miércoles, 17 de octubre de 2012

Categorías ideológicas y estéticas del Romanticismo



CATEGORÍAS IDEOLÓGICAS Y ESTÉTICAS DEL ROMANTICISMO

Francisco Flecha Andrés


Conferencia con motivo del Centenario de la muerte de Victor Hugo

1. INTRODUCCIóN PARA ROMÁNTICOS
Si levantaran la cabeza los viejos románticos y leyeran el título de esta charla, me imagino que sentirían esa especie de furia sorda del que ha pa­sado toda su vida intentando explicarse y, al final, descubre que nadie le ha comprendido.

Y es que una de las actitudes más unánimemente compartidas por to­dos los románticos fue, sin duda, la resistencia a encasillar la realidad o sus propias creencias en algo tan absolutamente racionalista como pue­den ser las grandes categorías, las verdades redondas, totalmente asumi­das, los sistemas omnicomprensivos, las fidelidades incondicionales, las normas éticas o estéticas universalmente admitidas.

La vida y la realidad son, para el romántico, algo tan imposible de en­casillar y someter a norma como el viento, la tormenta, la pasión o el des­tino. La vida y la realidad son más un campo de batalla, una presa de caza, que el estático objeto de estudio de cualquier ciencia racional.

Sin embargo, también es verdad que ninguna otra corriente ideológica ha conseguido crear una serie de clichés tan claros, una especie de retrato ­robot, un cierto aire de familia común a todos los integrantes del movi­miento, a pesar de su irreductible grito de afirmación individual. De for­ma que quizás sea la figura del romántico la que ha pasado a la simbolo­gía cultural con unos rasgos más definidos: se habla de un amor romántico, un paisaje romántico, un viaje romántico, una noche romántica, una moda romántica. Y todos nosotros sabemos, con bastante exactitud, qué se quiere decir con ello.

Y esto es lo que pretendo ahora: poner en orden estos datos sueltos que todos tenemos del Romanticismo e intentar descubrir, a través del dis­fraz, cuáles eran las auténticas preocupaciones, intereses y temores que ex plican y justifican las diferentes creaciones literarias y artísticas del Ro­manticismo.

Estoy absolutamente seguro de que este buceo en los intereses, temo­res y sentimientos del alma del romántico será del agrado de todos esos espíritus fantasmales de los viejos románticos que, sin duda alguna, y si­guiendo su costumbre, habrán levantado la cabeza para asistir a este ho­menaje de Víctor Hugo, el modelo indiscutible.
2. EL INDIVIDUALISMO COMO CATEGORIA FUNDAMENTAL
De todas formas, a pesar de esa gran cantidad de estereotipos que cir­culan sobre el romántico, es difícil encontrar una característica que sea unánimemente compartida por los diversos representantes de un movimien­to que abarca múltiples países, con problemáticas específicas muy dife­rentes y que se extiende en un espacio de tiempo muy dilatado. Siempre es posible encontrar actitudes contrapuestas ante la naturaleza, la socie­dad, la vida, la religión o la política dentro del mismo movimiento román­tico. Por eso se ha insistido, a veces, en su carácter contradictorio.
Quizás, la única característica unánimemente compartida por todos los románticos y que sirve como principio explicativo, incluso, de las aparen­tes contradicciones es la apasionada defensa del individuo.

2.1. Novedad de este planteamiento. 

Desde mi punto de vista, una de las aportaciones más originales del Romanticismo a la historia cultural de Occidente es, precisamente, esta defensa del individuo. Hasta ese momen­to histórico, el hombre era explicado desde la perspectiva de unas estruc­turas más amplias que daban sentido a su vida y acción:

a) En el pensamiento de la Grecia clásica, el tema del hombre aparece, por primera vez, como tema específico de estudio en la obra de los sofis­tas y en los diálogos socráticos. Es la época del esplendor de la Polis. Y como consecuencia de estos condicionamientos sociopolíticos, la consi­deración del hombre como ciudadano.- es la ciudadanía la fuente de dere­chos y dignidad del individuo. Sólo en la acción ciudadana el hombre se constituye como tal, se perfecciona y consigue la felicidad. Este es, preci­samente el significado último de la conocida definición del hombre como animal político. En este contexto, el no ciudadano desciende en la escala animal hasta el nivel de la bestia o la herramienta.

b) Suele decirse que el Cristianismo descubre el valor de la persona al trasladar el punto de mira de la sociedad al corazón del hombre: el Rei­no de Dios se realiza en el corazón de cada hombre. Pero tampoco este nuevo concepto de persona implica una afirmación de la individualidad por una doble razón:

              ·  Porque para el Cristianismo el hombre se encuentra siempre y nece­sariamente en una situación familiar,
             ·  Porque la realización del Reino pasa por el requisito irrenunciable de la conversión personal y, con ello, el hombre entra en la gran familia de la Iglesia, en la mística comunión de los creyentes.

c) El Renacimiento se nos presenta con frecuencia como una verdade­ra revolución en la consideración del hombre. Pero tampoco puede inter­pretarse como una afirmación del individuo o, al menos, no en el sentido del individualismo como lo entendemos aquí. Es cierto que, por primera vez, el hombre parece encontrar su verdadero puesto en el Cosmos, un Cos­mos antropocéntrico y familiar en el que se siente integrado como en su propia casa. La naturaleza no es el lugar del destierro humano, sino el ám­bito de su realización como punto culminante de la «scala naturae». El Renacimiento no descubre al individuo sino a la humanidad, al género hu­mano. Nada más alejado de la afirmación individual que supone todo in­dividualismo.
Hay que esperar hasta la llegada del Romanticismo para asistir a la consideración del hombre como ser individual e irrepetible que asume su propia vida como una auténtica aventura en franca rebeldía y rechazo de la tradición cultural de Occidente y de los valores que, hasta ahora, eran defendidos como inmutables.
2.2. Características fundamentales del individualismo romántico. 
Al igual que todas las concepciones antropológicas que han surgido como fruto de una profunda crisis cultural, el Romanticismo (puente entre un mundo ya absolutamente periclitado y una nueva época vagamente dise­ñada, fascinante y amenazadora, al mismo tiempo) elabora su propia con­cepción del individuo basándose más en un rechazo de categorías anterio­res que en la defensa de un modelo totalmente definido. Veamos, pues, los principales rechazos de esta nueva ideología de la rebeldía:

2.2.1 Rechazo de la razón como principio explicativo de la realidad hu­mana.    Desde los primeros momentos en que los griegos emprenden la enorme tarea de explicar la realidad natural y humana con independencia de los planteamientos míticos, el pensamiento occidental apuesta por la RAZÓN. El hombre se identifica con la razón: el hombre como ser racio­nal. La posesión de la razón le concede la preeminencia sobre el resto de los seres. Occidente se hace racionalista. La defensa de la razón tiene como contrapunto el desprecio de la pasión y del sentimiento, esas fuerzas cie­gas que nos recuerdan nuestra indigna implantación en la animalidad.
Por eso, cuando el Romanticismo quiere elaborar una nueva visión del hombre radicalmente distinta de la anterior, rechaza, como primera medi­da, la razón como nota esencial del hombre reemplazándola por la decidi­da defensa del SENTIMIENTO, el gran desterrado.
En las épocas anteriores existe un notable pudor a la hora de manifes­tar los sentimientos. La mesura es la regla fundamental de la vida y el arte. La ética y la religión se habían propuesto como objetivo principal, el do­minio de las pasiones: la acción contra la pasión, la razón contra el senti­miento.
2.2.2. Rechazo de la tradición cultural de Occidente.   Plenamente cons­cientes de que la defensa de la razón constituye el eje central en torno al que gira toda la cultura de Occidente, reniegan los románticos de toda esa tradición cultural, de los cánones racionalistas grecolatinos, de los héroes y los santos que parecen querer combatir la irracionalidad a golpes de ra­zón, que desprecian el dolor y el sufrimiento, obsesionados por el ideal inalcanzable de verdad y pureza.
Rechazada esta tradición grecolatina buscan enraizarse en la tradición germánica: frente al clasicismo heredero de las pautas estéticas griegas de­fienden el gótico, arte bárbaro y germánico, frente a los dioses y héroes olímpicos los románticos pueblan sus bosques, fuentes y ruinas con los genios y dioses de las mitologías nórdicas.
2.2.3. Rechazo de la primacía de la verdad.   Desde el intelectualismo socrático, asumido por el platonismo e introducido por línea agustiniana en la corriente ideológica que ha ido configurando, a lo largo de los si­glos, la cosmovisión occidental, se venía defendiendo que el hombre al­canzaba la suprema perfección y felicidad en la búsqueda y seguimiento de la VERDAD. En un Cosmos racionalista, el Norte y el Sol que marca el camino a recorrer tiene que ser el concepto de verdad.
Por ello, cuando los románticos pretenden hacer su propia revolución copérnica, comienzan por desplazar el centro del Cosmos del concepto de verdad al concepto de BELLEZA. Sólo la belleza tiene el valor de po­ner en marcha la compleja máquina de la acción y la pasión, el sentimien­to e, incluso, la virtud.
2.2.4. Rechazo de lo Académico.   Occidente, que había hecho del cul­to a la verdad una verdadera religión, había creado igualmente todos los componentes del culto: los filósofos y la casta profesora) como auténticos sacerdotes, la academia como templo, los cánones éticos, estéticos o lógi­cos como auténticos mandamientos de una férrea ortodoxia.
Frente a ello, el Romanticismo proclama y profesa, con la misma dedi­cación fanática, una nueva religión alternativa: el culto a la belleza. En este caso, los sacerdotes son los poetas, que asumen un rango casi divino, el templo es el gran escenario de la naturaleza y el único mandamiento que salvará a los creyentes el amor y el sentimiento (no podremos olvidar que el amor salvó a D. Juan).
Igualmente manifiestan, como un verdadero orgullo, su situación de autodidactas, su enérgico rechazo de las tradiciones consagradas, de los cánones clásicos, su defensa de lo pintoresco, lo asimétrico, lo espontáneo frente a la mesura, el orden y la simetría de la estética clásica.
2.2.5. Rechazo del concepto de naturaleza humana.   En los plantea­mientos anteriores, la actuación de los hombres era previsible hasta en los más mínimos detalles puesto que todos ellos se hallaban irremediablemente hermanados por su misma naturaleza que, de alguna manera, prefiguraba sus capacidades y su destino común. Ni los genios, ni los bandidos esca­paban a su común destino de hombre.
El Romanticismo, por el contrario, reconoce, como idea fundamental, la irrepetibilidad de la experiencia humana. Si la razón era un principio unificador, el sentimiento es el mayor principio de individuación: el ro­mántico emprende la aventura de vivir, su destino trágico o su pasión amo­rosa desde la infranqueable soledad de su corazón, la terrible soledad del funambulista que camina por la cuerda suspendida 50 metros del suelo.
De todas formas, esta idea, típicamente romántica, fue ya formulada por Rousseau y su lúcida formulación influyó decisivamente en las gene­raciones posteriores:

«Emprendo una obra de la que no hubo jamás ejemplo y cuya realización no tendrá jamás imitadores. Quiero mostrar a mis se mejantes a un hombre en toda la verdad de la naturaleza, y ese hom­bre soy yo. Y, sólo yo. Comprendo mis sentimientos y conozco a los hombres. No soy como ninguno de cuantos he visto, y me atrevo a creer que no soy como ninguno de cuantos existen. Si no soy me­jor, al menos soy distinto. Si la naturaleza ha obrado bien o mal en romper el molde en que me ha vaciado, es algo de lo que no se puede juzgar hasta después de haberme leído» [1]

3. MANIFESTACIONES DEL INDIVIDUALISMO ROMÁNTICO
De todas formas, este individualismo romántico se presenta en mani­festaciones tan contrapuestas entre sí, que tal diversidad ha hecho que se generalice la idea del carácter contradictorio del movimiento romántico. No obstante, quizás no se trate de tales contradicciones, sino sólo de dis­tintas presentaciones de unas mismas convicciones.
Siguiendo esa vieja deformación didáctica que nos lleva a simplifica­ciones esquemáticas que rara vez responden a una realidad habitualmente muy compleja, hablaremos de tres manifestaciones diferentes [2]:
3.1. El Romanticismo como huída. 
Es innegable que una de las cons­tantes ideológicas del Romanticismo que podría ser tomada, al igual que el individualismo, como categoría fundamental, es el rechazo del presen­te, una especie de malestar visceral que empuja al romántico a la huída. Este vago sentimiento «asumió innumerables formas y encontró expresión en una serie de intentos de fuga de los que el volverse al pasado fue sólo el más característico. La fuga a la utopía y a los cuentos, a lo inconsciente y a lo fantástico, a lo lúgubre y a lo secreto, a la niñez y a la naturaleza, al sueño y a la locura, eran meras formas encubiertas y más o menos su­blimadas del mismo sentimiento, del mismo anhelo de irresponsabilidad e impasibilidad» [3].
3.1.1. La huída interior.  Para el romántico no existe ningún tema más apasionante que su propio mundo interior. No existe para él aventura más fascinante que la contemplación y expresión de sus propios estados anímicos.
Empujado por esta embriaguez narcisista, el autor romántico pierde aquel tradicional pudor a manifestar los propios sentimientos o las pro­pias aflicciones y se deja arrastrar por la declaración o, mejor aún, la declamación de sus íntimas inquietudes y cuitas. Y quiero insistir en el con­cepto de declamación, porque en todo ello hay un marcado carácter teatral.
Quizás en este contexto debe entenderse incluso la misma palabra «ro­mántico», que vendría a equivaler a «novelesco»: vivir la propia vida como si uno mismo fuera el protagonista de una novela que se desarrolla ante la mirada asombrada del mundo y del autor mismo. Esta idea ha sido per­fectamente expresada por Russell P. Sebol, gran especialista en el tema del Romanticismo:
El romántico, al escribir, sea el que sea el género que cultive, tien­de a desdoblarse en dramaturgo, actor y espectador y a imaginarse a sí mismo como realmente viviendo las febriles emociones indica­das por las ardientes palabras que su pluma traza. Es decir, que en el romanticismo siempre se presenta, junto con la emoción, cierta teatralidad de la emoción» [4].
En esta declamación teatral de los propios sentimientos podríamos dis­tinguir, como en una auténtica obra teatral, el personaje, el escenario, los temas y el desenlace:
«El personaje».
Es un hombre joven, frecuentemente enfermo, que sufre los embites ciegos, rabiosos y trágicos de una naturaleza o de una divinidad capricho­sa, escurridiza y distante, mientras él, en su inmensa soledad, acepta resig­nado y tranquilo este destino inevitable.
«El escenario».
El escenario de la tragedia del romántico es la naturaleza misma. La inmensa soledad del personaje parece verse aumentada, convertida en una soledad cósmica, donde el poeta se siente irremediablemente inmerso en un paisaje igualmente solitario: la noche, los bosques brumosos, la Luna iluminando tenue y fantasmalmente el cementerio y las ruinas del castillo.

«Los temas».
Los temas fundamentales giran en torno a esos tres grandes conceptos casi mágicos que parecen resumir toda la apasionada experiencia perso­nal, las tres grandes heridas del alma del poeta, de todos los poetas: LA VIDA, EL AMOR Y LA MUERTE.
Quizás en ninguna otra época los tres grandes conceptos han estado tan unidos, tan íntimamente imbricados. El romántico canta siempre a un amor imposible, trágico, frecuentemente incestuoso (para mayor imposi­bilidad) que tiene más fuerza que las leyes y normas morales, que tiene más fuerza que la vida, pero que conduce irremediablemente a la muerte: es el amor de D. Juan que mata y vence a la muerte, al mismo tiempo.
La muerte es una de las grandes obsesiones del romántico, otra gran categoría que, al igual que el individualismo, podría servir para interpre­tar desde ella todo el Romanticismo. La muerte tiene para el romántico el enorme encanto de toda situación ambivalente:

             ·     Por una parte, es la salida, la huída definitiva de un mundo mezqui­no e insensible que no comprende ni merece al poeta. Es la vuelta a los propios asuntos, al regazo caliente y amoroso de la tierra, a la absoluta seguridad del útero materno.
             ·     Por otra parte, la muerte representa la fuerza contraria frente a la que se afirma la vida y el individuo mismo. El romántico lucha desespera­damente contra la muerte en un ansia de inmortalidad. Es el reflejo litera­rio y cultural de la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo: el señor, que consigue su señorío en su lucha arriesgada contra la muerte y el esclavo que se pierde a sí mismo por el miedo a arriesgar su vida.
«El desenlace».
Utilizando, una vez más, las palabras de Sebol podríamos decir que «termine la obra romántica como termine, con la muerte del héroe o no, la figura máxima de la retórica del desconsolado sentir romántico es la actitud del suicida, y no el suicidio, como suele decirse al ser cuestión de los rasgos del Romanticismo; pues aún en esas historias románticas que de hecho concluyen con el suicidio, lo más romántico no es el mismo acto de privarse del aliento, sino el imaginarse la propia muerte como respuesta irrebatible del mal comprendido idealista joven, noble, ambicioso a un mun­do indigno, frío, indiferente».[5]

3.1.2. La huída en el tiempo. «Huída al pasado».
El pasado áureo, la época de oro en la que los románticos pretenden refugiarse es la de los siglos medievales, la edad oscura tan despreciada por los pensadores ilustrados inmediatamente anteriores por considerarla como el momento del apogeo de la superstición y del dominio despótico de los poderes irracionales, la época de la noche de la razón. Todas estas connotaciones, que pretendían tener un carácter peyorativo, era lo que les parecía a los románticos su mayor atractivo.
«Huída al futuro».
Esta huída hacia otras épocas no sólo es hacia el pasado sino que, aun­que sea menos conocido, también se produce en el Romanticismo una ten­dencia hacia el futuro, a la ensoñación y diseño de sociedades utópicas basadas en los grandes sentimientos de Igualdad, Libertad y Ayuda Mú­tua (que será, por otra parte el ideal de los nacientes socialismos utópicos) y que se diferencian, con toda claridad de las utopías renacentistas, mu­cho más racionalistas.
3.1.3. La huida en el espacio.— La búsqueda de paraísos perdidos es una constante del Romanticismo, países que aún no hayan sido contami­nados por la fiebre racionalista de Occidente, que mantengan vivas las fuer­zas primitivas e instintivas de la vida. Países en los que los valores supre­mos, los móviles de toda la actividad humana giren en torno a esas grandes palabras mágicas de la vida, el amor y la muerte.
Y, en este sentido, la verdadera tierra de promisión, los países que más llaman la atención de los románticos son España, los países musulmanes y los lejanos países de Oriente.
Quizás no sea demasiado significativo insistir en que la visión que los románticos tenían tanto del pasado como de estos países era una visión bastante deformada, reducida a simples estereotipos generalizadores. Nos veríamos obligados a entrar en un conjunto de precisiones en torno al con­cepto de «lo real». Baste decir, al respecto, que, para los románticos, lo real no es lo que se presenta directamente a los ojos, sino el trasfondo, la interpretación apasionada y onírica de la realidad por dpoeta o el pin­tor: el pintor no es un fotógrafo sino que pinta el paisaje que le gustaría que existiera, el poeta no canta la época o el país que existe sino que recrea el país o el momento como él lo siente o desea. El artista no pretende ser el testigo de su tiempo, sino la divinidad caprichosa y libre que crea el mun­do a su antojo. Y esta es, desde su perspectiva, la auténtica realidad. No existe, en su opinión, ciego mayor que el que sólo ve lo que tiene ante los ojos.
3.2. El Romanticismo como desafío. 
A pesar de que la visión estereoti­pada que hemos recibido del Romanticismo parece ajustarse hasta en los detalles más mínimos a lo que he dicho en el apartado anterior, debe afir­marse que el individualismo no siempre se desarrolló entre suspiros, cla­ros de Luna o harenes moriscos.
Existe una segunda manifestación de la autoafirmación: el desafío del hombre ante un mundo adverso o una sociedad de mediocres.
Como en el caso anterior, vamos a distinguir los componentes funda­mentales de esta nueva escenografía:
«El personaje».
Es el hombre auténtico, a mitad de camino entre la pureza absoluta y la perversidad, pero que afirma su propia personalidad: es el héroe, el bandido, el pirata, el D. Juan, el torero, el general victorioso, el libertador, el héroe popular.
No cabe duda de que el modelo que, de forma más o menos conscien­te, tenían los románticos ante los ojos al pensar en el héroe era Napoleón. Sentían una verdadera fascinación ante aquel hombre, hijo de una familia pobre y oscura, general a los veinticuatro años, que derrotó a los mejores generales a golpe de inteligencia, energía y audacia, que conquistó toda Europa, que emparentó con emperadores y que alcanzó la cima de la glo­ria, sueño dorado para todos los románticos.
Hay siempre en estos héroes románticos una fuerte personalidad, una rabiosa afirmación del genio y de la vida, una rebeldía contra el orden establecido pero, al mismo tiempo, una exquisita fidelidad al código mo­ral que él mismo crea y se impone. Bastaría recordar como ejemplo tópico la estrofa, sin duda alguna, más conocida de toda la literatura castellana:
«Que es mi barco mi tesoro,
 que es mi Dios la libertad,
mi ley, la fuerza y el viento,
mi única patria, la mar.»

El Escenario.
También en este caso el escenario de las conquistas del héroe románti­co es la naturaleza. Pero se trata ahora de una naturaleza embravecida con la que el héroe mismo mide sus fuerzas: la tormenta, el volcán, la natura­leza salvaje y hostil, el fragor de la batalla son algunos de los escenarios preferidos.
«Los temas».
En este ambiente, la creación artística se concibe, para algunos, como agresión al lector, como un modo de despertar la sensibilidad dormida, de hacer partícipe al espectador de esa lucha cósmica que parece desen­volverse ante sus ojos: lucha entre el bien y el mal, la pureza y el pecado, la razón y la pasión, Dios y el Diablo, los poderes terrenos y los poderes infernales.
Este impulso arrebatado intenta manifestarse plásticamente en la pin­tura romántica a través de la técnica (la elección de composiciones con un esquema diagonal o piramidal) y a través de los temas tratados, temas en los que predomina la representación del antagonismo de dos fuerzas violentas:
·  Combates de fieras, de hombres y fieras,
·  Caballeros dominando un corcel brioso y encabritado,
·  Temas de cazadores y domadores,
·  Guerreros dispuestos a entrar en combate...[6]
De todas formas, si me viera obligado a elegir algún ejemplo represen­tativo de esta tendencia eligiría, sin duda, la supuesta anécdota de Berlioz subiendo al Etna en plena erupción e increpando al volcán o el maravilloso cuadro de Gericault El naufragio de la Medusa (1818) tomado de un hecho real contemporáneo: los supervivientes de un naufragio apiñados en una balsa a la deriva y que luchan desesperadamente por sobrevivir aún a cos­ta de comerse unos a otros.

3.3. El compromiso político.

Uno de los aspectos más discutidos cuando se estudia el Romanticismo es el de su posición política. Hablando en tér­minos clásicos, si debe ser considerado como un movimiento de «Izquier­das» o de «Derechas», conservador o revolucionario. Y lo cierto es que,
planteadas así las cosas, se convierte en un problema irresoluble, tanto por las diferencias existentes en cada país cuanto porque, aún dentro del mis­mo país, el movimiento sufre un progresivo desplazamiento hacia la dere­cha o hacia la izquierda. Y a veces, incluso, tal desplazamiento se produce en la misma trayectoria personal de un sólo autor (como ocurre con Víc­tor Hugo, por ejemplo).
Hauser expone esta idea con una notable corrección:
«Lo característico del movimiento romántico no era que repre­sentara una concepción del mundo revolucionaria o antirrevolucio­naria, progresista o reaccionaria, sino el que alcanzara una u otra posición por un camino caprichoso, irracional y nada dialéctico. Su entusiasmo revolucionario era tan ajeno a la realidad como su con­servadurismo, y su exaltación por la 'Revolución, Fichte y el Wil­helm Meister, de Goethe', tan ingenua y tan lejana de la apreciación de las fuerzas verdaderas que mueven los acontecimientos de la his­toria como su frenética devoción por la Iglesia y el trono, la caba­llería y el feudalismo». HAUSER, A., o.c. Tomo 2, págs. 247-248.
No obstante, quizás fuera posible, a pesar de la diversidad, establecer un punto común de acuerdo compartido por todos. Este sería, sin duda, su carácter utópico. Aún en el caso de autores como Víctor Hugo que man­tienen una clara actividad política, sufriendo incluso por ella largos años de destierro, existe siempre un cierto distanciamiento casi estético ante los problemas: se compadecen los problemas, se intenta incluso atajarlos, pero sin atacar la causa última que los ha producido.
Quizás no exista prueba mejor de esta postura que los mismos versos de Víctor Hugo que se han puesto al frente de este programa y que otorga al poeta la misión utópica de preparar tiempos mejores:
Le poéte, en des jours impies,
Vient préparer des jours meilleurs.
II est I'homme des utopies,
Les pieds ici les yeux ailleurs.
Se canta, como ocurre en Hugo, los seres marginados, la tragedia inte­rior del último día de un condenado a muerte (en lo que se ha considera­do como uno de los mejores alegatos contra la pena de muerte) o se ensal­za la talla moral de un héroe innominado de las revoluciones americanas.
Es el tímido anuncio de que los seres anónimos van a convertirse en protagonistas de la historia. Pero estos seres anónimos y cotidianos no tienen todavía rostro, son arquetipos, no personajes. Se ha dicho aquí estos días que Víctor Hugo no creó ningún personaje. Sólo autorretratos más, o menos camuflados. Estos seres anónimos y cotidianos están todavía re­presentados con una cierta idealización, como ocurre con los campesinos que pinta Millet y que nos han visto crecer desde los calendarios de nues­tras cocinas. Unos campesinos que interrumpen su labor para rezar el Án­gelus, rodeados de una luz dorada y que se recortan contra el cielo en una sensación de monumentalidad, lograda a base del recurso técnico de colo­car la línea del horizonte muy baja. Sin duda alguna, siguen siendo unos campesinos vistos por los ojos del señor.
Y es que, a pesar de su vena populista, a pesar de las crueles caricatu­ras que Daumier hace de la burguesía, más incendiarias que el más radical de los panfletos, a pesar de todo, el Romanticismo es una ideología típica­mente burguesa: rompió con la estética cortesana y aristocrática y rompió con los patrocinios de la Iglesia y de la Corte para convertirse en una con­fesión a gritos, en la herida abierta del individuo que canta la aventura libre y laica de su propia existencia. Y esto no es otra cosa que la esencia última y más matizada del espíritu burgués.




[1] ROUSSEAU, J.J. Las confesiones del paseante solitario, EDA1--, Madrid, 1980, libro primero, pág. 27.

[2] Para estas manifestaciones me ha servido como trasfondo el riguroso es­tudio de PAULETTE GABAUDAN, El Romanticismo en Francia (1800-1850). Ediciones Universidad de Salamanca, 1979.

[3] HAUSER, A. Historia social de la literatura y el arte, Guadarrama, Ma­drid, 1974, Tomo 2, pág. 360.

[4] SEBOL, R.P. Trayectoria del romanticismo español, Crítica, Barcelona, 1983, pág. 15.

[5] SEBOL, R.P. o.c. pág. 36.

[6] HUYGHE, R. El Arte y el Hombre, Planeta, Barcelona, 1975, tomo 2, pág. 277.


2 comentarios:

  1. Querido Francisco:
    Lo leo desde México. Quisiera, primero, agradecerle por su invaluable aportación en este medio de comunicación que por lo general funciona como instrumento de dominación masiva, que a diario nos bombardea con los desechos (y deshechos) de una cultura que, como la Ilustración vista por Horkheimer y Adorno, se traiciona a sí misma por ser autodestructiva.
    En segundo lugar, me gustaría que rebatiera esta idea que me ronda la cabeza, para conocer sus límites y no casarme con ella: quizá pueda verse, en el canto a la individualidad del Romanticismo, no tanto una manifestación burguesa como una forma de inconformismo crítico que nace del tropezón entre la realidad de una industrialización implacable proveniente de un capitalismo voraz (siglos XVIII y XIX, especialmente en Inglaterra), y por tanto ideológicamente orientado a lo libertario, si bien es cierto que, como usted dice, no supera su carácter utópico ni ataca la causa última del problema social y político (pero, ¿sólo por ser utópico no tendría contenido ideológico crítico?). ¿Qué tan viable le parece, Francisco, esta idea?

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