domingo, 17 de noviembre de 2019

Pensar y actuar en tiempos de desconcierto







(texto preparado para una mesa redonda del "Otoño Sindical", organizado por la Fundación Jesús Pereda.  Segovia, 28 de Octubre)


PENSAR Y ACTUAR EN TIEMPOS DE DESCONCIERTO

Francisco Flecha Andrés

A veces, me invitan a participar en algún debate con la pretensión de que diga “qué dice la filosofía sobre esto o sobre aquello”. Hoy, estoy aquí para hablar sobre que dice la filosofía sobre el desorden de hoy en  la vida real.

Y me siento tentado a contestar: “Nada, no dice nada.  Es más, no os engañéis no existe “LA Filosofía”.   En todo caso, existen los filósofos.  Y cada uno es hijo de su padre y de su madre. Y, si me apuran, a lo más que puedo llegar es a reconocer dos tipos de filósofos:

·         Los que, desde algún territorio conquistado, desde algún tipo de “arje” inconmovible, neutral, riguroso y supuestamente racional comunican conclusiones, elaboran un tejido exquisito, omnicomprensivo ejerciendo un magisterio con vocación de universalidad puesto que, según dicen, se basa en supuestos valores y principios supremos y universales.
o   No me extraña que el poder, que nunca ha sido tonto, termine apadrinando y trayendo a su terreno posiciones tan golosas bajo las que encubrir intereses mucho menos neutrales y confesables.

·         Y aquellos otros que van por este mundo, con la mirada escrutadora del niño, del viajero recién llegado a un territorio a descubrir (que no a conquistar), compartiendo inquietudes, haciendo preguntas, huyendo de seguridades y conclusiones apresuradas, falsas, interesadas, en diálogo con otros igualmente inquietos, desorientados, empeñados en la tarea cotidiana de vivir con cierta dignidad (y asumiendo, incluso, las propias contradicciones).
o   O sea, a los ojos del poder, perroflautas, extravagantes inadaptados e inmaduros a los que es fácil atraer al redil con un carguín.

Ambos tipos han coexistido siempre. Aunque en tiempos de euforia y entusiasmo, de verdades redondas como cantos suelen abundar los del primer tipo, mientras que, en tiempos de duda, perplejidad o desengaño, de verdades sospechosas o intragables, son más abundantes o interesa más lo que piensan los segundos.
Ha habido pues (y de ahí partimos) épocas de euforia y entusiasmo y épocas de duda y desengaño
.
Las épocas de euforia y entusiasmo parecen estar sustentadas por grandes relatos.
·         Que giran en torno a ideas y valores supremos
o   Que se presentan como indiscutibles, como evidentes y neutrales (y que pueden ser: la voluntad revelada de los dioses, la razón, la virtud, el honor, etc.)
o   Que ofrecen un futuro de plenitud, felicidad, pureza (Algún paraíso, al fin).
·         Relatos que prometen un futuro de plenitud, de felicidad, de justicia y de pureza
·         Relatos que son defendidos por gente supuestamente desinteresada y neutral (filósofos, sacerdotes, maestros) revestidos de autoridad y actuando en procesos muy ritualizados y que se imparten en recintos sagrados (el templo, la cátedra, el palacio de justicia, el salón del trono, el parlamento…)
·         Relatos presentados en forma de sistemas omnicomprensivos que conllevan formas de actuación adecuadas y comportan un pensamiento y una moralidad únicos.

·         Y estos valores supremos, curiosamente, parecen estar encarnados en quien detenta el poder que, desde esa posición, parece tener la misión de cuidar de la ortodoxia (controlar, bendecir, excluir, premiar o castigar).
o   Aunque, muchas veces, esta ingrata labor de vigilar y castigar se delega en un cierto “peonaje de inculcación” (la familia, la escuela)

Como puede comprenderse, bajo esta etiqueta genérica de “épocas de euforia y entusiasmo” caben (y hemos vivido y sufrido, con frecuencia) formulaciones y realizaciones más o menos odiosas o más o menos aceptables.

Cabe, incluso, aquel sueño ilustrado de la Modernidad, sueño laico de progreso, paz perpetua y libertad construido gozosamente por ciudadanos que se creían racionales, libres, iguales, críticos y autónomos.

Hermoso sueño en que creímos hasta que perdimos la inocencia.

Y mira que nos lo habían advertido los viejos y queridos “maestros de la sospecha” (Marx, Freud y Nietzsche) cuando decían (a su modo, es verdad) que bajo la capa, pretendidamente neutral, de la Razón se enmascaraba una falsa conciencia, que lo que llamamos “racionalidad” no hace otra cosa que enmascarar intereses económicos, la represión del inconsciente, o una moralidad del resentimiento para débiles ovejas de un rebaño amodorrado.
Y la sospecha prendió en todos aquellos que, por entonces, ya no eran  (ya no éramos) tan jóvenes, tan creyentes y confiados y se convirtió en crisis verdadera al advertir que la promesa de progreso indefinido, de armonía, de racionalidad había naufragado totalmente en un mundo de lucha de intereses, de exclusión, de violencia, de tiranías dominantes…

Y la pregunta surgía, inevitable: ¿Cómo es posible que después de la esperanza excepcional creada por la Ilustración, que nos había permitido construir y confiar en el gran relato de la Razón humana como la forma suprema de emancipación, de fundamentación, por fin, de una moralidad laica y ciudadana,…cómo es posible que hayamos llegado a formas tan extremas de barbarie como el horror que sacudió Europa en los años 40, por ejemplo… o en los horrores sucesivos que, con frecuencia se han ido convirtiendo en cotidianos?
¿Cómo es posible confiar en la razón, después de Auschwitz?

“Escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie”, dijo Adorno[1]

Y lo explicaban Adorno y Horkheimer:  La diosa Razón tiene los pies de barro. La sociedad burguesa, en defensa de sus propios y exclusivos intereses ha secuestrado la razón, instrumentalizándola como forma de dominio.  El holocausto no fue un acto irracional: no se puede exterminar a 6 millones de personas sin un esquema racionalizador que convierta al asesino en ejemplar funcionario de un orden superior.
El sueño de la razón produce monstruos… y la razón instrumental, más todavía.

Y, por este camino de la desconfianza y la sospecha, a fuerza de ver la enorme distancia entre las verdades proclamadas y las miserias de la gente que decía defenderlas hemos ido cayendo en el desencanto, en esta nueva

Época de duda y desengaño. Época de negación y sospecha ante los grandes relatos. Conscientes de que detrás de las grandes palabras parece agazaparse siempre el poder y los intereses de dominio de una minoría privilegiada y dominante. Ni la razón ni eso que llamamos “los valores”, o los “derechos humanos” o la “naturaleza humana” parecen ser algo tan neutral, objetivo o universal como hemos pretendido.

Solo queda el recurso a los pequeños relatos, dijeron aquellos que anunciaban el final de una época y la entrada en la supuesta posmodernidad.

Una época caracterizada por
·        La defensa de lo individual (con sus propios intereses, deseos inclinaciones, etc.)
·        La defensa de lo diferente (vinculándose, en todo caso, con “lo parecido” (como refleja el auge de las “asociaciones” por encima de los partidos o los sindicatos) y que supone, al mismo tiempo algo tan contradictorio con esta defensa de lo diferente como puede ser el rechazo de “lo distinto” (xenofobia, racismo).
o   Nos relacionamos con los iguales en una especie de cámara de eco que conduce necesariamente al narcisismo; en una especie de ghetto virtual de “seguidores”, bloqueando cualquier crítica o pensamiento divergente.

·        Una época caracterizada por el disfrute apasionado del presente (entre un pasado oscuro que olvidar y un futuro incierto y amenazante), el hedonismo, la desmovilización, el relativismo
o   Épocas de falsa tolerancia, que entiende por tal esa cosa odiosa, a mi entender del “no, si yo respeto tu opinión” que me saca de quicio.  Que no, en todo caso, reconozco tu derecho a opinar, pero hay opiniones absolutamente asquerosas a las que me opondré hasta la muerte.

·        En fin, trescientas mil características con las que se han querido reflejar las incertidumbres del presente.

Aunque, no suele hablarse, la verdad de una categoría que, a mí, personalmente, me parece transcendental y, desde luego, muy apropiada para el debate en un marco como este:

·         Hasta ahora, en la cultura occidental, cuando se ha querido hacer referencia a la característica más definitoria del ser humano se ha apelado a su capacidad productiva.  El hombre es, esencialmente homo faber.  Las primeras pruebas de la hominización se han extraído de análisis de las producciones de aquellos primeros homínidos.
o   El trabajo creó la verdadera comunidad humana.
Unidos por las mismas necesidades idearon soluciones colectivas y relaciones permanentes (solidaridad, compromiso, actitud combativa, etc.
o   Y siguiendo la metodología marxista podemos hacer una historia de la humanidad analizando los modos de producción dominantes en cada época, en cada sociedad.

·         Sin embargo, en la situación actual el individuo no es tanto el que produce, ES EL PRODUCTO.
o   Nuestra actividad principal, nuestra principal preocupación es la de colocarnos en el mercado con éxito.
§  Y el éxito no depende tanto de la formación, o de la capacitación como del marketing.
·         No es cuestión de convencer, sino de seducir.
§  Para ello, debemos exhibirnos como algo apetecible.
·         De ahí el culto al cuerpo, la importancia de la imagen.
§  Eligiendo escaparates de gran audiencia (Mass Media, Redes Sociales)
·         Donde la realidad (nosotros mismos) nos hemos convertido en simulacro, escenarios y actores de un “reality”
·         Donde valemos tanto como gustamos a otros (¡dame un like!, ¡suscríbete!)
·         Y donde nos presentamos no como somos, sino con nuestra imagen de marca.
·         Donde el otro ya no es mi compañero, sino mi competidor o un producto a consumir.

·         Y todo esto produce un enorme vértigo, un terrible desasosiego:
o   Como el resto de los productos del mercado también nosotros tenemos fecha de caducidad: estamos en peligro inminente de dejar de ser apetecibles, de ser sustituidos por ofertas o novedades.
§  Los productores son necesarios, los productos, contingentes (Por parodiar la frase genial de “Amanece, que no es poco”)
o   Como ocurre en la sociedad capitalista, volcada en la producción de objetos de consumo, no de objetos necesarios, cada vez más, muchos de nosotros somos excedentes, deshechos humanos, material de mercadillo.

No me extraña que, a poco que se piense, nos invada el desengaño.

Pues menudo panorama.

Si no podemos volver, por engañosos, a los grandes relatos y, por otra parte, estos pequeños relatos posmodernos nos han llevado a semejante desengaño ¿qué salida nos queda?

Si, como dice Harari, el mono pelón que somos todavía ha conseguido sobrevivir no por sus pobres dotaciones biológicas sino por el hecho de haber sido capaz de crear y compartir un relato capaz de vincular a grandes grupos de congéneres desconocidos y dispersos en el espacio y en el tiempo,

·         ¿no podríamos elaborar un relato no engañoso, capaz de ilusionarnos y hacer posible una convivencia justa, pacífica y tolerante en el seno de sociedades multiculturales, multiétnicas y con diversidad de opciones políticas, religiosas o sexuales.

Pues, tal vez, sí.  Aunque, según creo, atendiendo a unos ciertos requisitos:

·         Frente a la tendencia, cada vez más tentadora, de replegarse a la privacidad, de asomarse al mundo solamente a través de monitores y de relacionarse con otros semejantes por las redes, bloqueando cualquier opinión incómoda o distinta, consumiendo la actualidad como espectáculo habría, tal vez que defender:
o   Que frente a los grandes relatos engañosos no sirve de nada la opción de pasar de todo.  La huida no es salvación, sino derrota.
o   Que la verdadera alternativa, según creo, sería proclamar en letras gordas:

“Nada hay fijo, eterno, inmutable.  Todo es (y debe ser) objeto permanente de discusión, de acuerdo, de negociación y de debate, sin posiciones dominantes, entre iguales”

Y diría (como dijeron hace años algunos compañeros)
·         Volvamos a las plazas, a cuerpo limpio, a ese espacio dedicado desde siempre a asambleas y mercados, a las fiestas de paisanos que disfrutan como iguales.
o   A ese espacio vacío y público
§  No ocupado por templos o por tronos, por dioses o por reyes, por amos o por siervos.
§  Visitado por cualquiera que mantiene íntegra la capacidad de dialogar, discutir, argumentar y hasta tratar de engañar si se me apura.

·         Y que, de esta discusión sin censuras, se extraigan los consensos y acuerdos que puedan plasmarse en leyes y normas firmes, pero siempre revisables.

Pero, bueno, para que esto no parezca (del todo) una ingenua propuesta retórica e ineficaz, concretaría diciendo que

·         Entre los discursos redondos y los debates delegados, en espacios sacralizados y por gente elegida y consagrada de los que ya parecemos estar suficientemente vacunados
¡Ay!, cuando los movimientos se articulan (exclusivamente) en partidos con todo su aparato que excluye disidencias y corrientes…
·         Y la desmovilización desencantada que parece llevar a una disolución de cualquier vínculo social de compromiso y armonía
·         Hay un camino intermedio que merece ser explorado: el debate continuo y permanente, libre e igualitario sobre todo aquello que realmente parece interesarnos.


Y como siempre que se tiene la conciencia de estar viviendo en una crisis de principios y valores se recurre a la escuela y los maestros, como bálsamo (despreciados en tiempos de progreso, pero a quienes se les encomienda, en exclusiva, la responsabilidad de atajar aquellos males colectivos que la escuela no ha provocado, sino que sufre, la primera.

Y así surgió, si recordáis, esa cosa de “Educación en valores”, como una especie de rearme moral, capaz de iluminarnos de nuevo en un proyecto de convivencia tolerante
·         Pero ¿qué valores pueden interesarnos hasta el punto de no parecer imposiciones externas de alguien a quien tales valores favorezcan en sus propios intereses?
·         ¿Por qué tengo yo que ser tolerante, solidario, respetuoso, comprensivo y todas esas cosas que siempre parecen ser dirigidas como una ofrenda a gente que no conozco y ni siquiera me interesa (cuando no son feroces competidores)?

Y, como Descartes al abrigo de la estufa, me parece que, también aquí, habría que cambiar de perspectiva:
“Olvidémonos de los valores (que, en todo caso será una conclusión final, pero no un punto de partida), y partamos de aquellas necesidades elementales que todos compartimos y, para más unanimidad, formulémoslas como deseos:

Necesidades básicas, ya os digo, por ejemplo:
·         Quiero vivir bien, con una vida sana, digna, desahogada y feliz.
·         Quiero que alguien me quiera y tener alguien a quien querer.
·         Quiero saber (y decidir) las reglas de este juego.  Que se espera de mí y que tengo derecho yo esperar
·         Y después de todo esto, quiero que me dejen en paz.  Quiero tener la posibilidad de elegir mi forma de vida y ser respetado.

Cosas sencillas, ya se ve, pero que pueden servir para un debate general de casi todo, siempre que se analicen las causas objetivas que impiden que todo ello sea posible, ya que, con frecuencia, el más peligroso de los grandes relatos ha sido aquel que parecía decirnos:
“vivimos en un mundo libre y de grandes posibilidades, donde con un poco de esfuerzo podrás llegar adonde quieras…  y si no lo consigues

¡Tuya es la culpa, gilipollas!

Esta ha sido (y sigue siendo) la gran astucia del sistema:  hacernos cambiar de perspectiva:
De una sociedad vivenciada como injusta, a una sociedad vivenciada como neurótica

En la vivencia de la injusticia las causas de mis males eran algo exterior, localizable, objetivo:
·         Cuando trabajaba en la fábrica de mantecadas “Viuda de don Germán e hijos” mis problemas tenían mucho que ver con la viuda de don Germán e hijos.

En la vivencia de la neurosis, la causa de mis males está dentro de mí y, en muchos casos es subjetiva e imaginaria.

La injusticia moviliza, la neurosis nos encierra en nosotros mismos e impide cualquier movilización.

En ambos casos, la solución está en luchar, personal y colectivamente contra las causas REALES de la injusticia

La neurotización (la interiorización de la culpa) es la forma más sibilina (y eficaz, al parecer) de dominio y sumisión.

Y si esto es así, no nos queda más remedio que atender, ahora todavía, a la llamada de Celaya, cuando entonces:

“A la calle que ya es hora
 de pasearnos a cuerpo
 y mostrar que, pues vivimos,
(Aunque viejos)
 anunciamos algo nuevo”



[1] A no ser que uno sea Mestre (diría yo) y utilice la poesía como caja de herramientas para hacer visible lo invisible y devolver la dignidad, la voz y la palabra a los que yacen sepultados en cunetas olvidadas.

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