiana, mismamente como un papa, la ordenación sacerdotal de 20 curas, la apoteosis final del himno del congreso que los fieles entonaban brazo en alto, saludando a la romana.

Y el olor de pollo asado mezclado al del incienso como anunciando un tiempo nuevo.

Y el acto terminó.
 Y estaban ya los pollos preparados.
Y creció el nerviosismo en las terrazas.
 Y los camareros dispuestos a acomodar a la gente sin follones ni atropellos.

Y nada.
 No hubo nada.
Esperaron en balde.
 Los fieles, como siempre, se acomodaron en los bancos del paseo y dieron cuenta, como siempre de las tarteras que traían desde casa.

Dicen que aquella noche el joven empresario la pasó enterrando como pudo once mil pollos al ast recién asados.

Advertencia final del narrador:
Me dolería que pensaran que lo que acabo de contarles es un nuevo chascarrillo inverosímil, un nuevo truco narrativo de mi pasado fantasioso. Una nueva recaída. Nada sería más injusto y traigo para ello el testimonio insobornable de los hechos:

Años más tarde, cuando en el mismo solar se instaló una franquicia del Mc Donald, al excavar para cimientos, los obreros encontraron once mil restos de pollos asados e incorruptos.


Como puede verse, son cosas que ocurren, sin disimulo, aquí en León.
Impresionado como estaba, en un primer momento, por aquellos cuentos de Merino en los que ocurren cosas extraordinarias en el chalet del Padre Isla o en las inmediaciones de la Venatoria, se convirtió para mí en una auténtica cruzada, la defensa de que también esto era Macondo, que Macondo no era tanto un lugar lejano y exótico como una manera de mirar el mundo que tenemos alrededor y escribí



Si esto fuera Macondo o, al menos, un pueblo con palmeras

No nos conoció o no quiso conocernos ¿Quién lo sabe? estaba allí sentada en un banco del jardín, mirando fijamente las palmeras que adornaban aquella casa del indiano que la Diputación había convertido en Sanatorio Psiquiátrico (Aunque alguien había decidido llamarla con el nombre, pretendidamente más piadoso, de "Casa de reposo El Nuevo Mundo").
Habíamos ido a verla, por encargo, Valladares, Aparicio, la mujer de Juan Antonio y yo mismo. De todas formas, no podíamos decir que no nos lo habían advertido:
-"No habla con nadie. Está tan ausente como si estuviera en otro mundo. Sólo fuma y escribe historias inconexas de palmeras".
A la vuelta, en el coche, se fueron reavivando los recuerdos de aquellos años primeros de Interinos en el nuevo Instituto Femenino de esa pequeña ciudad que se ve desde la Nava.
Por entonces, ella lo decía lentamente, como si fuera un reproche, una enorme injusticia que le cerraba de golpe y sin razón las puertas de la gloria:
-"Si esto fuera Macondo o, al menos un pueblo con palmeras sería muy fácil escribir historias redondas de cualquier familia, porque, después de todo ¿Qué tenían de especial esos Buendía?"
Pero esto era sólo una pequeña y pueblerina ciudad de provincias donde todo era anodino: los compañeros de Instituto, que vivían en las casas de los pueblos como si fueran labradores o albañiles y que ocupaban la mesa de la Sala de Profesores con cestos de mimbre con letreros tan groseros como era de esperar, advirtiendo "No me toqueis los huevos". Como eran anodinas las horas de las guardias o el tiempo que esperaba a que Juan Antonio se decidiera a salir de clase o advirtiera, cosa que dudaba, que ella llevaba esperando diez minutos. Le exasperaba hasta la náusea la impuntualidad y esa manía profesional de llamar a la gente por sus apellidos:
-"Buenos días, Aparicio, que me ha dicho Santamarta que Flórez está enfermo"
Aunque, a decir verdad, no sabría decir si no odiaba aún más que la llamaran con la familiaridad que nunca les había dispensado:
-"¿Qué pasa, Menchu?, ¿También tienes Nocturno?"
Como era anodina la gente de la calle y, sobre todo, aquella librería de allí enfrente, regentada por un padre y una hija que el tiempo parecía haber hecho coetáneos y hombrunos por igual, encerrados incluso los domingos en aquel viejo local en el que sólo vendían mapas mudos pero que, a veces, parecía que no querían vender ni siquiera aquellas cosas, que lo querían solamente para ellos, para tener la excusa de acudir cada mañana. Tal parecía la ambición de soledad, que habían empapelado la puerta y las vitrinas interiores del escaparate con carteles defendiendo a los perros y al idioma de la tierra. Con todo ello, era difícil saber si había alguien dentro y ver, incluso, el letrero tallado en el cristal que decía, desde hacía, al menos, treinta años "Sastrería Ordás", en recuerdo, tal vez de un antiguo negocio de otros tiempos.
Eran gentes y vidas anodinas que no aguantaban siquiera el ejercicio de una redacción de los de COU.
-Si esto fuera Macondo, otro gallo cantaría.
Hubo un tiempo en que albergó alguna esperanza de encontrar historias o personas observando a las gentes de la calle y, siguiendo el ejemplo de aquel otro compañero que escribía historias de trenes y pasiones, se atrincheró con su tabaco y sus cuadernos en una mesita colocada al pie de la ventana de un bar con nombre inglés. Pasaba por allí la gente que espera el autobús del cementerio, abrazados a sus ramos de dalias y al recuerdo. Pasaba la vieja que habla bajito con perros y palomas y que se queda dormida mientras come, siempre sola, en el bar y que asusta a los clientes porque creen que se ha muerto, de repente.
Pero todo seguían siendo historias anodinas de una ciudad pueblerina de provincias.
Probó con los periódicos y llenó su cuaderno de recortes. Alguno llegó incluso a llamarle la atención. Era aquel que contaba que los contertulios de un viejo casino provinciano pasaron las tardes de cinco o seis inviernos discutiendo como rugen los eones. Era un historia digna de escribirse, pero para hacer de ella una historia literaria le faltaba lo importante. Nadie podría dudar que la historia sería totalmente diferente comenzando, por ejemplo:
"La Bañeza había tenido desde principios de este siglo un casino que servía de refugio a pensionistas y tenderos. En las largas tardes del otoño se formaban allí tertulias variopintas en las que se discutían los temas más diversos: en una ocasión, alguien vino a plantear, no sé por qué razón, cómo se producía el rugido del león"
Por más esfuerzos que se hicieran no dejaba de ser una historia pueblerina de ignorancias de tenderos.
Otra cosa bien distinta sería si la historia comenzase:
"Había dejado de llover, por fin, sobre Macondo. El viento se cuajó por el olor dulzón de los mangos ya maduros y por la tórrida humedad que subía del manglar, a ras de suelo, como un viejo caimán. Se fueron poblando las hamacas en los porches y creció, perezosa como el río, la plática amable y vespertina. El Coronel, por decir algo, se empeñó en explicar la impresión que sintió, una noche como ésta, en su primera expedición, cuando oyó, por vez primera, el rugido del león".
-¡Dios, que fácil sería todo si esto fuera Macondo o, al menos, un pueblo con palmeras!
Aquello que, al principio, había sido la imprecisa ilusión de un posible recurso literario, se convirtió con el tiempo en una auténtica obsesión.
Cambió los recortes de periódico y hasta los libros de Celia, que releía cada año como si fuera una inevitable obligación por mapas y libros de América Central, convencida de que, en alguna parte, debería existir otro Macondo rodeado de manglares y de frutos tropicales, donde existiera, sin duda, algún viejo coronel anclado en los recuerdos y tal vez en la miseria, con un mundo que girara en torno a la hamaca y al aroma del café.
Pero no podía entender qué mentes descarnadas escribían en los libros las descripciones de regiones y países:
"Región de Colombia, al Norte del departamento de Santander, constituida por terrazas sujetas a una enorme erosión debida en gran parte a la constitución geológica del suelo. Se trata de una serie de terrazas escalonadas superpuestas sobre estratos notablemente inclinados. A este hecho hay que añadir el cultivo intensivo e irracional que se realiza sobre la escasa cubierta vegetal. A pesar de estos inconvenientes, la zona está densamente poblada"
Esto era todo. Ni una sola palabra referente al coronel, ni al hombre caimán que baja llorando sus amores por el río en las noches de tormenta. Nada.
Y después de todo ¿para qué quería seguir buscando? Lo único necesario era encontrar un nombre sonoro e inconcreto cerca de un río grande y poderoso. Después de dos tardes de "Ducados" y café se decidió, al fin, y eligió Bucaramanga, que no estaba lejos del Río Magdalena (prefería un río que no pasara por el pueblo, pero que estuviera suficientemente cerca como para arrasar historias de ahogados y desastres que pudieran contarse con el tono apagadamente trágico de los sucesos que ocurren más allá de los límites del pueblo).
Siguieron a este descubrimiento primigenio días y días de una actividad enfebrecida, llenando cuadernos y cuadernos de "Historias de Bucaramanga, un pueblo con palmeras".
Todo adquiría una luz nueva, una tensión insospechada: los profesores del Liceo, que bajaban cada día de sus ranchitos en el monte a dar clase, confundidos con el resto de mestizos y de indios que abarrotaban el tren, trayendo como ellos canastillos de huevos y palomas; la lentitud casi asfixiante de las horas de guardia cuando azotaban durante días y días los cristales las lluvias torrenciales y corrían los arroyos turbios de barro y ramas como si estuvieran ansiosos de llegar al Magdalena.
Se iban amontonando las historias con viejecitas del poblado que habían perdido ya la cuenta de sus años de soledad y que hablaban bajito con los perros y palomas, con gentes solitarias que se agrupaban cada una con su pena y su silencio para ir en comitiva al camposanto donde duermen entre mangos y palmeras los muertos que aún que aún pueblan sus recuerdos.
Parecía que la tarea era tan grande e inaplazable que no quedaba tiempo para nada que no fuera plasmar en los cuadernos aquel nuevo mundo descubierto.
Se encerró, por todo ello, con su tabaco y sus cuadernos, en el cuarto de arriba de su casa y no hubo nadie ni nada que la hiciera salir de aquel encierro obsesionado.
Y para traerla, por fin, a esta Casa de Reposo fue necesario alquilar una avioneta y decirla que por qué no se iba a pasar una larga temporada a Bucaramanga, un pueblo con palmeras, muy cerca del Río Magdalena.




Fruto de esta cruzada nacieron los cuentos de  El Vuelo del Milano, de  escenas básicamente rurales (la Visita Pastoral, La venganza de San Bernardino, el Regreso, La Guapa):


La visita pastoral

Nadie supo romper aquel silencio torvo y denso, enmarañado de rencores centenarios, conocidos por todos aunque nadie hubiera dicho nunca nada.
Nadie quiso empañar el dulce sabor de la venganza de aquel minuto interminable que compensaba, de golpe, veinte años de desdenes.
Sólo el obispo, sólo él parecía, al mismo tiempo, ajeno y necesario, en aquel cuadro intemporal de miserias orgullosas.
Y lo cierto es que todo ocurrió en un instante imprevisible, como llegan las tormentas a los pueblos de La Nava.
Desde hacía treinta años no se había visto por el pueblo ningún cura forastero, si se quitaba el fraile capuchino que vino una vez por la fiesta de San Blas y el hijo de Evaristo, que estuvo un verano de hace tiempo a curarse de unas fiebres que había cogido con los indios. Pero aquello, como es lógico, no tenía nada que ver. Aunque alguien había dicho que al hijo de Evaristo, en el convento, le llamaban Fray Pedro de la Nava, en el pueblo seguía siendo Doro el de Evaristo o, si me obligan, Doro "El Calentín", como habían llamado a su abuelo, a su padre y sus hermanos.
Pero un obispo, lo que se dice un obispo, nadie había oído que hubiera pasado ninguno jamás por la comarca.
Don Raimundo había anunciado su visita en la misa del domingo. Era lo único nuevo y sorprendente que había dicho en quince años. Por eso, tal vez, tardaron un momento en comprenderlo, distraídos, como siempre, en un sermón de milagros y reproches.
Parecía que el obispo quería hacer un recorrido por los pueblos de La Nava: Quintanilla y San Adrián, por la mañana; Pobladura y Las Barreras, por la tarde. Por eso, les pedía que estuvieran reunidos el jueves, a las cinco, en los portales de la iglesia.
Y el jueves, a las cinco, fueron llegando, silenciosos como tordos, los nueve vecinos que aún poblaban, por entonces, Las Barreras de La Nava.
Fueron llegando poco a poco. Ocuparon su puesto en el poyo de la entrada y esperaron, resignados, sin pasión y sin temor, como se espera el verano o las desgracias.
Y llegó el obispo al fin, como llega el verano, tarde y seco, sin mirar a los ojos, repartiendo bendiciones, pretendiendo derretir, con su presencia, las últimas heladas del invierno.
Y dijo no sé qué de la paz en las aldeas, del trabajo, las cosechas y la pureza del aire y las costumbres.
Pero nada parecía suficiente para romper el silencio de los fieles.
Y fue entonces cuando dijo, inconsciente, aquello que, sin duda, se habrá reprochado, desde entonces, tantas veces:
-"Siendo ustedes tan pocos, se querrán como una auténtica familia"
Fue aquella la primera señal de la tormenta, el primer trueno que estremece las majadas en las tardes de septiembre.
Y después ya todo fue imparable, imprevisible como el odio y el granizo.
-"Dígaselo a este, que ha movido los mojones de las tierras"
-"¿Y tú?, que te has quedado con la herencia de tu hermana..."
Se levantó el vendaval de los rencores, la sorda acusación de las injurias, el turbio manantial de las envidias, la venganza primitiva del insulto, el desprecio y el silencio.
Creció y creció la espiral, como crecen al deshielo, las aguas desbordadas de la presa hasta que sonó, como un bálsamo, la voz de Atilano, el cantinero:
- ¡"Callaros, hostia, que está aquí el Señor Obispo"!
Y estalló, como dije, el estruendoso silencio de un minuto interminable y cuando el coche del obispo se perdió entre el polvo tras la vuelta del camino de la ermita, quise ver una sonrisa en algún rostro impenetrable.



Ya entonces sospechaba que esto podía ser tachado de “localismo” o “costumbrismo” (que es la mayor maldición que, en estos tiempos, alguien puede lanzar contra uno.  Te cuelgan el sanbenito y ya puedes darte por jodido).
Para librarme de la lacra quise decir que aquello mío, como Celama, era también un territorio mágico e inventado (el territorio de La Nava)
Así lo deje dicho en la introducción de El Vuelo del Milano:


A veces vuela el milano en las tardes de bochorno. Y se espera que estalle la tormenta. Aunque sólo sea por sentir que el cielo todavía se acuerda de estas tierras abrasadas por el sol y por la historia.
Y cuando, al fin, el primer trueno baja rodando como un canto los cuestos de Talabura se repueblan los portales con la presencia fugaz o el presagio, levemente enfebrecido, de unas historias que dicen que pasaron o que podrían, tal vez, haber pasado en estos pueblos de la Nava o en la ciudad que duerme abajo, acurrucada entre aquello que queda de dos ríos y que, vista desde el cueto, parece también insensible a lo que pasa.



Pero no coló.  Me faltaba llamarme Luis Mateo.
Parece increíble que contar cosas de La Bañeza pueda ser tachado de localista y, sin embargo, contar cosas de la kasbah de Tetuán le dé a la cosa una dimensión universal.
Pues bien.  Viviendo y aprendiendo.  Hay que meter, de vez en cuando, algo de allá lejos.  De Maputo, por ejemplo:



Anochecía lentamente cada tarde, como si el cielo se negase a dejar a oscuras la inmensa, empobrecida y silenciosa ciudad de Maputo.
Cuando la noche cubría definitivamente como un manto la desesperanza cotidiana y, a lo lejos, sólo se veía en las laderas alguna luz temblorosa y todo lo demás era noche, noche cerrada (que no vi, por más que lo intenté, aquello de "la noche africana, sensual y pagana") se encendían las luces del Piripiri.
El Piripiri era un bar de aire colonial donde se reunían cada noche a cenar y tomar unas cervezas aquellos que podían permitírselo: cooperantes, consultores, viajantes de firmas comerciales y turistas de Sudáfrica.  Con sus amplias cristaleras y su terraza iluminada parecía un barco recorriendo lentamente la calle principal.
Y,  como si fuera el buque de un crucero,  los clientes miraban a la calle por ver pasar el espectáculo incesante de niños vendiendo pulseras y colgantes, batuques, batiks y casitas de madera, capulanas, cajitas de palosanto y "palos de acompañar".  Y los niños miraban con asombro el espectáculo, más inquietante todavía, de blancos bebiendo, fumando y comiendo con desgana, como si fuera un acto rutinario y cotidiano.
Y, en este escenario, casi teatral y un poco alucinado, cayó una noche del agosto, cuando allí parecía querer apuntar  ya la primavera, un solitario consultor de la UNESCO, para orientar sobre posibilidades, métodos y contenidos de una posible "Educación Moral y Cívica" (o lo que aquí quiere llamarse, hoy en día, "Educación para la Ciudadanía").
Después de un plato de “galinha al piripiri”  y tres cervezas, sintió necesidad de visitar el excusado y, del modo en que los extranjeros se dirigen a la gente de países más pobres, o sea, casi a voces y hablando en castellano, le preguntó al camarero, un hombre negro, grandón y seguro de sí mismo, como el que sabe que, después de cien años, ha conquistado, por fin, la independencia:
-¿El servicio?
El camarero hizo ademán de no comprender ni una palabra.
El consultor, en un esfuerzo, hizo ademán de cogerse la minga con la mano y el sonido del chorrito en un siseo.
El camarero, con toda dignidad, como ofendido, contestó con cierto tono de desprecio:
-Eso, aquí, los hombres grandes lo hacen solos.
Y así quedó la cosa.  Que nadie quiso investigar qué había entendido el camarero.



A los maestros hay que venerarlos, pero, de vez en cuando, conviene mantener un cierto desacuerdo.  Como veis, el cuarto mandamiento del maestro es “cuidar el comienzo, entrando rápido en el tema.  El final sabe cuidarse solo”.
Pues no. No estoy de acuerdo.  Yo, al menos, no sé escribir un cuento hasta que no tengo claro el final.  Así surgieron cuentos como:


El Minero

Bastaban pocas cosas para hacerle hablar: el calor de la estufa, un jarro de vino y algo de atención. Y si aquel día, en la cantina, había un forastero, mucho menos todavía.
Enlazaba unas con otras las historias. Todas las había vivido él personalmente cuando estaba allá en "la cuenca". La Cuenca era un lugar inconcreto y casi mágico, en su recuerdo, no lejos de Mieres, donde él trabajó de picador. Allí se casó con Adelaida la de Efrén cuando la llevó de criada D. Antonio, el médico que atendía, en otros tiempos,  estos pueblos de La Nava.
Después, la silicosis y la "murria" de Adelaida les trajeron de vuelta a Pobladura. La pensión y las seis tablas de cebollino que ponía cada año en el huerto de su suegro en las barreras le dejaban al "Minero" el tiempo suficiente para contar la historia del mundo en la cantina.
De cualquier modo, el momento crucial de su carrera fue, sin duda, el día en que vino el ingeniero para hacer las medidas del alcantarillado de las calles y el Minero les contó lo que pasó cuando en la mina un costero le rompió a Miguelón la cabeza en cuatro trozos y él mismo tuvo que coserle en vivo la raja con un hilo de bramante.
- ¡Pobre hombre! se quejaría mucho, supongo.
El ingeniero lo dijo distraído, por decir algo. Un poquito distante, si me obligan y como queriendo acabar, de una vez con el relato.
- ¡Mucho, mucho!, ¡Quejose mucho!, ¡Quejose hasta en Dios!
Desde entonces, siempre hay alguien que le pide que cuente la historia de Miguelón para tener la ocasión de preguntar si se quejaba.


O aquel otro que dice:



Cuando la Diputación Provincial se decidió, por fin, a abrir la carretera nueva que nos permitiera acabar con el largo aislamiento del invierno, que veníamos sufriendo desde Adán los habitantes de aquel pueblo de los Picos de Europa al que dieron en ponerle de nombre, como una maldición, el de "Caín", el valle se llenó del estrépito que producía la dinamita en su intento de terminar con aquellas angosturas de los riscos.
Volaban los cascotes, en medio de una espesa polvareda, y el eco arrastraba por las peñas, repetido como una letanía, aquel estruendo, ronco y redondo como los cantos pulidos del Río Cares.
Alipio, el de la Venta, con la vista clavada en los desmontes, repetía sentencioso, como quien ha llegado a un radical descubrimiento:

- Está visto que, para hacer daño, después de Dios, no hay nada como la dinamita.




Pero, vamos, estoy seguro de que el maestro pensaba lo mismo.  Si no, fijaos en éste, que me parece maravilloso:


Seis palabras 4 pesetas

La criada de la señora que me tenía de pupilo se llamaba Benigna, estaba buena para mis primarias necesidades de entonces y me consentía tocamientos por encima de la ropa. Pero sobre este tema de la pensión no quiero extenderme, porque irremediablemente se hace literatura de costumbres, que no sé por qué está tan mal vista.
Benigna se arreglaba mal con la escritura, yo le hacía los sobres para su novio, pero no las cartas. El novio venía a verla de tarde en tarde, cuando juntaba para el viaje a fuerza de ahorrar y de horas extraordinarias.
Un día coincidí con Benigna en la ventanilla de Telégrafos y el funcionario estaba agobiado y exigía que se le diera completo el impreso. La chica miraba angustiada a su alrededor y al verme se puso colorada y pareció como si titubeara, pero me alargó el papel para que se lo cubriera. Los telegramas eran baratos y aun así se limitaban a casos de mucha desgracia. Con letra clara escribí el dictado desgarrador:

No vengas estoy con el mes.



Digo que este cuento me parece maravilloso porque, en mi opinión, lo tiene todo

  • ·         La brevedad,
  • ·         El golpe final: las seis palabras que son el cuento completo
  • ·         El título, que sólo se entiende completamente justo al acabar y que, por tanto, parece invitar a una relectura, ahora que ya se sabe todo
  • ·         Y todo lo que insinúa y que nos hace imaginar una historia conmovedora y no escrita.
 
Pues bien, a esta cosa del golpe final, inesperado, me he apuntado casi siempre:


Barrio Chino

Lo cierto es que Juan Antonio, natural de Zambroncinos y conductor de autobuses de "La Paramesa, SL", que hacía a diario la línea León-Valcabado, con domicilio en la calle Tres Mitras de la capital, casado con Celestina y padre feliz de tres hijos (dos niñas y un niño) y que los domingos y festivos, cuando libraba, solía completar sueldo y jornada con alguna excursión del Inserso a Portugal, El Escorial, Salamanca o Santiago, era, dicho sea con todo el respeto para él y sus deudos, un poco corto de luces y ligeramente gangoso, por añadidura.
Estas dos circunstancias, que tampoco es para tanto, le hacían el blanco de rechiflas y cuchufletas en los corrillos de conductores a la espera paciente de la vuelta después de que la tropa de chavales haya  ganado el jubileo y trotado por las rúas y los bares.
En una de éstas, contaba Juan Antonio su último viaje a Barcelona cuando, buscando un sitio para tomar un bocadillo, se encontró, de pronto, en pleno fragor del Barrio Chino
- Y ¿qué había, Juan Antonio?
- Putas, muchas putas.
- ¿Putas?, ¿Qué es eso, Juan Antonio’?  Pero, ¿qué es una puta?
- Hombre, hombre, no me jodas ¿Qué va a ser? Pues una mujer como la tuya.

Y es que, como suele ocurrir, a veces, también él, soltaba verdades como puños.



Como un hombre

Estaba continuamente preocupada. Se le notaba a la legua que era madre primeriza por la angustia que ponía en cada gesto:
-¡Ay, por Dios, que el niño llora!; ¡Ay, por Dios, que no se duerme!; ¡Ay, por Dios, que no me mira!"
O sea, todo el día en una continua cantinela de "ay, por Dios".
Cuando vio que el niño no engordaba, la cantinela se volvió un sin vivir.
Bajó a la capital y cuando el médico le preguntó qué tal mamaba y si cogía bien el pecho, contestó sin pensarlo ni un momento:
- Sí, señor, sí; como un hombre.




Heridas del desamor

Bien claro lo dice la sabiduría popular: "el tiempo es la mejor medicina para curar las heridas". Y es cierto. Después de cinco años, aquella herida que le produjo la ruptura estaba ya total y definitivamente cicatrizada. Sólo quedaba un pequeño resquemor al recordar los reproches que le dejó escritos en el papel de despedida que se encontró al llegar a casa en el mueble de la entrada:

"Que ahí te quedas, que estoy harta. Harta de hacerte de criada. Harta de haber gastado mis años de mujer en tan insignificante compañía. ¡Perdedor!, que eso has sido siempre: un perdedor. Mientras tus amigos progresaban tú me has tenido condenada a vestirme en mercadillos y en la ropa de los chinos, a vivir en esta cuadra, a viajar en tu asqueroso R-12 y a tu absoluta incompetencia en la cama. Ahora que me voy, que lo sepas, que el único que me ha hecho gozar como Dios manda ha sido Macario, ese inútil (según tú) al que tantas bromas le gastabas".

Pues bien, todo aquello ya apenas le importaba. Pero lo que no podía soportar, después de tanto tiempo, era ver a Macario en aquel  R-12 de su alma, tan ufano.




El especialista

Supe que había llegado al final, que no había ninguna solución a los males que me aquejaban cuando el médico al que había acudido me aconsejó que pidiera consulta con el superespecialista mundial en cosas como la mía: el Dr. Belinchón.

Aquello que, en cualquier otra ocasión, hubiera sido una puerta a la esperanza, me llegó como un mazazo, como una especie de condena inapelable: el Dr. Belinchón era yo.



Y en este intento, no he despreciado ni el chascarrillo, ni la anécdota o el chiste:


El Académico

Si vas a ver, quedan pocas salidas.
Lo cierto es que ni siquiera el hecho de que a uno le consideren oficialmente “inmortal” (que es lo que dicen que les pasa a los miembros de la Real Academia de la Lengua) sirve para evitar la rechifla y, mucho menos, para que tal condición se note a simple vista y consiga el respeto general.
Se dice que Camilo José Cela, con ser Camilo José Cela, pasó por uno de esos terribles momentos de mostrenca incomprensión un día en que, casualmente, se había ido de putas con unos amigos.
Y metidos en tal trance, la maestra del oficio, por entrar en conversación y no ir directa al “pim, pam, pum” le preguntó a Don Camilo:
- Y tú ¿a qué te dedicas, chato?
- Soy Académico de la Lengua.
- ¡Anda, quita p’allá, cacho guarro!



La vaquilla

Se reunía en Madrid, en sesión ordinaria, un buen día de Mayo, la Conferencia de Rectores de las Universidades de España para elaborar un informe sobre la propuesta de Ley de Reforma de las Universidades, presentada a debate por el Gobierno de la Nación.
Tras varias intervenciones, más o menos ajustadas a la cuestión, el Rector de la Universidad Politécnica de Barcelona propuso que cada Rector volviera a su Universidad y abriera una especie de encuesta para que pudieran participar con su opinión todos los miembros de la comunidad universitaria.
Se hizo un momento de silencio, como asintiendo, roto, al fin, por la voz templada de Don Marceliano, Rector Magnífico de la Universidad Pontificia de Salamanca y Agustino de la provincia de Castilla:
- Deberíamos tener cuidado -dijo- con abrir debates nuevos, porque en la fiesta de mi pueblo, un año, soltamos una vaquilla y volvió preñada.
Aquella sentencia, como es lógico, cerró cualquier debate posterior.




La hermosora

Era lo que se llama un hombretón grande como un castillo. Tanto que, a primera vista asustaba a los pequeños. Sobre todo en invierno, con su capa española, su bastón, su sombrero y aquel puro que no se sabía bien si lo fumaba o si simplemente lo llevaba por dar ocupación a aquellos labios enormes y amoratados.
Pero, a pesar del aspecto y de los años, conservaba intacta la retranca que, según dicen, caracteriza a las gentes de esta tierra (socarrones, pero que, a la mala, son capaces de morder con la boca cerrada, como dice algún malvado) y algunos gustos y costumbres (el cus-cús, el té a la menta, el sombrero panamá y la sahariana del verano) que le habían quedado de los años de servicio en África, como médico de la legión.
De aquella época, además, atesoraba mil anécdotas cuarteleras (reales o inventadas) con que animaba las tertulias de "El Central".
Como aquella que decía que estando un día en la consulta le llegó un morito (Soleimán, según dijo, se llamaba), aquejado de incómodos picores en el miembro de los hombres.
- Mire, doctor, que no me aguanto, que me pica la hermosora.
Procedió el doctor a la inspección que requería la dolencia y aconsejó el oportuno tratamiento, pero, al final, sucumbió, sin poderlo remediar, ante aquella curiosidad que le inquietaba:
- Óyeme, Soleimán, y tú ¿por qué le llamas "la hermosora"?
- Porque así la llaman Uds. los cristianos
- ¿Qué me dices?
- Sí, señor, así lo tengo yo entendido. Que se la enseñé, antes de venir, a mi sargento y él fue el que me dijo: "¡Qué hermosora"!



O, simplemente, recontar la historia de otra manera:


Las cuatro y diez

Fue a la salida del Metro en Callao. Salía distraída y un poco aturdida por el calor, los ruidos y la gente. Se lo encontró de repente, casi como una aparición.
- Isabel, corazón ¿Cómo te va? ¡Qué sorpresa, después de tantos años! Tenemos que hablar de tantas cosas... ¿Tienes tiempo? ¿Por qué no comemos y me cuentas y te cuento? Me haría mucha ilusión, porque te fuiste así, tan de repente...
Fueron a comer y se repitió, punto por punto, aquella canción de Aute: el recuerdo de aquel día en el cine, viendo "Al Este del Edén", la foto tan mala en la que el más pequeño acababa de nacer, el día en que ella le esperó hora y media en esta misma mesa mientras él estaba en clase de Francés.
-"Oiga, ¿me trae la cuenta?"
-"Calla, que fui yo quien te invitó a comer".
Un adiós apresurado. Llámame algún día.
-"No te demores, que ya son las cuatro y diez".
Cuando se quedó sola, como recapitulando y poniendo orden y sentido en aquel torbellino inesperado, sólo pudo decirse, resumiendo, que había sido un encuentro tierno, nostálgico, emocionante, si, pero un poco incomprensible porque, a decir verdad, ella ni se llamaba Isabel, ni había estado nunca antes en Madrid, ni nadie le había hablado nunca con tanta emoción y tanto afecto.



El viaje

Cuando el profesor Salvatierra llegó a la jubilación, tras cuarenta años de oficio explicando el Inglés ("My uncle has his office at number three") por el método Assimil en aquel instituto de la capital, entró en una especie de ensimismamiento que se iba acrecentando día tras día.
Ávido lector, como siempre lo había sido, de la obra de Julio Verne, se enfrascó en la relectura compulsiva de aquella novela que siempre había ejercido sobre él una misteriosa atracción incomprensible: "Viaje al Centro de la Tierra" ("Journey to the Center of the Earth"  prefería él decir, por justificar su dedicación a las lenguas extranjeras).
Aquello fue su perdición. Que pasó en su lectura, como aquel otro loco hidalgo cervantino "las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio"  y, a tal punto llegó su desvarío, que se propuso repetir aquella hazaña, pero de forma más arriesgada, pasmosa y singular, pues que llegar al centro de la tierra, con ser cosa extraordinaria, no dejaba de ser algo de andar; pero si había algo arriesgado y nunca visto era emprender un viaje semejante hasta el centro de uno mismo.
Durante un mes se ejercitó en técnicas y ejercicios que, a su parecer, podrían ayudarle en su extraña expedición: a contener la respiración hasta el ahogo, a reconocer los sonidos más imperceptibles y su exacta localización en el interior del propio cuerpo, a mantenerse inmóvil hasta llegar al entumecimiento de los miembros.
Cuando, al fin, después de tantos ensayos y trabajos, se sintió preparado, provisto de arneses y cuerdas de escalada, por seguir lo dispuesto en la novela, esperó a que, a la luz del mediodía, la sombra del perchero llegase a la esquina misma del marco del espejo y emprendió decidido el largo viaje hacia sí mismo a través del camino angosto de las venas.
Cuando la sobrina del maestro Salvatierra entró en el estudio, como hacía cada noche, a avisarle a la hora de la cena, se encontró con el cuerpo del tío, como si fuera simplemente su carcasa, sentado en el sillón y con la vista perdida en algún punto lejano del paisaje, más allá de la ventana.
El médico de casa, al auscultarle, sólo logró percibir en su interior algo así como el sonido lejano de unos pasos, como si alguien se encontrara caminando por las simas y barrancos de aquel cuerpo inerte, grandón y ensimismado.
Caso extraño, ya lo sé, a simple vista; pero quienes hemos sido sus alumnos y conocemos su terca voluntad inquebrantable, sabemos que un día volverá a relatarnos las luchas feroces, realmente encarnizadas, que se producen de pronto entre los monstruos que habitan los lagos extrañamente luminosos en el fondo de la entraña.
Y, tal vez, escriba la obra maestra con la que ha soñado siempre, desde los tiempos remotos de la infancia: "Journey to the Center of Myself".

Ya lo veréis.



Y, bueno, llegado a este punto, estoy descubriendo que algo está fallando en esta charla, que no sé cómo acabar.  No se me ocurre un golpe mágico definitivo, una puesta en escena sensacional.  Salir volando, como hizo en su día el primo Julián:



La casa de tía Encarna estaba en la misma Plaza de la Catedral, justo enfrente de la Fachada del Poniente, la que guarda todo el encanto de la dorada piedra de Boñar, refulgente de Sol, cuando el resto de la plaza comienza a dejarse apoderar por las sombras de la tarde.  A esta hora subía cada tarde el primo Julián a la terraza para ver a las grajas emprender su viaje cotidiano a las choperas junto al río donde iban acomodándose para el sueño en medio de un gorjeo estruendoso e irritante.
Siempre envidió el planear de las grajas por encima de tejados y terrazas, deslizándose como empujadas por el viento sin apenas un solo batir de alas.  Ensayaba el movimiento cada tarde en la terraza imitando sus graznidos.
Al principio pareció una simple diversión inocente de un niño fantasioso.  Con el tiempo, la rareza de un adolescente un poco ensimismado.  De joven se intensificó la manía con aquel andar a saltitos y el gusto por las semillas y las pipas que comía compulsivamente, como quien picotea el alpiste.
De hombre, después de haber suspendido cinco veces las oposiciones a Notarías, añadió a sus manías la de vestir enteramente de negro (mismamente como un grajo) y pasarse el día arriba en la terraza observando el ir y venir, el revoloteo incesante de los grajos.
Cuando aquella tarde de otoño la gente de la plaza le vio encaramado en el repecho de la terraza, no pudo reprimir el grito y el desconcierto que acompaña a la visión de un suicida a punto de lanzarse decidido a encontrarse con la muerte.
Se lanzó el primo Julián, se produjo un torpe manoteo, unas desmadejadas volteretas en el aire, como un muñeco roto y cuando ya nada parecía poder evitar lo inevitable, serenó su figura, dio dos leves aleteos con los brazos y se perdió para siempre  planeando por encima de terrazas y tejados.


Pues bien, como esto no me sale, no me queda otro remedio que terminar así, a palo seco.

“Contad si son catorce y está hecho”.


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1 comentario:

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