Conferencia
pronunciada con motivo de las Jornadas organizadas por la Plataforma en Defensa
de la Escuela Pública de León. Marzo del
2003
Debo reconocerlo desde
el principio: en alguna otra ocasión me ha pedido esta Plataforma por la
Escuela Pública una colaboración a través de una conferencia. Siempre he procurado resistirme. Pero creo que tal resistencia debe ser
explicada para evitar malentendidos.
Supongo que la propuesta
me ha sido hecha en atención a alguna de estas consideraciones:
- Un cierto guiño ideológico.
- El hecho de que vivo, desde hace tiempo, de este oficio de enseñar, tan antiguo como el mundo.
- El hecho de haber declarado (y ¿quién me ha mandado, digo yo?) pisar y escarbar en ese huerto (sabe Dios si productivo) que se ha dado en llamar “Filosofía de la Educación”
De las tres
consideraciones, la que más fuerza ha tenido para mí es la del guiño
ideológico. Es cierto: me gusta cantar
mi canción a quien conmigo va. Pero
también es cierto que odio los recitales.
Prefiero, ya lo ven, ese canto tabernario, descarado y compartido. Prefiero el debate cuerpo a cuerpo. Como hacemos todos en las cosas que, en
realidad, importan: la pareja, la familia, los amigos, el trabajo. Nunca he creído que sean posibles allí las
conferencias.
Si la razón es porque,
como he dicho, acabo de cumplir 50 años de asistencia ininterrumpida a eso que
llamamos la escuela, ecosistema en el que he pasado, desde entonces, la mitad
de las horas de mis días y que algo tendrá que ver, supongo, con el saco de
miedos y alegrías, frustraciones y deseos, amigos y rivales que constituyen lo
que soy o digo ser.
Si ésta es la razón,
debo decirlo con toda la energía: después de tantos años, odio la escuela ritual y toda su
escenografía. No quiero más, que ya me
vale, una escuela concebida como un templo, donde alguien, arropado por la
mesa, el estrado y el poder, se crea en el derecho de definir la verdad, la
virtud o el pensamiento a una masa de oyentes silenciosos y sumisos.
¿Por qué repetir,
entonces, todo esto aquí y ahora?
Si el motivo es, por
último, haber reconocido alguna vez tener algo que ver con eso que llamamos
Filosofía de la Educación, tampoco resulta muy prometedor: el filósofo (incluso
cuando es tal y no, simplemente, un vocero de pensamientos ajenos) no ha nacido
con una estrella en la frente, no goza de ninguna mirada privilegiada que le
permita acceder directamente al mundo celestial de la belleza, la armonía, la
unidad o la verdad.
Ni siquiera tiene la
ventaja, como dijeron algún día de “caminar en las tinieblas precedido por una
luz”. No ofrece, porque no puede
tenerlas, soluciones permanentes, corroído como está por la duda, la sospecha,
la búsqueda del sentido.
Lo que podemos ofrecer
tiene algo que ver con la jaula del lenguaje en cuanto que enmascara o
aprisiona aquello que no puede o no quiere decirse (“¿Qué queremos decir cuando
decimos…?) y con los fines o el sentido (no me interesa tanto qué escuela
queremos, sino para qué la escuela).
Tampoco esto se logra en
el discurso, sino en el debate abierto y callejero. Ya nos lo dijo, al principio, el viejo
Sócrates, el único maestro público de la única escuela pública que recuerdo y
reconozco. No está de más recordar, por
otra parte, que el maestro fue asesinado legalmente, acusado de delitos
religiosos y civiles.
Por si todo esto fuera
poco, uno no puede dejar de tener en cuenta aquello que dice Lyotard:
“la capacidad interlocutoria se transforma en
un derecho a hablar sólo si el discurso puede decir algo distinto de lo ya
dicho. Un derecho a hablar implica un
deber de anunciar. Si nuestro discurso
no anuncia nada está condenado a la repetición y a la conservación de los
significados existentes”[1]
Por todo ello, y en
coherencia con lo dicho, sólo pretendo plantear algunas sospechas, algunos
convencimientos y no pocas dudas, abusando, tal vez, de la confianza que han
depositado en mí quienes se han arriesgado a permitirme hablar en este acto.
Y lo haré muy
brevemente, como primera intervención de un debate que espero se produzca en
este mismo acto y al que ya les convoco desde ahora.
Volviendo, pues, a los principios, me
pregunto
PERO ¿ES
QUE ALGUNA VEZ HA EXISTIDO ESCUELA PÚBLICA?
Y, como una imparable
escalada en la sospecha, parece obligado preguntarse: Pero ¿qué queremos decir
cuando decimos escuela pública?. No creo
que la oposición verdadera se encuentre entre la Escuela Pública y la Escuela
Privada, atendiendo sólo a quién es el propietario de la escuela (el estado o
los particulares).
Lo que subyace en tal
oposición tendría que ver con el modelo y con los fines: la escuela privada
defendería los intereses y valores de una minoría dominante y, supuestamente,
la escuela pública atendería a las necesidades e intereses de la totalidad.
Pues bien, si esto es
así, deberíamos reconocerlo a boca llena: jamás ha existido Escuela Pública.
- No existió en los tiempos en que la escuela no se planteaba como la transmisión de conocimientos útiles (que se aprendían en el seno familiar), sino como la interiorización de los valores de la tribu, en un proceso ritual, dirigido por una figura entreverada de maestro, brujo y sacerdote, considerado como modelo de virtudes sociales, llamado por los dioses e iluminado directamente por ellos.
- No existió en los tiempos de dominio eclesiástico (pues que decir Teocrático es pura metáfora engañosa: Dios nunca ha gobernado ningún pueblo, que yo sepa). No existió. Por más que se planteara como liberación del individuo de las garras de poderes tenebrosos, mediante la conversión interior a un mundo de valores, dogmáticamente definidos y cuyo acatamiento sumiso conducen inexorablemente a la armonía social y a la felicidad personal.
- No hubo escuela pública (por más que así lo proclamaran) en los tiempos en que el estado burgués (o el socialista, que para el caso, tanto monta) promete la liberación del individuo del yugo dogmático a través del uso de la razón, del dominio de la ciencia, de la defensa de unos pretendidos valores universalmente aceptables. Literatura embaucadora para ocultar aquella verdad que ya nos dijo el viejo Marx: el Estado es siempre mentiroso; defiende los intereses de aquellos que le mantienen y a quienes representa.
- No es pública, por más que se proclame, una escuela que pretende la igualdad de oportunidades en un mundo de desigualdades reales, que proclama la igualdad formal de todos los alumnos y que es incapaz de reconocer otras desigualdades que no provengan de las dotes individuales. La igualdad formal transforma los privilegios (sociales) en méritos (individuales). Los privilegios sociales asociados al origen determinan el éxito escolar, aún cuando éste se impute a la valía individual. Asimismo, las carencias culturales de los no favorecidos se convierten en fracaso escolar, cuya responsabilidad se atribuye a la falta de dotes personales.
Ya
lo denunciaron en su día BOURDIEU y PASSERON
- No es pública, por más que se proclame y la haga quien la haga, una escuela cuya función principal consiste en la escenificación ritual del viejo juego del poder y la sumisión, encaminada a imponer la autoridad que define lo que es legítimo y lo inculca por medio de la violencia simbólica en que consiste el aprendizaje escolar en tal contexto, por más que se disimule esta función con la retórica de la autonomía y la interiorización
- No encuentro escuela pública en tiempos de esta “astucia neoliberal” de las modernas sociedades industriales, fascinadas por un modelo de desarrollo marcado por los principios supremos, incuestionables e indiscutidos de producción y consumo crecientes,
- que conceden una atención casi exclusiva a todo aquello que alimente al dragón insaciable.
- Que consideran la educación como un sector estratégico de la cualificación de los recursos humanos según el criterio exclusivo de las exigencias del mercado de trabajo.
- Que parece defender como máxima suprema de toda acción educativa la de capacitar a los ciudadanos en las destrezas y habilidades que exige el desarrollo imparable de la sociedad de producción y consumo.
- Que desprecia las viejas exigencias del desarrollo personal, de la vinculación y el compromiso social para adoptar modelos “productivos” de organización, análisis de rendimiento, capacitación técnica, “profesionalización” del currículo, en aras de una mayor eficacia y rendimiento y arropando todo ello bajo el rótulo engañoso de “calidad de la enseñanza”.
No hay, por tanto, ya lo
ven (o, al menos, yo lo creo), ni ha habido nunca, vive Dios, escuela
pública. Solo veo a mi alrededor
escuelas privadas, regentadas, eso si, por el Estado o por particulares y entre
los que veo (y no excluyo una cierta malicia en la visión) una proximidad de
objetivos e intenciones crecientes cada día.
Por ello, me pregunto si
sigue siendo útil plantearlo en estos términos, como si la oposición
fundamental fuera entre lo público y lo privado, como realidades antagónicas
que en el lenguaje ordinario se presta a confusiones:
- ¿Es que el enfrentamiento está entre el Colegio Público de la Palomera y el Colegio de los Jesuitas? ¿Entre los profesores de la escuela estatal y los de la escuela privada?
- ¿Es, tal vez, una vez más, cuestión de “pasta”? ¿queremos decir que el estado, puesto que se nutre de fondos públicos financie (¿preferentemente?, ¿exclusivamente?) la escuela pública?
No
sabría contestar a todo esto. Y no se si
me interesa mucho ese debate.
Personalmente estoy más interesado en defender que si educación es un
servicio público (tan radical e imprescindible como se deriva de su condición
de mecanismo de autoconstrucción humana) debe velarse porque no pierda ese
carácter de servicio público, quienquiera que sea el titular o el propietario
de las instalaciones en las que el proceso se produce.
Quiero
decir que, a mi entender, se trata de una cuestión de modelos. Una vez más, volvería a preguntas radicales:
¿Para qué la esuela? ¿Para
qué educar?
Y
tal vez sea por alguna deformación profesoral que, inexplicablemente, me lleva
a hacer siempre divisiones tripartitas, se me ocurren tres modelos, tres tipos
de escuela (que, desgraciadamente, no obedecen a épocas o instituciones
distintas sino que las encontramos agazapadas y presentes en muchos de nuestros
centros y, a veces, en nuestra propia conciencia personal):
- Educar para dominar
- Educar para competir
- Educar para convivir.
Una escuela orientada a la dominación parece tener por objetivo (aunque jamás lo
reconozca abiertamente) procurar a los grupos dominantes súbditos leales y
sumisos, capaces de interiorizar y defender la ideología que favorece los
intereses económicos y políticos del grupo en el poder y de las fuerzas que le
sirven de apoyo.
Parte de una idea de
hombre cuya manifestación más paradigmática y perfecta somos nosotros mismos y
los demás merecen este nombre en cuanto que son “otro como yo”, “uno de los
nuestros” o, en todo caso, alguien impulsivamente disciplinado, ideológicamente
fiel y socialmente sumiso y en la que las diferencias (psicológicas, sociales,
culturales, económicas, étnicas, etc.) son circunstancias naturales, debidas,
en todo caso a la voluntad caprichosa (pero siempre benefactora) de los dioses.
Es una escuela
- en la que tienen una mayor importancia los aspectos disciplinarios que los académicos (por otra parte, altamente ideologizados) en la que se excluye (por peligrosa) toda crítica o disidencia
- en la que la violencia se convierte en el clima y producto natural de una notable penalización de la culpa.
Es una escuela, en fin:
Procesualmente
ritualizada (como una iglesia, como un cuartel)
Curricularmente
doctrinaria
Organizativamente
autoritaria
Metodológicamente
impositiva.
Una escuela orientada a la competición parece
tener por objetivo (aunque se resista a reconocerlo abiertamente) el procurar a
los grupos económicos dominantes algunos profesionales adiestrados en los
saberes técnicos que requiere el mercado de trabajo y una mano de obra
debidamente estratificada a través de itinerarios curriculares diferenciados y
estratificantes.
Es una escuela que parte
de una idea de hombre en la que su dimensión principal (y muchas veces
exclusiva) es su capacidad y adaptación al proceso productivo o, en todo caso,
alguien impulsivamente controlado, técnicamente preparado y socialmente
integrado (y que, con mucha frecuencia, como resultado del mismo proceso
educativo, se convierte en alguien impulsivamente reprimido, ideológicamente desinteresado
y socialmente egoísta), que legitima la competitividad como meta personal y
social, que orienta toda su acción en términos de éxito o fracaso con una
cierta tendencia neurótica a la interiorización de la culpa.
Es una escuela en la que
las diferencias (psicológicas, sociales, culturales, económicas) deben ser
achacadas a la falta de esfuerzo o de mérito personal.
Es una escuela en la que
los contenidos (engañosamente neutrales) se constituyen, por sí mismos, en
mecanismos disciplinarios, orientados exclusivamente a la superación de niveles
que conducirán a posiciones ventajosas en el mercado de trabajo si, además, se
evita la adopción de posiciones críticas o disidentes.
Es una escuela, en fin:
Procesualmente
tecnificada
Curricularmente
descoordinada
Organizativamente
burocratizada
Metodológicamente
manipulativa.
Una escuela orientada a la convivencia tiene por objeto (y debe reconocerlo
abiertamente) procurar que todos los individuos, independientemente de sus
condiciones psicológicas, económicas, sociales o étnicas consigan, en lo
personal, la reconciliación consigo mismo, con el medio y con los demás y, en
lo social, el desarrollo de las capacidades necesarias para desenvolverse como
ciudadanos con plenos derechos y deberes en la sociedad en la que viven, a
través de la adquisición de determinados conocimientos y la capacidad de la
comprensión de los problemas que conlleve la elaboración de un juicio crítico y
de unas actitudes y comportamientos basados en unos valores racional y
libremente descubiertos y asumidos.
No parte esta escuela de
ninguna definición del hombre como orientado a valores supuestamente
universales y, normalmente, defendidos dogmáticamente en un adoctrinamiento
difícilmente comprensible, sino del hombre como un ser de necesidades que solo
pueden solucionarse en un compromiso mutuo que elimine las barreras, injustas e
interesadas.
Es una escuela en la que
los conocimientos se construyen colectivamente como herramientas de comprensión
del mundo en el que vivo y como respuesta a los problemas en los que yo mismo
estoy implicado y cuyo desconocimiento me deja indefenso.
Es una escuela que
reconoce y acepta los conflictos y que intenta solucionarlos a través de la
negociación racional y críticamente ejercida.
Es una escuela, en fin:
Procesualmente
cooperativa
Curricularmente
permeable
Organizativamente
comprometida
Metodológicamente
participativa.
Pues bien, esta es la
escuela que quiero. No me importa quien
la haga. Debo exigirla, por igual al
Estado y a los particulares. Me la exijo
a mí mismo y la exijo a los presentes.
Me da igual cómo se llame.
Pero si queremos llamar
escuela pública a aquella que atiende a las necesidades de la totalidad, ésta,
digo yo, podría aproximársele bastante.
Solo falta que nos
pongamos a ello en la exigencia colectiva y en el ejercicio profesional personal y diario.
Que es gracia que para
todos como para mí deseo.
[1]. LYOTARD, F. “Los
derechos de los otros”, en SHUTE, S y HURLEY, S (eds.) De los derechos humanos,, Madrid, Trotta, 1998, pgs. 137-145
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