(texto preparado para una mesa redonda del "Otoño Sindical", organizado por la Fundación Jesús Pereda. Segovia, 28 de Octubre)
PENSAR Y ACTUAR EN TIEMPOS DE DESCONCIERTO
Francisco Flecha Andrés
A veces, me invitan a participar
en algún debate con la pretensión de que diga “qué dice la filosofía sobre esto
o sobre aquello”. Hoy, estoy aquí para hablar sobre que dice la filosofía sobre
el desorden de hoy en la vida real.
Y me siento tentado a contestar:
“Nada, no dice nada. Es más, no os
engañéis no existe “LA Filosofía”. En
todo caso, existen los filósofos. Y cada
uno es hijo de su padre y de su madre. Y, si me apuran, a lo más que puedo
llegar es a reconocer dos tipos de filósofos:
·
Los que, desde algún territorio conquistado,
desde algún tipo de “arje” inconmovible, neutral, riguroso y supuestamente
racional comunican conclusiones, elaboran un tejido exquisito, omnicomprensivo
ejerciendo un magisterio con vocación de universalidad puesto que, según dicen,
se basa en supuestos valores y principios supremos y universales.
o
No me extraña que el poder, que nunca ha sido
tonto, termine apadrinando y trayendo a su terreno posiciones tan golosas bajo
las que encubrir intereses mucho menos neutrales y confesables.
·
Y aquellos otros que van por este mundo, con la
mirada escrutadora del niño, del viajero recién llegado a un territorio a
descubrir (que no a conquistar), compartiendo inquietudes, haciendo preguntas,
huyendo de seguridades y conclusiones apresuradas, falsas, interesadas, en
diálogo con otros igualmente inquietos, desorientados, empeñados en la tarea
cotidiana de vivir con cierta dignidad (y asumiendo, incluso, las propias
contradicciones).
o
O sea, a los ojos del poder, perroflautas,
extravagantes inadaptados e inmaduros a los que es fácil atraer al redil con un
carguín.
Ambos tipos han coexistido
siempre. Aunque en tiempos de euforia y entusiasmo, de verdades redondas como
cantos suelen abundar los del primer tipo, mientras que, en tiempos de duda,
perplejidad o desengaño, de verdades sospechosas o intragables, son más
abundantes o interesa más lo que piensan los segundos.
Ha habido pues (y de ahí
partimos) épocas de euforia y entusiasmo y épocas de duda
y desengaño
.
Las épocas de euforia y
entusiasmo parecen estar sustentadas por grandes relatos.
·
Que giran en torno a ideas y valores supremos
o
Que se presentan como indiscutibles, como
evidentes y neutrales (y que pueden ser: la voluntad revelada de los dioses, la
razón, la virtud, el honor, etc.)
o
Que ofrecen un futuro de plenitud, felicidad,
pureza (Algún paraíso, al fin).
·
Relatos que prometen un futuro de plenitud, de
felicidad, de justicia y de pureza
·
Relatos que son defendidos por gente
supuestamente desinteresada y neutral (filósofos, sacerdotes, maestros)
revestidos de autoridad y actuando en procesos muy ritualizados y que se imparten
en recintos sagrados (el templo, la cátedra, el palacio de justicia, el salón
del trono, el parlamento…)
·
Relatos presentados en forma de sistemas
omnicomprensivos que conllevan formas de actuación adecuadas y comportan un
pensamiento y una moralidad únicos.
·
Y estos valores supremos, curiosamente, parecen
estar encarnados en quien detenta el poder que, desde esa posición, parece
tener la misión de cuidar de la ortodoxia (controlar, bendecir, excluir,
premiar o castigar).
o
Aunque, muchas veces, esta ingrata labor de
vigilar y castigar se delega en un cierto “peonaje de inculcación” (la familia,
la escuela)
Como puede comprenderse, bajo
esta etiqueta genérica de “épocas de euforia y entusiasmo” caben (y hemos
vivido y sufrido, con frecuencia) formulaciones y realizaciones más o menos
odiosas o más o menos aceptables.
Cabe, incluso, aquel sueño
ilustrado de la Modernidad, sueño laico de progreso, paz perpetua y libertad
construido gozosamente por ciudadanos que se creían racionales, libres,
iguales, críticos y autónomos.
Hermoso sueño en que creímos
hasta que perdimos la inocencia.
Y
mira que nos lo habían advertido los viejos y queridos “maestros de la
sospecha” (Marx, Freud y Nietzsche) cuando decían (a su modo, es verdad) que
bajo la capa, pretendidamente neutral, de la Razón se enmascaraba una falsa
conciencia, que lo que llamamos “racionalidad” no hace otra cosa que enmascarar
intereses económicos, la represión del inconsciente, o una moralidad del
resentimiento para débiles ovejas de un rebaño amodorrado.
Y
la sospecha prendió en todos aquellos que, por entonces, ya no eran (ya no éramos) tan jóvenes, tan creyentes y
confiados y se convirtió en crisis verdadera al advertir que la promesa de
progreso indefinido, de armonía, de racionalidad había naufragado totalmente en
un mundo de lucha de intereses, de exclusión, de violencia, de tiranías
dominantes…
Y
la pregunta surgía, inevitable: ¿Cómo es posible que después de la esperanza
excepcional creada por la Ilustración, que nos había permitido construir y
confiar en el gran relato de la Razón humana como la forma suprema de
emancipación, de fundamentación, por fin, de una moralidad laica y
ciudadana,…cómo es posible que hayamos llegado a formas tan extremas de
barbarie como el horror que sacudió Europa en los años 40, por ejemplo… o en
los horrores sucesivos que, con frecuencia se han ido convirtiendo en
cotidianos?
¿Cómo es posible confiar en la razón, después de Auschwitz?
“Escribir poesía
después de Auschwitz es un acto de barbarie”, dijo Adorno[1]
Y lo explicaban Adorno y
Horkheimer: La diosa Razón tiene los
pies de barro. La sociedad burguesa, en defensa de sus propios y exclusivos
intereses ha secuestrado la razón, instrumentalizándola como forma de
dominio. El holocausto no fue un acto
irracional: no se puede exterminar a 6 millones de personas sin un esquema
racionalizador que convierta al asesino en ejemplar funcionario de un orden
superior.
El sueño de la razón produce monstruos… y la razón instrumental, más
todavía.
Y, por este camino de
la desconfianza y la sospecha, a fuerza de ver la enorme distancia entre las
verdades proclamadas y las miserias de la gente que decía defenderlas hemos ido
cayendo en el desencanto, en esta nueva
Época de duda y
desengaño. Época de negación y
sospecha ante los grandes relatos. Conscientes de que detrás de las grandes
palabras parece agazaparse siempre el poder y los intereses de dominio de una
minoría privilegiada y dominante. Ni la razón ni eso que llamamos “los
valores”, o los “derechos humanos” o la “naturaleza humana” parecen ser algo tan
neutral, objetivo o universal como hemos pretendido.
Solo queda el recurso a los pequeños relatos, dijeron aquellos que
anunciaban el final de una época y la entrada en la supuesta posmodernidad.
Una época caracterizada por
·
La defensa
de lo individual (con sus propios intereses, deseos inclinaciones, etc.)
·
La defensa
de lo diferente (vinculándose, en todo caso, con “lo parecido” (como refleja el
auge de las “asociaciones” por encima de los partidos o los sindicatos) y que
supone, al mismo tiempo algo tan contradictorio con esta defensa de lo diferente
como puede ser el rechazo de “lo distinto” (xenofobia, racismo).
o
Nos
relacionamos con los iguales en una especie de cámara de eco que conduce
necesariamente al narcisismo; en una especie de ghetto virtual de “seguidores”,
bloqueando cualquier crítica o pensamiento divergente.
·
Una época
caracterizada por el disfrute apasionado del presente (entre un pasado oscuro
que olvidar y un futuro incierto y amenazante), el hedonismo, la
desmovilización, el relativismo
o
Épocas de
falsa tolerancia, que entiende por tal esa cosa odiosa, a mi entender del “no,
si yo respeto tu opinión” que me saca de quicio. Que no, en todo caso, reconozco tu derecho a
opinar, pero hay opiniones absolutamente asquerosas a las que me opondré hasta
la muerte.
·
En fin,
trescientas mil características con las que se han querido reflejar las
incertidumbres del presente.
Aunque, no suele hablarse, la verdad de una categoría que, a mí,
personalmente, me parece transcendental y, desde luego, muy apropiada para el
debate en un marco como este:
·
Hasta
ahora, en la cultura occidental, cuando se ha querido hacer referencia a la
característica más definitoria del ser humano se ha apelado a su capacidad
productiva. El hombre es, esencialmente homo faber.
Las primeras pruebas de la hominización se han extraído de análisis
de las producciones de aquellos primeros homínidos.
o
El trabajo
creó la verdadera comunidad humana.
Unidos por las mismas necesidades idearon
soluciones colectivas y relaciones permanentes (solidaridad, compromiso,
actitud combativa, etc.
o
Y
siguiendo la metodología marxista podemos hacer una historia de la humanidad
analizando los modos de producción dominantes en cada época, en cada sociedad.
·
Sin
embargo, en la situación actual el individuo no es tanto el que produce, ES EL
PRODUCTO.
o
Nuestra
actividad principal, nuestra principal preocupación es la de colocarnos en el mercado con éxito.
§ Y el éxito no depende tanto de la formación, o
de la capacitación como del marketing.
·
No es
cuestión de convencer, sino de seducir.
§ Para ello, debemos exhibirnos como algo apetecible.
·
De ahí el
culto al cuerpo, la importancia de la imagen.
§ Eligiendo escaparates de gran audiencia (Mass
Media, Redes Sociales)
·
Donde la
realidad (nosotros mismos) nos hemos convertido en simulacro, escenarios y
actores de un “reality”
·
Donde
valemos tanto como gustamos a otros (¡dame un like!, ¡suscríbete!)
·
Y donde
nos presentamos no como somos, sino con nuestra imagen de marca.
·
Donde el
otro ya no es mi compañero, sino mi competidor o un producto a consumir.
·
Y todo
esto produce un enorme vértigo, un terrible desasosiego:
o
Como el
resto de los productos del mercado también nosotros tenemos fecha de caducidad:
estamos en peligro inminente de dejar de ser apetecibles, de ser sustituidos
por ofertas o novedades.
§ Los productores son necesarios, los productos,
contingentes (Por parodiar la frase genial de “Amanece, que no es poco”)
o
Como
ocurre en la sociedad capitalista, volcada en la producción de objetos de
consumo, no de objetos necesarios, cada vez más, muchos de nosotros somos
excedentes, deshechos humanos, material de mercadillo.
No me extraña que, a poco que se piense, nos invada el desengaño.
Pues menudo panorama.
Si no podemos volver, por engañosos, a los grandes relatos y, por otra
parte, estos pequeños relatos posmodernos nos han llevado a semejante desengaño
¿qué salida nos queda?
Si, como dice Harari, el mono pelón que somos todavía ha conseguido
sobrevivir no por sus pobres dotaciones biológicas sino por el hecho de haber
sido capaz de crear y compartir un relato capaz de vincular a grandes grupos de
congéneres desconocidos y dispersos en el espacio y en el tiempo,
·
¿no
podríamos elaborar un relato no engañoso, capaz de ilusionarnos y hacer posible
una convivencia justa, pacífica y tolerante en el seno de sociedades
multiculturales, multiétnicas y con diversidad de opciones políticas,
religiosas o sexuales.
Pues, tal vez, sí. Aunque, según
creo, atendiendo a unos ciertos requisitos:
·
Frente a
la tendencia, cada vez más tentadora, de replegarse a la privacidad, de
asomarse al mundo solamente a través de monitores y de relacionarse con otros
semejantes por las redes, bloqueando cualquier opinión incómoda o distinta,
consumiendo la actualidad como espectáculo habría, tal vez que defender:
o
Que frente
a los grandes relatos engañosos no sirve de nada la opción de pasar de todo. La huida no es salvación, sino derrota.
o
Que la
verdadera alternativa, según creo, sería proclamar en letras gordas:
“Nada hay fijo, eterno,
inmutable. Todo es (y debe ser) objeto
permanente de discusión, de acuerdo, de negociación y de debate, sin posiciones
dominantes, entre iguales”
Y diría (como dijeron hace años
algunos compañeros)
·
Volvamos a las plazas, a cuerpo limpio, a ese
espacio dedicado desde siempre a asambleas y mercados, a las fiestas de
paisanos que disfrutan como iguales.
o
A ese espacio vacío y público
§
No ocupado por templos o por tronos, por dioses
o por reyes, por amos o por siervos.
§
Visitado por cualquiera que mantiene íntegra la
capacidad de dialogar, discutir, argumentar y hasta tratar de engañar si se me
apura.
·
Y que, de esta discusión sin censuras, se
extraigan los consensos y acuerdos que puedan plasmarse en leyes y normas firmes,
pero siempre revisables.
Pero, bueno, para que esto no
parezca (del todo) una ingenua propuesta retórica e ineficaz, concretaría
diciendo que
·
Entre los discursos redondos y los debates
delegados, en espacios sacralizados y por gente elegida y consagrada de los que
ya parecemos estar suficientemente vacunados
¡Ay!, cuando los movimientos se articulan (exclusivamente) en partidos
con todo su aparato que excluye disidencias y corrientes…
·
Y la desmovilización desencantada que parece
llevar a una disolución de cualquier vínculo social de compromiso y armonía
·
Hay un camino intermedio que merece ser
explorado: el debate continuo y permanente, libre e igualitario sobre todo
aquello que realmente parece interesarnos.
Y como siempre que se tiene la
conciencia de estar viviendo en una crisis de principios y valores se recurre a
la escuela y los maestros, como bálsamo (despreciados en tiempos de progreso,
pero a quienes se les encomienda, en exclusiva, la responsabilidad de atajar
aquellos males colectivos que la escuela no ha provocado, sino que sufre, la
primera.
Y así surgió, si recordáis, esa
cosa de “Educación en valores”, como una especie de rearme moral, capaz de
iluminarnos de nuevo en un proyecto de convivencia tolerante
·
Pero ¿qué valores pueden interesarnos hasta el
punto de no parecer imposiciones externas de alguien a quien tales valores
favorezcan en sus propios intereses?
·
¿Por qué tengo yo que ser tolerante, solidario,
respetuoso, comprensivo y todas esas cosas que siempre parecen ser dirigidas
como una ofrenda a gente que no conozco y ni siquiera me interesa (cuando no
son feroces competidores)?
Y, como Descartes al abrigo de la
estufa, me parece que, también aquí, habría que cambiar de perspectiva:
“Olvidémonos de los valores (que,
en todo caso será una conclusión final, pero no un punto de partida), y
partamos de aquellas necesidades elementales que todos compartimos y, para más
unanimidad, formulémoslas como deseos:
Necesidades básicas, ya os digo,
por ejemplo:
·
Quiero vivir bien, con una vida sana, digna,
desahogada y feliz.
·
Quiero que alguien me quiera y tener alguien a
quien querer.
·
Quiero saber (y decidir) las reglas de este
juego. Que se espera de mí y que tengo
derecho yo esperar
·
Y después de todo esto, quiero que me dejen en
paz. Quiero tener la posibilidad de
elegir mi forma de vida y ser respetado.
Cosas sencillas, ya se ve, pero
que pueden servir para un debate general de casi todo, siempre que se analicen
las causas objetivas que impiden que todo ello sea posible, ya que, con
frecuencia, el más peligroso de los grandes relatos ha sido aquel que parecía
decirnos:
“vivimos en un mundo libre y de
grandes posibilidades, donde con un poco de esfuerzo podrás llegar adonde
quieras… y si no lo consigues
¡Tuya es la culpa, gilipollas!
Esta ha sido (y sigue siendo) la
gran astucia del sistema: hacernos
cambiar de perspectiva:
De una sociedad vivenciada
como injusta, a una sociedad vivenciada como neurótica
En la vivencia de la injusticia
las causas de mis males eran algo exterior, localizable, objetivo:
·
Cuando trabajaba en la fábrica de mantecadas
“Viuda de don Germán e hijos” mis problemas tenían mucho que ver con la viuda
de don Germán e hijos.
En la vivencia de la neurosis, la
causa de mis males está dentro de mí y, en muchos casos es subjetiva e
imaginaria.
La injusticia moviliza, la
neurosis nos encierra en nosotros mismos e impide cualquier movilización.
En ambos casos, la solución está
en luchar, personal y colectivamente contra las causas REALES de la injusticia
La neurotización (la
interiorización de la culpa) es la forma más sibilina (y eficaz, al parecer) de
dominio y sumisión.
Y si esto es así, no nos queda
más remedio que atender, ahora todavía, a la llamada de Celaya, cuando
entonces:
“A la calle
que ya es hora
de pasearnos a cuerpo
y mostrar que, pues vivimos,
(Aunque viejos)
anunciamos algo nuevo”
[1] A no ser
que uno sea Mestre (diría yo) y utilice la poesía como caja de herramientas para
hacer visible lo invisible y devolver la dignidad, la voz y la palabra a los
que yacen sepultados en cunetas olvidadas.
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