El concepto de vecindad es un
concepto central en la cultura rural. Es más, podríamos decir que se trata de
una auténtica realidad originaria, en el sentido de que de ella dependen todas
las demás realidades. Es lo que confiere el auténtico status social de los
individuos. Y si en todas las culturas tiene importancia este ser social, en la
cultura rural, la importancia es infinitamente mayor.
Quizá por este mismo hecho de que
la cultura rural está fuertemente basada en el concepto de comunidad, el
individuo concreto apenas cuenta, sino es como perteneciente a un grupo. Y este
grupo o, por seguir la definición académica, esta “comunidad altamente
centralizada, tanto estructural como emocionalmente” que “proporciona la
totalidad de las relaciones humanas”[1] es el
pueblo. Y la pertenencia al pueblo es lo que se expresa con el concepto de
vecindad.
Esta situación de vecino se
adquiere por el nacimiento o por el matrimonio con un miembro de la comunidad.
Las personas o familias que venían al pueblo no adquirían el título de vecinos
hasta después de un período relativamente largo de permanencia ininterrumpida
en él. Ese período podía oscilar entre los dos y los cinco años. Después de ese
tiempo, y empadronados en el pueblo, se pasaba a ser vecino con todos los
derechos y deberes que esto llevaba consigo.
El
reconocimiento de la situación de vecino solía tener su manifestación externa
en la adjudicación de un lote de tierra (quiñón,
suerte) del patrimonio comunal[2]. En
muchos pueblos, cuando el individuo nacido en el pueblo llegaba a la mayoría de
edad, se le daba “media suerte”. Si este vecino se casaba con una vecina del
mismo pueblo, se les concedía automáticamente “una suerte entera”. Si uno de
los cónyuges era forastero no se les daba el quiñón hasta que no hubieran
pasado dos años de permanencia ininterrumpida (o el tiempo que marque la costumbre).
Si el individuo se quedaba soltero, se le concedía una suerte entera cuando Llegaba
a la madurez (alrededor de los 35). El párroco, el maestro o el médico eran
considerados vecinos desde el momento en que tomaban posesión de su cargo y,
en ese momento, se les adjudicaba el quiñón.
De todas formas, este período de
tiempo, más o menos largo, hasta la aceptación como vecino, cumplía también la
misión de ser un tiempo en el que el individuo, mediante un proceso de
socialización, debía ir interiorizando las normas y los valores del pueblo,
debía considerar al pueblo como algo propio e idealizarlo, como el resto de los
miembros. Por lo tanto, según sea el comportamiento del individuo, el pueblo le
aceptara mucho antes. Esta aceptación también depende de que la familia o el
individuo tengan el mismo modo de vida o la misma ocupación que el resto del
pueblo. En este sentido, los profesionales (el veterinario, el secretario del
Ayuntamiento, los agentes del Ministerio de Agricultura, el maestro, el médico
y el cura), aunque oficialmente o de una forma legal sean considerados como
vecinos desde el momento en que toman posesión del cargo, no llegan nunca, o
llegan muy difícilmente, a ese grado de vecindad que supone el ser considerado
por la comunidad como “uno de los nuestros”. Esto podría estar
causado por el hecho de que estos individuos no llegan a aceptar completamente
las normas, las costumbres y, sobre todo, los rencores del pueblo, sino que
suelen mantener una postura crítica ante ellos, unido a unos intereses y a una
ocupación distinta. Así pues, la aceptación es más bien a nivel individual que
institucional.
Cuando el pueblo
reconoce en el funcionario esta comunidad de intereses y de vida, manifiesta
su aceptación por medio de pequeños regalos (la primicia de las vendimias o de
las matanzas). Esta pobre aceptación de la vecindad de los funcionarios podría
deberse también al hecho de que éstos suelen atender a otros pueblos vecinos al
mismo tiempo y, por lo tanto, rompen el esquema de equiparación entre pueblo
(como lugar geográfico) y comunidad, que para ellos tiene tanta importancia.
Hay que tener en cuenta, en este sentido, cómo el sentimiento de pertenencia y
de consideración de miembro del grupo se pierde, incluso, con aquellas familias
que viven diseminadas por el campo.
Por eso, tendríamos que insistir
en la importancia que tiene en la comunidad rural el vivir juntos para lograr
la cohesión del grupo: en los pueblos en que, por circunstancias de
poblamiento, aparecen dos núcleos de población (los barrios) separados por
algún accidente geográfico (la presa, el río, la loma, ...), o una vía de
comunicación (la estación, la carretera, ...), o alguna construcción (la
iglesia, el molino, la ermita, el cementerio, la escuela, ...), no solamente
desaparece la cohesión sino que surgen, incluso, rivalidades entre ellos.
Para los nacidos
en el pueblo, la vecindad no se pierde nunca del todo, aunque sólo sea a nivel
afectivo, aunque trasladen su domicilio y se vayan a vivir a otro pueblo o a la
ciudad. Siguen siendo “hijos del pueblo”, y los hijos de éstos no son nunca
considerados como forasteros.
Esta unión total
creada entre todos los miembros de la comunidad rural o del pueblo[3], está
reforzada por tres mecanismos especiales: El patriotismo, el control social y
la solidaridad estructural entre los miembros.
El patriotismo local
Los miembros de un pueblo se sienten orgullosos de pertenecer a él. Quizá
por un sentido de identificación y porque, por su medio, satisfacen sus
impulsos de pertenencia. Se identifica el grupo propio con el grupo de
referencia. Y esto, gracias a un proceso e idealización del propio pueblo.
Ejemplos de idealización del propio pueblo nos los proporcionan, también en
este caso, con enorme abundancia, las coplas populares[4]:
No hay pueblo como mi pueblo,
ni valle como mi valle,
ni casa como mi casa,
ni calle como mi calle.
Piedrasecha es un jardín
ameno por su belleza,
allí se encuentra la granja
y el paseo de la reina.
A veces también
se cantan las excelencias de la región entera, en una especie de solidaridad
mayor:
Si quieres que cante el carro
al estilo la Ribera,
pon el eje de negrillo,
los verdugos de Salguera.
La Montaña
es un jardín,
las montañesas son flores.
El que quiera ser feliz
busque en la Montaña
amores.
Yo nací en la Montaña
y morir en ella quiero
que corre el aire más puro
y está más cerca del cielo.
En la Montaña nací
y a la Montaña yo vuelvo
porque, porque en la Montaña
se cría todo lo bueno.
Otras veces se
hace resaltar alguna característica, real o imaginaria, del pueblo, que le
distingue de los pueblos vecinos. Son características, en este sentido, las
coplas que empiezan por “Dos cosas tiene...” o “Si quieren saber, señores...”,
que la mayoría de los pueblos adaptan a su propia situación:
Dos cosas tiene Boñar
que no las tiene León:
el maragato en la torre
y, en la plaza, el negrillón.
Vegamián tiene dos cosas
que no las tiene León:
la fuente de los corrales
y la peña “el Susarón”.
Vegamián tiene dos cosas:
que no las tiene Madrid:
la ermita de San Antonio,
la vega, que es un jardín.
Si quieren saber, señores,
dónde está la bizarría
de Villavidel pa'abajo
y de Toreno pa'arriba.
Si quieres saber de fijo
dónde está la bizarría
en el pueblo de Nocedo,
partido de La Vecilla.
Este mismo
sentido tienen aquellas coplas que, partiendo de las cualidades indiscutibles
de otros pueblos, afirman igualmente su cualidad distintiva:
Campana, la de Toledo,
catedral, la de León,
puente el de Villarente
y rollo el de Villalón.
En Cifuentes, los valientes,
en Nava, los caballeros,
en Valdealcón, los hidalgos,
en Garfín, los carboneros.
Para cantar, los de Babia,
para lino, la Ribera,
para mocitas de garbo
las de Otero de las Dueñas.
En Villacorta, la rama,
en Valderrueda, la hoja,
en La Sota,
los rosales
y en Morgovejo, las rosas.
En este
patriotismo local, tiene una importancia extraordinaria la advocación del
santo patrono y la fiesta del pueblo, como una especie de afirmación del
pueblo dentro de la comarca. Lo mismo ocurre con la lucha tácita de los
pueblos por tener la mejor iglesia, las campanas que se oigan desde más lejos,
la torre más alta, etcétera.
Así pues, este patriotismo local corre
siempre paralelo con una fuerte hostilidad hacia los pueblos vecinos. Esta
hostilidad es muchísimo más fuerte entre los pueblos del mismo
ayuntamiento. Los habitantes del pueblo vecino son siempre vistos como más
falsos, más vagos, más tacaños y hasta más feos. Estas hostilidades pueden
terminar empujadas por solidaridades superiores. Por ejemplo, en la “mili”,
cuando los mozos se encuentran fuera del ambiente, rodeados de gente
desconocida, por primera vez en su vida, entonces consideran al del pueblo de
al lado como perteneciente al mismo grupo, porque, incluso los demás, les
aplican el mismo nombre regional: los montañeses, los parameses, los de la
ribera, los de León, etc. Pero esta solidaridad es siempre bastante
desconfiada y se rompe cuando surge el menor problema: “No, si los de ..., al
final, siempre dan la patada”. Lo mismo pasaría cuando se trata de un problema
comarcal: la apertura de una carretera o de un camino comarcal, etc. Pero,
también en este caso, suele ocurrir que los del pueblo vecino “den la patada” o
porque no pagan la cuota, o porque trabajan menos o por cualquier otra razón. Lo
mismo habría que decir de aquel del pueblo vecino que se casa y vive en el
pueblo propio: es más o menos aceptado, pero siempre con la misma desconfianza
que en los casos anteriores[5].
Sin
embargo, en las mozas se daba, a veces, el fenómeno contrario: parecían estar
más dispuestas a establecer relaciones con un forastero que con uno del propio
pueblo. Posiblemente pudiera influir en ello el deseo siempre mantenido de
abandonar el pueblo, de mejora de situación, de huida del control social, etc.
Lo cierto es que se trata de un fenómeno muy corriente, como lo demuestra la
tradición de “pagar el piso”, o la
advertencia que hace la copla:
El amor del forastero
es como la golondrina
que cuando acaba el verano
a su tierra se encamina.
De todas
formas, y en líneas generales, habría que decir que los forasteros son siempre
tratados con cortesía y amabilidad pero, al mismo tiempo, con una gran
desconfianza. En este sentido, José María Goy hace una descripción que me
parece muy aclaratoria:
“(Los montañeses) de ingenio despejadísimo y
bastante buena razón natural creen que el forastero, habituado a cosas grandes,
se burla de la pobreza y de la ignorancia, que en verdad no tienen, por lo cual
le miran con cierta prevención, que sólo se desvanece después de haberle sometido
a escrupuloso análisis que, siendo satisfactorio, da por resultado la entrega
total.
Más guay de los forasteros si del examen
resultan suspensos. Nada encontrarán hecho y se devanarán los sesos,
indagando, sin atinar con la causa de aquello, que ni es desvío, ni mal querer,
ni nada; con aquello impalpablemente hostil, indefinible, que no puede
atribuirse a nadie, siendo responsables todos.
Nunca verán mala cara; con ellos todos serán
afables, pero se encontrarán con que tienen que hacerlo todo, incluso saber los
caminos. Sin que nadie les oriente en lo más mínimo. Cuando de otra manera no
pueden excusarse, ellos, que son tan listos, se harán los tontos o los sordos.
En la conversación oirán que se usa un
pintoresco y figurado lenguaje, sumamente profundo, en el que, con agudísimas
sutilezas percibidas sólo por ellos, siguen imperturbables su charla con el
forastero, dando a entender con las mismas frases una cosa a este y otra a sus
convencinos”[6]
Esta desconfianza ante el forastero desaparece cuando éste se presenta
unido por lazos de amistad con algún miembro del pueblo. Por eso, la amistad
tiene una importancia capital en el mundo rural. Actúa como una especie de
salvoconducto con el que se asegura la aceptación. Esto ocurre con los
invitados a la fiesta patronal o a una boda. En este caso, todo el pueblo
procura tratar bien al forastero para que se haga una buena imagen del pueblo.
Un ejemplo del trato dispensado a los invitados puede ser la copla:
Báilala
bien, bailador,
a la moza
forastera,
no digan que en este pueblo
bailan de mala manera.
Otro tipo de forasteros que no
ofrecen desconfianzas es el de los pobres vagabundos que van de pueblo en
pueblo. Cada pobre llega al pueblo en una época determinada del año, siguiendo
un itinerario más o menos fijo y llega a establecer una cierta familiaridad con
los vecinos del pueblo, es casi como uno más y tiene hasta sus ciertos derechos.
Su alojamiento y manutención están institucionalizados con la costumbre de “el
palo de los pobres”. Según esta costumbre, el alojamiento de los pobres se
realizaba según un cierto turno o “velanda”. Se tenía, para ello, un palo, que
a veces estaba rematado en una cruz, de la que colgaba una campanilla. El pobre
recogía este palo en la última casa que hubiera prestado alojamiento, para
acudir a la próxima. Allí se le daba cena, cama y desayuno.
Los otros dos
grandes mecanismos de cohesión, que solamente citaremos no porque no tengan
importancia, sino porque encajarían mis en el análisis de la realidad
estructural del pueblo (que podría ser objeto de una dedicación más detallada),
son:
El control social,
que quizá sea uno de los rasgos distintivos de la sociedad rural, en la que
todo comportamiento está rígidamente normalizado y toda desviación es
terriblemente criticada o ridiculizada que es, sin duda alguna, la más cruel de
las críticas).
La solidaridad estructural
entre los miembros. Ante un trabajo que, la mayor parte de las
veces, revestía la forma de una dura lucha contra el miedo, contra una
naturaleza adversa, la solidaridad es, muchas veces, una cuestión de
supervivencia colectiva. Y así surge la ayuda mutua para trabajos: la recogida
de la hierba, la matanza del cerdo, la ayuda institucionalizada (las veceras,
las facenderas, las cofradías y las sociedades para la ayuda mutua en las desgracias).
Esta ayuda mutua está, con frecuencia, altamente ritualizada y suele terminar
con una celebración festiva que suele concretarse en una comida.
[1] Pitt-Rivers, J., Los hombres de la Sierra, Barcelona,
Crijalbo, 1971, 44 y 55.
[2] Estos quiñones eran intransferibles. Se sorteaban
periódicamente para igualar las oportunidades. A la muerte del vecino volvían
al común y se les otorgaba a otro nuevo vecino.
[3] Pitt-Rivers hace notar cómo en Castellano usamos la
misma palabra (pueblo) para designar tanto el marco geográfico como los
miembros del grupo que habitan este marco geográfico. Con lo cual, parece que
se quiere indicar la gran relación que existe entre medio geográfico y
comunidad (véase op. cit., 19). Esta obra, como ya habrá podido advertirse,
sirve de apoyo y de punto de comparación y referencia: para todo este
artículo.
[4] Las coplas que se citan están tomadas de la recopilación
de Domínguez Berrueta, M., del Cancionero Leonés, León, 1971.
De él se toman no solamente las coplas, sino buena parte de las
interpretaciones que aquí se hacen
[5] Sobre esto, puede leerse en Mancebo Valbuena: “Lo
cierto es que en la montaña leonesa, el asturiano es objeto de burla: el que
hizo el molino de Juan Horcadas, en un cerro, sin agua, fue un asturiano; el que
se empeñó en coger la Luna, antojándosele que era
un queso, porque estaba reflejada en el río grande desde el puente Torteros, y llevó
un chapuzón, fue un asturiano; los asturianos no comen más que barona, y beben
vino cuando pasan el Puerto. Y están envueltos siempre en niebla, y tienen
brujas y duendes, y sus vacas y sus ovejas son enanas, y todos los males que
ocurren acá son causados por asturianos. Si el Cierzo hiela los arbejos y Las
patatas, es que el asturiano se puso la montera; si llueve en primavera, es que
lloran los asturianos. Es el asturiano “loco y vano, poco fiel y mal cristiano”,
según la copla leonesa”. Mancebo
Valbuena, J. J., Lazo de almas, León, 1936, 196. Sería muy bueno saber
qué opinan los vecinos asturianos de las gentes de la montaña de León.
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