HOY VOY A HABLAR DEL CUENTO
Sólo
del literario, de momento
Francisco
Flecha
Por empezar por el principio, como suele ser habitual, debería hacer
públicos dos sentimientos, dominantes en estos momentos:
1.
Agradecimiento
a quien me ha invitado a hablar.
Cosa extremadamente meritoria y arriesgada donde las haya porque, que yo
sepa, es la primera vez que se invita a alguien a hablar de su obra cuando
apenas tiene obra. A no ser que lo que
se haya pretendido es que alguien venga a hablar del cuento. Y aquí sí.
Debo reconocer que han acertado de lleno. Lo digo sin rubor y sin orgullo. Pero, es cierto, lo que me sobra es cuento.
2.
Un
sentimiento de extrema osadía. Que
sólo he sido capaz de superar echando mano de otro bien patrimonial que tenemos
los que hacemos público aquello que escribimos: la enorme VANIDAD. Y digo osadía, por dos razones:
a.
Porque en esto de la literatura soy un
aficionado. Que no digo yo que no sea
escritor (que lo soy desde la escuela): soy escritor, lector, hablador,
comedor, bebedor… Pero, vamos, lo que
quiero decir es que en nada de eso soy profesional. O sea, que no vivo de ello. Que no me suelen pagar por escribir, por
leer, por hablar, por comer o por beber.
Son cosas que suelo hacer por gusto.
Pero bueno, es que, a veces, pienso que
esto del cuento es lo que pide. El
cuento nació para ser contado. En la
cocina, a los amigos, en momentos de ocio y desahogo. Como el chiste o la poesía.
El cuento (del cuento popular les hablo ahora) es, más bien, una actividad, de ciegos, de locos, de mendigos, de bohemios, de gente que va por los caminos.
Como fue el caso de Lorenzón, el mediapicha:
El cuento (del cuento popular les hablo ahora) es, más bien, una actividad, de ciegos, de locos, de mendigos, de bohemios, de gente que va por los caminos.
Como fue el caso de Lorenzón, el mediapicha:
Lorenzón,
pobre de oficio.
Lorenzón, por mal nombre el
mediapicha, asturiano de una pieza, vaquero en Cabañaquinta, sin más bienes que
lo puesto y un cuarterón de tabaco, harto de andar por las brañas, se echó a
los caminos de Dios a ejercer el viejo oficio de pobre, que es oficio de buen
apaño y poco riesgo si tienes la precaución de hacerlo lejos del pueblo.
Oficio que apenas pide herramienta o aparejos: dar recao si te lo piden,
ser modoso con la gente, huir de los sacristanes, ser tonto si te lo llaman y
azorrao si te conviene.
Con esto, que no es para tanto, aseguras la noche por los pajares, una
escudilla de sopas y hasta vino por san Roque.
Pero en esto está el oficio: en lograrlo sin parecer que lo pides.
Que, al principio, Lorenzón llegó una noche de febrero a Redipuertas y un
alma como Dios manda, por quitarle de la helada, le ofreció, caritativa:
-Pasa aquí pa’ la cocina y nos cuentas algo mientras cenamos.
Eran doce a la mesa, atacando las patatas con costilla con la prisa que da
el hambre y la escasez de la comida.
Y Lorenzón, en un rincón, ajeno a la ceremonia, como si ya hubiese cenado.
-Y ¿qué hay por Asturias, Lorenzo?
-Pues nada. Qué ha de haber. Lo de siempre. Telares y desconciertos.
-Cuenta, cuenta, Lorenzón, hombre y no te achiques.
-Pues nada, ya vos digo. Allá en el Puerto que la gocha de Antolín ha
parido trece crías.
-Y eso ¿qué tiene de malo?
-Pues según como se mire. Que como la gocha sólo tiene doce tetas,
viene a pasar lo que está pasando aquí: que mientras doce comen tan orondos a
otro le toca mirar.
b.
Y resulta una osadía por la misma dificultad que
tiene hablar del cuento. Esta dificultad
proviene, a su vez de otras cuantas consideraciones:
·
Porque son muchos los nombres con los que se
encuentra en íntima relación y con los cuales, incluso, se confunde (relato,
cuento, microrrelato, novela corta…)
·
Porque la
consideración de su valor es cambiante:
o
Se considera, a veces como un “género menor”:
son “cositas” que tienen el peligro de caer en el chascarrillo, en el
costumbrismo o en el experimentalismo vacío.
Y, además, tienen poca salida de venta.
Cuenta José María Merino que,
estando firmando ejemplares de uno de sus libros de cuentos, se le acercó una señora para preguntarle si
era una novela. Al enterarse de que se
trataba de un libro de cuentos dijo que no le interesaba porque “es que los
cuentos se acaban muy pronto”.
o
Otras veces se produce una glorificación
retórica y un poco falsa ya que, por un lado parece defenderse que se trata de
un género muy difícil ya que se trata de condensar en pocas palabras una
historia sin que pierda nada de su fuerza;
pero, en el fondo, lo que se valora (y se paga) es una novela como dios
manda
·
Porque se incluye a los cuentos dentro del cajón
genérico de la narrativa y, en este sentido, se impone siempre la comparación
con la novela. Pero, claro, podríamos
preguntarnos ¿dónde está la frontera entre un cuento largo y una novela
corta? Deberíamos decir que la cuestión
diferencial no es tanto la longitud (De
ser así no es raro que se considere como un cuento extraordinario el que sólo
consta de una palabra. Pereira, el
maestro Pereira, criticaba, con su sorna de siempre, un cuento que dijera “Entró en el pajar y se
pinchó con la aguja”)
La mejor comparación, creo, está entre una fotografía y una película. Las dos tienen que contar algo y, si es posible, producir algún tipo de emoción. Pero existe diferencias entre ellas: la fuerza de la película está en lo bien contada que esté la historia; la fuerza de la fotografía está en la capacidad de sugerencia que tiene. Ninguna es superior a la otra. (Aunque es más fácil que te salga una buena fotografía "por casualidad” que una buena película “por casualidad”.
La mejor comparación, creo, está entre una fotografía y una película. Las dos tienen que contar algo y, si es posible, producir algún tipo de emoción. Pero existe diferencias entre ellas: la fuerza de la película está en lo bien contada que esté la historia; la fuerza de la fotografía está en la capacidad de sugerencia que tiene. Ninguna es superior a la otra. (Aunque es más fácil que te salga una buena fotografía "por casualidad” que una buena película “por casualidad”.
De lo dicho
se deduce (o quiero deducir) que el cuento está más cerca de la poesía que de
la novela. Por no ir muy lejos, debería
decir que la gente de la que creo haber aprendido algo de esto: Antonio
Pereira, José María Merino, Luis Mateo Diez, Julio Llamazares, Fernando
Quiñones llegaron al cuento desde la poesía.
De la
poesía, el cuento ha heredado:
- · El gusto por el sabor de las palabras
- · La expresión contenida del sentimiento
- · La capacidad de sugerencia
- · El ritmo sostenido
·
Una cierta tendencia al “estribillo” o a la
circularidad narrativa
Y, por
último, la búsqueda de la complicidad de quien escucha. Aunque, a veces, no se consiga. Entonces el cuento no funciona, no lo
dudes. Que algo de eso está en Pereira:
LENTA ES LA LUZ DEL AMANECER EN LOS AEROPUERTOS PROHIBIDOS
Antonio Pereira
Una vez estaba Pepín Ramos el poeta inspirado en la
taberna que llaman el Senado, sentado a la mesa tosca, haciendo su papel de
poeta inspirado. Todos lo respetamos mucho en sus esperas de la voz misteriosa,
aunque nunca se le haya visto una página terminada. Vino un parroquiano de la
taberna con la alegría lúcida de los primeros vasos, y fisgó el renglón que
campeaba en la hoja.
Lenta es la luz del amanecer en los aeropuertos prohibidos.
El verso hermoso, todavía único, con que iba a arrancar el poema.
El parroquiano suspiró:
-Es un buen empiece, Pepín. Pero ahora qué.
Y algo de
esto he querido decir, o me parece, yo mismo, en lo que sigue:
PROVERBIO ÁRABE
Así empezaba cada mañana, como quien recita una plegaria, con la voz
reposaba de quien ha vivido cien vidas sucesivas desde el principio de los
tiempos:
- Detente forastero. Escucha las historias que trae el viento. Deja que te
cuente un cuento...
El viejo contador de historias del mercado de Rabat era consciente de la
verdad que se esconde en el antiguo proverbio de su tierra:
"Cada palabra encierra una historia"
Y fiel a las costumbres narrativas del pasado iba desgranando, lentamente,
en el mercado, las palabras y dejando que escaparan tras de ellas las historias
que encerraban.
Decía "aldaba" y el mundo se llenaba de sonidos de puertas entornadas en las callejas en sombra de la kasbah.
Decía "bazar" y surgían, de la nada, las idas y venidas de una gente con andar remolón y perezoso, los olores de las cosas (el incienso, los cueros, las especias...), el eterno regateo, los gritos de la plaza.
Decía "babucha" y podías ver entre la gente al mismo Tartarín, vestido con chilaba, arrastrando las babuchas, mientras espera, ansioso, la soñada cacería de los leones del Atlas.
Le escuchó, envidioso, el joven lingüista de Pamplona y quiso repetir, en su país, en su lengua y para pasmo de los suyos, la proeza milagrosa del viejo hakawati.
Y dijo "almohada"..., "esguince"..., "pedanía"..., "insurrección"..., "mecanismo"..., "desconcierto"..., "parachoques"..., "encomienda" y "lavativa".
Y no ocurrió nada. Ni un cuento solo, ni una historia.
Solamente, al final, y después de gran esfuerzo consiguió repetir, letra por letra, el diccionario de su lengua.
Y es que, a veces, compañero, el cuento sólo nace cuando lo escriben a medias quien lo escucha y quien lo cuenta.
Lo que no termina de gustarme en todo esto es que parece que escribir cuentos
es una cuestión de pura técnica. Que
pueden escribirse teniendo unas simples mañas.
Hay libritos
de cómo hacer fotografías (“Curso de fotografía en 10 lecciones”); pero no
conozco ninguno que se titule “Curso de director de cine en 10 lecciones”.
Pues en el
cuento pasa lo mismo: Hay cantidad de “decálogos del cuentista” o de propuestas
del estilo de “haga usted un cuento en 100 palabras”, o “haga usted un cuento
en el que aparezca un gato, una chica en bicicleta y 50 guardias a caballo”.
Manteniendo
la frontal oposición a los decálogos,
salvaría (como el bachiller y el cura en el corral de don Quijote) el de
Pereira, por la especial retranca y porque, como siempre, viene a hablarnos de
sí mismo.
Me recuerda
un poco a aquella anécdota que se cuenta de otro don Antonio (el González del
Ama) que cuando algún seminarista le pedía ilustración sobre las normas para
hacer un buen sermón, le contestaba:
Para hacer un buen sermón son necesarias cuatro cosas:
1.
Tener algo que decir
2.
Subir al púlpito
3.
Decirlo
4.
Bajar
Pues así es el decálogo de Pereira:
1.
Lo primero, es tener una historia.
Sin eso, nada.
2.
Hay que profundizar en ella, que no se quede en anécdota, chascarrillo,
ocurrencia.
3.
Extender la historia, mientras no peligre el sagrado efecto único
(Poe). Se puede nutrir la historia, pero
no inflarla.
4.
Cuidar el comienzo, entrando rápido en el tema. El final sabe cuidarse solo.
5.
Que siempre haya expectativa. ¡Algo va a ocurrir!
6.
Si dudas entre dos palabras, elige la más clara. Si hay empate, quédate con la menos
prestigiosa.
7.
Explotar la voz imaginada del narrador.
Un cuento es la ficción de una voz.
8.
El narrador no lo sabe todo, conviene fingir dudas, a lo Cunqueiro: “Pidió
una de las famosas sopas hanseáticas, una sopa de nueces, por ejemplo, o el
rabo de buey”.
9.
El novelista puede ser altanero. El
cuentista debe ser cordial y amistoso.
10.
Debe serlo incluso cuando escribe prólogos
(O da una charla, diría yo)
Pues yo, que
todo lo que sé de escribir cuentos lo he aprendido de Pereira (y pido a dios
que se me note), he escrito algunos tomando como base el Quinto Mandamiento
(“algo va a ocurrir”). Incluso, el
primero de ellos (“Ico el campanero”) lo celebró mucho don Antonio,
precisamente por esto (y por cumplir, creo yo, como hacía siempre, el noveno mandamiento de sus Tablas de la Ley
“El cuentista debe ser cordial y amistoso”).
Vayan dos
ejemplos de la cosa:
Ico, el
campanero
Haría, por lo menos, treinta años que el reloj de la torre alta de la
Catedral había dejado de sonar. O, tal vez, más. ¡Yo qué sé!, si raras veces la
medida del tiempo acierta a cruzar el límite incierto de nuestros propios
recuerdos.
Alguien dijo que Ico, el campanero, había metido una tranca entre sus
ruedas y se habían saltado algunos dientes.
No llegó nunca a saberse la verdad, pero tampoco es que nadie pusiera
demasiado interés en averiguarlo.
Desde hacía mucho tiempo era el viejo campanero el único dueño de la torre
de las campanas. Se pasaba el día entero allá arriba con su gorra y aquel
guardapolvo de tendero, rechoncho y sonriente, acariciando las campanas: la Froilana,
la Gorda, la María y el Esquilón de las horas. Conocía sus mil y cien
lenguajes. Les hablaba como a hijas y espantaba a gorrazos a los grajos y
vencejos.
Cada tarde, después del toque de las Vísperas asistía asombrado como un
niño al vuelo que hacían los grajos en bandada para dormir entre las ramas de
los chopos que había al otro lado de la Nava.
Cuando al fin se quedó completamente sordo (por causa, según decían, de la
vibración infernal de las campanas que remueve los sesos y te deja atronado, a
no ser que te tapes los oídos con una bola de miga de pan remojada en aceite,
cosa que el campanero nunca quiso hacer por no perderse aquel retumbar que era
para él más sustancial que el latido de las venas), entonces colocaba las
puntas de los dedos en la falda misma de las campanas y se le llenaban los ojos
de una risa picarona e inocente.
Cuando Ico murió enmudecieron para siempre las campanas.
Del reloj de la torre solo quedó el tablero ennegrecido de la esfera como
si fuera un viejo trillo colgado en la pared, como otro topo enigmático y
mugriento.
Pero hete aquí que hace ahora cuatro años, por esas cosas del destino, se
vinieron a unir los más diversos intereses: a la Escuela Taller Municipal le
pareció un buen escaparate tallar y dorar de nuevo la esfera del reloj; a una
marca suiza de relojes le ahorró publicidad el ofrecerse a arreglar la
maquinaria y el alcalde, cómo no, decidió inventar la tradición, aprovechando
todo ello, de recibir al año nuevo comiendo las uvas al ritmo acompasado de las
campanas del reloj, recompuesto y montado la última tarde del año.
A las once treinta y cinco, llegaron a la plaza dos furgonetas del Servicio
de Parques y Jardines con bolsitas de uvas y garrafas de aguardiente. A las
doce menos cuarto, llegó la familia del alcalde y la digna concejala de
cultura. A las doce menos cinco, doce mozos con banderas de la tierra. A las
doce menos dos, se hizo un silencio majestuoso y espeso como un rito. A las
doce cero cuatro, algunos murmullos de impaciencia. A las doce y diecisiete, la
enorme decepción de las doscientas personas que habían aguantado a pie firme
los primeros rigores de la helada.
Y después, nada. El silencio ensimismado del reloj, Las doscientas bolsitas
de uvas aplastadas, la silenciosa y prudente retirada del alcalde y tal vez,
según dijeron, la risita picarona e inocente de un hombrecillo rechoncho y
sonriente vestido con gorra y guardapolvo de tendero, que alguien quiso ver
atisbando detrás de un cuarterón de la ventana de arriba de la casa de Don
Paco.
El
milagro de los pollos
La ciudad a la que Pedro Trapiello dice que Marga Merino llamaba “La Capital del Invierno”,
aquella a la que Marga dice que Pedrín llamaba “ciudad de sotas, caballos y
reyes”, o sea, este viejo León encanecido que habitamos desde antiguo se
resistió fieramente a dejarse engatusar por la Modernidad.
Hasta hace apenas nada se parecía mucho más a la ciudad del año mil de don
Sánchez Albornoz que a Florencia o a Manhatan.
Desde los cuestos de Trobajo, algunas casas entre chopos rodeando un
iglesión desproporcionado entre los prados.
Si hubiera que poner una fecha o un momento para fijar la entrada en lo
Moderno, tal vez hubiera que elegir entre alguno de los hitos históricos
siguientes:
− Uno: cuando lo que antes llamábamos “el barrio” comenzó a llamarse “el
polígono”.
− O dos: cuando dejamos de ir a Madrid al Corte Inglés porque abrieron el
de aquí.
Sin embargo, tengo oído que hay quien pone los orígenes en aquel alcalde
que sembró de parques y fuentes la ciudad como si en ello le fuera la vida o la
bolsa.
Pero, en mi opinión, aquello se integró perfectamente en la cultura
tradicional, sin estridencias, hasta convertirse también ello en copla tan
popular como la Jota de Boñar:
A la entrada de León
Morano ha puesto una fuente
Para que todos la vean
Al volver de Continente.
Para mí tengo, por tanto, que la Modernidad tuvo en estas tierras un primer
atisbo que no por fracasado es menos digno de ser recordado por los siglos.
¡Dios, casi no puedo creer que me haya sido reservado el mérito de
inmortalizarlo!
Corría por entonces el año del Señor de 1964. Ya sé que a estas alturas
podría parecer intranscendente decir que fue aquel el año en que alguien se
empeñó en pasarnos por detrás 25 años de paz o en el que Marcelino le encajó un
gol a los rusos que importó más al honor patrio que todas las victorias del Cid
Campeador.
En lo que importa a nuestra historia, para que todo encaje en su contexto,
convendría decir que fueron tiempos especialmente predispuestos a la cosa de
los planes de desarrollo.
Las fuerzas vivas (o que vivían de serlo) decidieron que el futuro de esta
ciudad tranquila y seria no pasaba por aumentar el obrerío que, al final
enrojecen y hacen ruido, sino por dedicarla a los Congresos.
Y Congreso por congreso, el que nos venía naturalmente al pelo para
abrirnos las puertas del futuro era, sin dudarlo lo más mínimo, un magno y
devoto Congreso Eucarístico Nacional que nadie podría discutir a esta ciudad
que gozaba del raro privilegio de tener permanentemente expuesto el Santísimo
Sacramento del altar.
Se hicieron todas las diligencias necesarias, se compuso un himno solemne
para tal celebración y se comprometió la presencia de un cardenal de la curia
romana y del General superlativo que, por entonces gobernaba.
Pero como suele ocurrir en épocas fecundas, también la iniciativa privada
jugaba en el tablero: un joven empresario pensó que el futuro estaba en
replantear la hostelería: adiós a las bodeguillas del barrio húmedo, a sus
tapas y raciones de sangre y asadurilla. Un local luminoso, con cristaleras
hasta el suelo, en medio de la arboleda de un paseo, con terraza alrededor a la
sombra de los árboles y una extensa carta de sándwiches y platos combinados.
Se llamaría “El Oasis” y el lugar, el centro de Papalaguinda.
Y por una ocurrencia del destino vinieron a confluir en el espacio y en el
tiempo los dos grandes proyectos primigenios.
La clausura del Congreso se realizaría en una Misa solemne de campaña con
un altar construido bajo enorme baldaquino en el centro mismo del Paseo de
Papalaguinda con sitiales preferentes para el General, su señora y los
dieciséis obispos concelebrantes.
Treinta mil fieles se esperaba que acudiesen.
El joven empresario se preparó con el mismo fervor para atender las
necesidades de tan nutrida y segura clientela. Treinta mil feligreses podrían
consumir seguramente once mil pollos al ast y otro tanto en refrescos o en
café.
Y llegó por fin el día.
Un 10 de Junio soleado y sanjuanero.
Un paseo adornado con guirnaldas y altavoces como sólo se había visto en los
desfiles militares. Y gente, mucha gente de todas las riberas y montañas. Mucho
más que en San Froilán, que ya es decir.
Y después, las emociones de un acto jamás imaginado: El General saludando
en su Rolls Royce escoltado por su guardia de moros a caballo, recibidos y
subidos bajo palio hasta el estrado, la homilía enardecida del cardenal en un
español con acento a la italiana, mismamente como un papa, la ordenación
sacerdotal de 20 curas, la apoteosis final del himno del congreso que los
fieles entonaban brazo en alto, saludando a la romana.
Y el olor de pollo asado mezclado al del incienso como anunciando un tiempo
nuevo.
Y el acto terminó.
Y estaban ya los pollos preparados.
Y creció el nerviosismo en las terrazas.
Y los camareros dispuestos a
acomodar a la gente sin follones ni atropellos.
Y nada.
No hubo nada.
Esperaron en balde.
Los fieles, como siempre, se
acomodaron en los bancos del paseo y dieron cuenta, como siempre de las
tarteras que traían desde casa.
Dicen que aquella noche el joven empresario la pasó enterrando como pudo
once mil pollos al ast recién asados.
Advertencia final del narrador:
Me dolería que pensaran que lo que acabo de contarles es un nuevo
chascarrillo inverosímil, un nuevo truco narrativo de mi pasado fantasioso. Una
nueva recaída. Nada sería más injusto y traigo para ello el testimonio
insobornable de los hechos:
Años más tarde, cuando en el mismo solar se instaló una franquicia del Mc
Donald, al excavar para cimientos, los obreros encontraron once mil restos de
pollos asados e incorruptos.
Como puede verse, son cosas que ocurren, sin disimulo, aquí
en León.
Impresionado como estaba, en un primer momento, por aquellos
cuentos de Merino en los que ocurren cosas extraordinarias en el chalet del
Padre Isla o en las inmediaciones de la Venatoria, se convirtió para mí en una
auténtica cruzada, la defensa de que también esto era Macondo, que Macondo no
era tanto un lugar lejano y exótico como una manera de mirar el mundo que tenemos
alrededor y escribí
Si esto
fuera Macondo o, al menos, un pueblo con palmeras
No nos conoció o no quiso conocernos ¿Quién lo sabe? estaba allí sentada en
un banco del jardín, mirando fijamente las palmeras que adornaban aquella casa
del indiano que la Diputación había convertido en Sanatorio Psiquiátrico
(Aunque alguien había decidido llamarla con el nombre, pretendidamente más
piadoso, de "Casa de reposo El Nuevo Mundo").
Habíamos ido a verla, por encargo, Valladares, Aparicio, la mujer de Juan
Antonio y yo mismo. De todas formas, no podíamos decir que no nos lo habían
advertido:
-"No habla con nadie. Está tan ausente como si estuviera en otro
mundo. Sólo fuma y escribe historias inconexas de palmeras".
A la vuelta, en el coche, se fueron reavivando los recuerdos de aquellos
años primeros de Interinos en el nuevo Instituto Femenino de esa pequeña ciudad
que se ve desde la Nava.
Por entonces, ella lo decía lentamente, como si fuera un reproche, una
enorme injusticia que le cerraba de golpe y sin razón las puertas de la gloria:
-"Si esto fuera Macondo o, al menos un pueblo con palmeras sería muy
fácil escribir historias redondas de cualquier familia, porque, después de todo
¿Qué tenían de especial esos Buendía?"
Pero esto era sólo una pequeña y pueblerina ciudad de provincias donde todo
era anodino: los compañeros de Instituto, que vivían en las casas de los
pueblos como si fueran labradores o albañiles y que ocupaban la mesa de la Sala
de Profesores con cestos de mimbre con letreros tan groseros como era de
esperar, advirtiendo "No me toqueis los huevos". Como eran anodinas
las horas de las guardias o el tiempo que esperaba a que Juan Antonio se
decidiera a salir de clase o advirtiera, cosa que dudaba, que ella llevaba
esperando diez minutos. Le exasperaba hasta la náusea la impuntualidad y esa
manía profesional de llamar a la gente por sus apellidos:
-"Buenos días, Aparicio, que me ha dicho Santamarta que Flórez está
enfermo"
Aunque, a decir verdad, no sabría decir si no odiaba aún más que la
llamaran con la familiaridad que nunca les había dispensado:
-"¿Qué pasa, Menchu?, ¿También tienes Nocturno?"
Como era anodina la gente de la calle y, sobre todo, aquella librería de
allí enfrente, regentada por un padre y una hija que el tiempo parecía haber
hecho coetáneos y hombrunos por igual, encerrados incluso los domingos en aquel
viejo local en el que sólo vendían mapas mudos pero que, a veces, parecía que
no querían vender ni siquiera aquellas cosas, que lo querían solamente para
ellos, para tener la excusa de acudir cada mañana. Tal parecía la ambición de
soledad, que habían empapelado la puerta y las vitrinas interiores del escaparate
con carteles defendiendo a los perros y al idioma de la tierra. Con todo ello,
era difícil saber si había alguien dentro y ver, incluso, el letrero tallado en
el cristal que decía, desde hacía, al menos, treinta años "Sastrería
Ordás", en recuerdo, tal vez de un antiguo negocio de otros tiempos.
Eran gentes y vidas anodinas que no aguantaban siquiera el ejercicio de una
redacción de los de COU.
-Si esto fuera Macondo, otro gallo cantaría.
Hubo un tiempo en que albergó alguna esperanza de encontrar historias o
personas observando a las gentes de la calle y, siguiendo el ejemplo de aquel
otro compañero que escribía historias de trenes y pasiones, se atrincheró con
su tabaco y sus cuadernos en una mesita colocada al pie de la ventana de un bar
con nombre inglés. Pasaba por allí la gente que espera el autobús del
cementerio, abrazados a sus ramos de dalias y al recuerdo. Pasaba la vieja que
habla bajito con perros y palomas y que se queda dormida mientras come, siempre
sola, en el bar y que asusta a los clientes porque creen que se ha muerto, de
repente.
Pero todo seguían siendo historias anodinas de una ciudad pueblerina de
provincias.
Probó con los periódicos y llenó su cuaderno de recortes. Alguno llegó
incluso a llamarle la atención. Era aquel que contaba que los contertulios de
un viejo casino provinciano pasaron las tardes de cinco o seis inviernos
discutiendo como rugen los eones. Era un historia digna de escribirse, pero
para hacer de ella una historia literaria le faltaba lo importante. Nadie
podría dudar que la historia sería totalmente diferente comenzando, por
ejemplo:
"La Bañeza había tenido desde principios de este siglo un casino que
servía de refugio a pensionistas y tenderos. En las largas tardes del otoño se
formaban allí tertulias variopintas en las que se discutían los temas más
diversos: en una ocasión, alguien vino a plantear, no sé por qué razón, cómo se
producía el rugido del león"
Por más esfuerzos que se hicieran no dejaba de ser una historia pueblerina
de ignorancias de tenderos.
Otra cosa bien distinta sería si la historia comenzase:
"Había dejado de llover, por fin, sobre Macondo. El viento se cuajó
por el olor dulzón de los mangos ya maduros y por la tórrida humedad que subía
del manglar, a ras de suelo, como un viejo caimán. Se fueron poblando las
hamacas en los porches y creció, perezosa como el río, la plática amable y
vespertina. El Coronel, por decir algo, se empeñó en explicar la impresión que
sintió, una noche como ésta, en su primera expedición, cuando oyó, por vez
primera, el rugido del león".
-¡Dios, que fácil sería todo si esto fuera Macondo o, al menos, un pueblo
con palmeras!
Aquello que, al principio, había sido la imprecisa ilusión de un posible
recurso literario, se convirtió con el tiempo en una auténtica obsesión.
Cambió los recortes de periódico y hasta los libros de Celia, que releía
cada año como si fuera una inevitable obligación por mapas y libros de América
Central, convencida de que, en alguna parte, debería existir otro Macondo
rodeado de manglares y de frutos tropicales, donde existiera, sin duda, algún
viejo coronel anclado en los recuerdos y tal vez en la miseria, con un mundo que
girara en torno a la hamaca y al aroma del café.
Pero no podía entender qué mentes descarnadas escribían en los libros las
descripciones de regiones y países:
"Región de Colombia, al Norte del departamento de Santander,
constituida por terrazas sujetas a una enorme erosión debida en gran parte a la
constitución geológica del suelo. Se trata de una serie de terrazas escalonadas
superpuestas sobre estratos notablemente inclinados. A este hecho hay que
añadir el cultivo intensivo e irracional que se realiza sobre la escasa
cubierta vegetal. A pesar de estos inconvenientes, la zona está densamente
poblada"
Esto era todo. Ni una sola palabra referente al coronel, ni al hombre
caimán que baja llorando sus amores por el río en las noches de tormenta. Nada.
Y después de todo ¿para qué quería seguir buscando? Lo único necesario era
encontrar un nombre sonoro e inconcreto cerca de un río grande y poderoso.
Después de dos tardes de "Ducados" y café se decidió, al fin, y
eligió Bucaramanga, que no estaba lejos del Río Magdalena (prefería un río que
no pasara por el pueblo, pero que estuviera suficientemente cerca como para
arrasar historias de ahogados y desastres que pudieran contarse con el tono
apagadamente trágico de los sucesos que ocurren más allá de los límites del
pueblo).
Siguieron a este descubrimiento primigenio días y días de una actividad
enfebrecida, llenando cuadernos y cuadernos de "Historias de Bucaramanga,
un pueblo con palmeras".
Todo adquiría una luz nueva, una tensión insospechada: los profesores del
Liceo, que bajaban cada día de sus ranchitos en el monte a dar clase,
confundidos con el resto de mestizos y de indios que abarrotaban el tren,
trayendo como ellos canastillos de huevos y palomas; la lentitud casi
asfixiante de las horas de guardia cuando azotaban durante días y días los
cristales las lluvias torrenciales y corrían los arroyos turbios de barro y
ramas como si estuvieran ansiosos de llegar al Magdalena.
Se iban amontonando las historias con viejecitas del poblado que habían
perdido ya la cuenta de sus años de soledad y que hablaban bajito con los
perros y palomas, con gentes solitarias que se agrupaban cada una con su pena y
su silencio para ir en comitiva al camposanto donde duermen entre mangos y
palmeras los muertos que aún que aún pueblan sus recuerdos.
Parecía que la tarea era tan grande e inaplazable que no quedaba tiempo
para nada que no fuera plasmar en los cuadernos aquel nuevo mundo descubierto.
Se encerró, por todo ello, con su tabaco y sus cuadernos, en el cuarto de
arriba de su casa y no hubo nadie ni nada que la hiciera salir de aquel
encierro obsesionado.
Y para traerla, por fin, a esta Casa de Reposo fue necesario alquilar una
avioneta y decirla que por qué no se iba a pasar una larga temporada a
Bucaramanga, un pueblo con palmeras, muy cerca del Río Magdalena.
Fruto de esta cruzada
nacieron los cuentos de El Vuelo del Milano, de escenas básicamente rurales (la Visita Pastoral, La venganza de San Bernardino,
el Regreso, La Guapa):
La visita
pastoral
Nadie supo romper aquel silencio torvo y denso, enmarañado de rencores
centenarios, conocidos por todos aunque nadie hubiera dicho nunca nada.
Nadie quiso empañar el dulce sabor de la venganza de aquel minuto
interminable que compensaba, de golpe, veinte años de desdenes.
Sólo el obispo, sólo él parecía, al mismo tiempo, ajeno y necesario, en
aquel cuadro intemporal de miserias orgullosas.
Y lo cierto es que todo ocurrió en un instante imprevisible, como llegan
las tormentas a los pueblos de La Nava.
Desde hacía treinta años no se había visto por el pueblo ningún cura
forastero, si se quitaba el fraile capuchino que vino una vez por la fiesta de
San Blas y el hijo de Evaristo, que estuvo un verano de hace tiempo a curarse
de unas fiebres que había cogido con los indios. Pero aquello, como es lógico,
no tenía nada que ver. Aunque alguien había dicho que al hijo de Evaristo, en
el convento, le llamaban Fray Pedro de la Nava, en el pueblo seguía siendo Doro
el de Evaristo o, si me obligan, Doro "El Calentín", como habían
llamado a su abuelo, a su padre y sus hermanos.
Pero un obispo, lo que se dice un obispo, nadie había oído que hubiera
pasado ninguno jamás por la comarca.
Don Raimundo había anunciado su visita en la misa del domingo. Era lo único
nuevo y sorprendente que había dicho en quince años. Por eso, tal vez, tardaron
un momento en comprenderlo, distraídos, como siempre, en un sermón de milagros
y reproches.
Parecía que el obispo quería hacer un recorrido por los pueblos de La Nava:
Quintanilla y San Adrián, por la mañana; Pobladura y Las Barreras, por la
tarde. Por eso, les pedía que estuvieran reunidos el jueves, a las cinco, en
los portales de la iglesia.
Y el jueves, a las cinco, fueron llegando, silenciosos como tordos, los
nueve vecinos que aún poblaban, por entonces, Las Barreras de La Nava.
Fueron llegando poco a poco. Ocuparon su puesto en el poyo de la entrada y
esperaron, resignados, sin pasión y sin temor, como se espera el verano o las
desgracias.
Y llegó el obispo al fin, como llega el verano, tarde y seco, sin mirar a
los ojos, repartiendo bendiciones, pretendiendo derretir, con su presencia, las
últimas heladas del invierno.
Y dijo no sé qué de la paz en las aldeas, del trabajo, las cosechas y la
pureza del aire y las costumbres.
Pero nada parecía suficiente para romper el silencio de los fieles.
Y fue entonces cuando dijo, inconsciente, aquello que, sin duda, se habrá
reprochado, desde entonces, tantas veces:
-"Siendo ustedes tan pocos, se querrán como una auténtica
familia"
Fue aquella la primera señal de la tormenta, el primer trueno que estremece
las majadas en las tardes de septiembre.
Y después ya todo fue imparable, imprevisible como el odio y el granizo.
-"Dígaselo a este, que ha movido los mojones de las tierras"
-"¿Y tú?, que te has quedado con la herencia de tu hermana..."
Se levantó el vendaval de los rencores, la sorda acusación de las injurias,
el turbio manantial de las envidias, la venganza primitiva del insulto, el
desprecio y el silencio.
Creció y creció la espiral, como crecen al deshielo, las aguas desbordadas
de la presa hasta que sonó, como un bálsamo, la voz de Atilano, el cantinero:
- ¡"Callaros, hostia, que está aquí el Señor Obispo"!
Y estalló, como dije, el estruendoso silencio de un minuto interminable y
cuando el coche del obispo se perdió entre el polvo tras la vuelta del camino
de la ermita, quise ver una sonrisa en algún rostro impenetrable.
Ya entonces sospechaba
que esto podía ser tachado de “localismo” o “costumbrismo” (que es la mayor
maldición que, en estos tiempos, alguien puede lanzar contra uno. Te cuelgan el sanbenito y ya puedes darte por
jodido).
Para librarme de la lacra
quise decir que aquello mío, como Celama, era también un territorio mágico e
inventado (el territorio de La Nava)
Así lo deje dicho en
la introducción de El Vuelo del Milano:
A veces vuela el milano en las tardes de bochorno. Y se espera que estalle
la tormenta. Aunque sólo sea por sentir que el cielo todavía se acuerda de
estas tierras abrasadas por el sol y por la historia.
Y cuando, al fin, el primer trueno baja rodando como un canto los cuestos
de Talabura se repueblan los portales con la presencia fugaz o el presagio,
levemente enfebrecido, de unas historias que dicen que pasaron o que podrían,
tal vez, haber pasado en estos pueblos de la Nava o en la ciudad que duerme
abajo, acurrucada entre aquello que queda de dos ríos y que, vista desde el cueto,
parece también insensible a lo que pasa.
Pero no coló. Me faltaba llamarme Luis Mateo.
Parece increíble que
contar cosas de La Bañeza pueda ser tachado de localista y, sin embargo, contar
cosas de la kasbah de Tetuán le dé a la cosa una dimensión universal.
Pues bien. Viviendo y aprendiendo. Hay que meter, de vez en cuando, algo de allá
lejos. De Maputo, por ejemplo:
Anochecía lentamente cada tarde, como si el cielo se negase a dejar a
oscuras la inmensa, empobrecida y silenciosa ciudad de Maputo.
Cuando la noche cubría definitivamente como un manto la desesperanza
cotidiana y, a lo lejos, sólo se veía en las laderas alguna luz temblorosa y
todo lo demás era noche, noche cerrada (que no vi, por más que lo intenté,
aquello de "la noche africana, sensual y pagana") se encendían las
luces del Piripiri.
El Piripiri era un bar de aire colonial donde se reunían cada noche a cenar
y tomar unas cervezas aquellos que podían permitírselo: cooperantes,
consultores, viajantes de firmas comerciales y turistas de Sudáfrica. Con sus amplias cristaleras y su terraza
iluminada parecía un barco recorriendo lentamente la calle principal.
Y, como si fuera el buque de un
crucero, los clientes miraban a la calle
por ver pasar el espectáculo incesante de niños vendiendo pulseras y colgantes,
batuques, batiks y casitas de madera, capulanas, cajitas de palosanto y
"palos de acompañar". Y los
niños miraban con asombro el espectáculo, más inquietante todavía, de blancos
bebiendo, fumando y comiendo con desgana, como si fuera un acto rutinario y
cotidiano.
Y, en este escenario, casi teatral y un poco alucinado, cayó una noche del
agosto, cuando allí parecía querer apuntar
ya la primavera, un solitario consultor de la UNESCO, para orientar sobre
posibilidades, métodos y contenidos de una posible "Educación Moral y
Cívica" (o lo que aquí quiere llamarse, hoy en día, "Educación para la Ciudadanía").
Después de un plato de “galinha al piripiri” y tres cervezas, sintió necesidad de visitar
el excusado y, del modo en que los extranjeros se dirigen a la gente de países
más pobres, o sea, casi a voces y hablando en castellano, le preguntó al
camarero, un hombre negro, grandón y seguro de sí mismo, como el que sabe que,
después de cien años, ha conquistado, por fin, la independencia:
-¿El servicio?
El camarero hizo ademán de no comprender ni una palabra.
El consultor, en un esfuerzo, hizo ademán de cogerse la minga con la mano y
el sonido del chorrito en un siseo.
El camarero, con toda dignidad, como ofendido, contestó con cierto tono de
desprecio:
-Eso, aquí, los hombres grandes lo hacen solos.
Y así quedó la cosa. Que nadie quiso
investigar qué había entendido el camarero.
A los maestros hay que
venerarlos, pero, de vez en cuando, conviene mantener un cierto
desacuerdo. Como veis, el cuarto
mandamiento del maestro es “cuidar el
comienzo, entrando rápido en el tema. El
final sabe cuidarse solo”.
Pues no. No estoy de
acuerdo. Yo, al menos, no sé escribir un
cuento hasta que no tengo claro el final.
Así surgieron cuentos como:
El Minero
Bastaban pocas cosas para hacerle hablar: el calor de la estufa, un jarro
de vino y algo de atención. Y si aquel día, en la cantina, había un forastero,
mucho menos todavía.
Enlazaba unas con otras las historias. Todas las había vivido él
personalmente cuando estaba allá en "la cuenca". La Cuenca era un
lugar inconcreto y casi mágico, en su recuerdo, no lejos de Mieres, donde él
trabajó de picador. Allí se casó con Adelaida la de Efrén cuando la llevó de
criada D. Antonio, el médico que atendía, en otros tiempos, estos pueblos de La Nava.
Después, la silicosis y la "murria" de Adelaida les trajeron de
vuelta a Pobladura. La pensión y las seis tablas de cebollino que ponía cada
año en el huerto de su suegro en las barreras le dejaban al "Minero"
el tiempo suficiente para contar la historia del mundo en la cantina.
De cualquier modo, el momento crucial de su carrera fue, sin duda, el día
en que vino el ingeniero para hacer las medidas del alcantarillado de las
calles y el Minero les contó lo que pasó cuando en la mina un costero le rompió
a Miguelón la cabeza en cuatro trozos y él mismo tuvo que coserle en vivo la
raja con un hilo de bramante.
- ¡Pobre hombre! se quejaría mucho, supongo.
El ingeniero lo dijo distraído, por decir algo. Un poquito distante, si me
obligan y como queriendo acabar, de una vez con el relato.
- ¡Mucho, mucho!, ¡Quejose mucho!, ¡Quejose hasta en Dios!
Desde entonces, siempre hay alguien que le pide que cuente la historia de
Miguelón para tener la ocasión de preguntar si se quejaba.
O aquel otro que dice:
Cuando la
Diputación Provincial se decidió, por fin, a abrir la
carretera nueva que nos permitiera acabar con el largo aislamiento del
invierno, que veníamos sufriendo desde Adán los habitantes de aquel pueblo de
los Picos de Europa al que dieron en ponerle de nombre, como una maldición, el
de "Caín", el valle se llenó del estrépito que producía la dinamita
en su intento de terminar con aquellas angosturas de los riscos.
Volaban los cascotes, en medio de una espesa polvareda, y el eco arrastraba por las peñas, repetido como una letanía, aquel estruendo, ronco y redondo como los cantos pulidos del Río Cares.
Volaban los cascotes, en medio de una espesa polvareda, y el eco arrastraba por las peñas, repetido como una letanía, aquel estruendo, ronco y redondo como los cantos pulidos del Río Cares.
Alipio, el de la Venta,
con la vista clavada en los desmontes, repetía sentencioso, como quien ha
llegado a un radical descubrimiento:
- Está visto que, para hacer daño, después de Dios, no hay nada como la dinamita.
Pero, vamos, estoy
seguro de que el maestro pensaba lo mismo.
Si no, fijaos en éste, que me parece maravilloso:
Seis palabras
4 pesetas
La criada de la señora que me tenía de pupilo se llamaba Benigna, estaba
buena para mis primarias necesidades de entonces y me consentía tocamientos por
encima de la ropa. Pero sobre este tema de la pensión no quiero extenderme,
porque irremediablemente se hace literatura de costumbres, que no sé por qué
está tan mal vista.
Benigna se arreglaba mal con la escritura, yo le hacía los sobres para su
novio, pero no las cartas. El novio venía a verla de tarde en tarde, cuando
juntaba para el viaje a fuerza de ahorrar y de horas extraordinarias.
Un día coincidí con Benigna en la ventanilla de Telégrafos y el funcionario
estaba agobiado y exigía que se le diera completo el impreso. La chica miraba
angustiada a su alrededor y al verme se puso colorada y pareció como si
titubeara, pero me alargó el papel para que se lo cubriera. Los telegramas eran
baratos y aun así se limitaban a casos de mucha desgracia. Con letra clara
escribí el dictado desgarrador:
No vengas estoy con el mes.
Digo que este cuento
me parece maravilloso porque, en mi opinión, lo tiene todo
- · La brevedad,
- · El golpe final: las seis palabras que son el cuento completo
- · El título, que sólo se entiende completamente justo al acabar y que, por tanto, parece invitar a una relectura, ahora que ya se sabe todo
- · Y todo lo que insinúa y que nos hace imaginar una historia conmovedora y no escrita.
Pues bien, a esta cosa
del golpe final, inesperado, me he apuntado casi siempre:
Barrio
Chino
Lo cierto es que Juan Antonio, natural de Zambroncinos y conductor de
autobuses de "La
Paramesa, SL", que hacía a diario la línea
León-Valcabado, con domicilio en la calle Tres Mitras de la capital, casado con
Celestina y padre feliz de tres hijos (dos niñas y un niño) y que los domingos
y festivos, cuando libraba, solía completar sueldo y jornada con alguna
excursión del Inserso a Portugal, El Escorial, Salamanca o Santiago, era, dicho
sea con todo el respeto para él y sus deudos, un poco corto de luces y
ligeramente gangoso, por añadidura.
Estas dos circunstancias, que tampoco es para tanto, le hacían el blanco de
rechiflas y cuchufletas en los corrillos de conductores a la espera paciente de
la vuelta después de que la tropa de chavales haya ganado el jubileo y trotado por las rúas y
los bares.
En una de éstas, contaba Juan Antonio su último viaje a Barcelona cuando, buscando un sitio para tomar un bocadillo, se encontró, de pronto, en pleno fragor del Barrio Chino
- Y ¿qué había, Juan Antonio?
En una de éstas, contaba Juan Antonio su último viaje a Barcelona cuando, buscando un sitio para tomar un bocadillo, se encontró, de pronto, en pleno fragor del Barrio Chino
- Y ¿qué había, Juan Antonio?
- Putas, muchas putas.
- ¿Putas?, ¿Qué es eso, Juan Antonio’?
Pero, ¿qué es una puta?
- Hombre, hombre, no me jodas ¿Qué va a ser? Pues una mujer como la tuya.
Y es que, como suele ocurrir, a veces, también él, soltaba verdades como puños.
Como un
hombre
Estaba continuamente preocupada. Se le notaba a la legua que era madre
primeriza por la angustia que ponía en cada gesto:
-¡Ay, por Dios, que el niño llora!; ¡Ay, por Dios, que no se duerme!; ¡Ay,
por Dios, que no me mira!"
O sea, todo el día en una continua cantinela de "ay, por Dios".
Cuando vio que el niño no engordaba, la cantinela se volvió un sin vivir.
Bajó a la capital y cuando el médico le preguntó qué tal mamaba y si cogía
bien el pecho, contestó sin pensarlo ni un momento:
- Sí, señor, sí; como un hombre.
Heridas
del desamor
Bien claro lo dice la sabiduría popular: "el tiempo es la mejor
medicina para curar las heridas". Y es cierto. Después de cinco años,
aquella herida que le produjo la ruptura estaba ya total y definitivamente
cicatrizada. Sólo quedaba un pequeño resquemor al recordar los reproches que le
dejó escritos en el papel de despedida que se encontró al llegar a casa en el
mueble de la entrada:
"Que ahí te quedas, que estoy harta. Harta de hacerte de criada. Harta de haber gastado mis años de mujer en tan insignificante compañía. ¡Perdedor!, que eso has sido siempre: un perdedor. Mientras tus amigos progresaban tú me has tenido condenada a vestirme en mercadillos y en la ropa de los chinos, a vivir en esta cuadra, a viajar en tu asqueroso R-12 y a tu absoluta incompetencia en la cama. Ahora que me voy, que lo sepas, que el único que me ha hecho gozar como Dios manda ha sido Macario, ese inútil (según tú) al que tantas bromas le gastabas".
Pues bien, todo aquello ya apenas le importaba. Pero lo que no podía soportar, después de tanto tiempo, era ver a Macario en aquel R-12 de su alma, tan ufano.
El
especialista
Supe que había llegado al final, que no había ninguna solución a los males
que me aquejaban cuando el médico al que había acudido me aconsejó que pidiera
consulta con el superespecialista mundial en cosas como la mía: el Dr.
Belinchón.
Aquello que, en cualquier otra ocasión, hubiera sido una puerta a la esperanza, me llegó como un mazazo, como una especie de condena inapelable: el Dr. Belinchón era yo.
Y en este intento, no
he despreciado ni el chascarrillo, ni la anécdota o el chiste:
El
Académico
Si vas a ver, quedan pocas salidas.
Lo cierto es que ni siquiera el hecho de que a uno le consideren
oficialmente “inmortal” (que es lo que dicen que les pasa a los miembros de la Real Academia de la Lengua) sirve para evitar
la rechifla y, mucho menos, para que tal condición se note a simple vista y
consiga el respeto general.
Se dice que Camilo José Cela, con ser Camilo José Cela, pasó por uno de
esos terribles momentos de mostrenca incomprensión un día en que, casualmente,
se había ido de putas con unos amigos.
Y metidos en tal trance, la maestra del oficio, por entrar en conversación
y no ir directa al “pim, pam, pum” le preguntó a Don Camilo:
- Y tú ¿a qué te dedicas, chato?
- Soy Académico de la Lengua.
- ¡Anda, quita p’allá, cacho guarro!
La
vaquilla
Se reunía en Madrid, en sesión ordinaria, un buen día de Mayo, la Conferencia de
Rectores de las Universidades de España para elaborar un informe sobre la
propuesta de Ley de Reforma de las Universidades, presentada a debate por el
Gobierno de la Nación.
Tras varias intervenciones, más o menos ajustadas a la cuestión, el Rector
de la
Universidad Politécnica de Barcelona propuso que cada Rector
volviera a su Universidad y abriera una especie de encuesta para que pudieran
participar con su opinión todos los miembros de la comunidad universitaria.
Se hizo un momento de silencio, como asintiendo, roto, al fin, por la voz
templada de Don Marceliano, Rector Magnífico de la Universidad Pontificia
de Salamanca y Agustino de la provincia de Castilla:
- Deberíamos tener cuidado -dijo- con abrir debates nuevos, porque en la
fiesta de mi pueblo, un año, soltamos una vaquilla y volvió preñada.
Aquella sentencia, como es lógico, cerró cualquier debate posterior.
La
hermosora
Era lo que se llama un hombretón grande como un castillo. Tanto que, a
primera vista asustaba a los pequeños. Sobre todo en invierno, con su capa
española, su bastón, su sombrero y aquel puro que no se sabía bien si lo fumaba
o si simplemente lo llevaba por dar ocupación a aquellos labios enormes y
amoratados.
Pero, a pesar del aspecto y de los años, conservaba intacta la retranca
que, según dicen, caracteriza a las gentes de esta tierra (socarrones, pero
que, a la mala, son capaces de morder con la boca cerrada, como dice algún
malvado) y algunos gustos y costumbres (el cus-cús, el té a la menta, el
sombrero panamá y la sahariana del verano) que le habían quedado de los años de
servicio en África, como médico de la legión.
De aquella época, además, atesoraba mil anécdotas cuarteleras (reales o inventadas) con que animaba las tertulias de "El Central".
De aquella época, además, atesoraba mil anécdotas cuarteleras (reales o inventadas) con que animaba las tertulias de "El Central".
Como aquella que decía que estando un día en la consulta le llegó un morito
(Soleimán, según dijo, se llamaba), aquejado de incómodos picores en el miembro
de los hombres.
- Mire, doctor, que no me aguanto, que me pica la hermosora.
Procedió el doctor a la inspección que requería la dolencia y aconsejó el
oportuno tratamiento, pero, al final, sucumbió, sin poderlo remediar, ante
aquella curiosidad que le inquietaba:
- Óyeme, Soleimán, y tú ¿por qué le llamas "la hermosora"?
- Porque así la llaman Uds. los cristianos
- ¿Qué me dices?
- Sí, señor, así lo tengo yo entendido. Que se la enseñé, antes de venir, a
mi sargento y él fue el que me dijo: "¡Qué hermosora"!
O, simplemente,
recontar la historia de otra manera:
Las
cuatro y diez
Fue a la salida del Metro en Callao. Salía distraída y un poco aturdida por
el calor, los ruidos y la gente. Se lo encontró de repente, casi como una aparición.
- Isabel, corazón ¿Cómo te va? ¡Qué sorpresa, después de tantos años!
Tenemos que hablar de tantas cosas... ¿Tienes tiempo? ¿Por qué no comemos y me
cuentas y te cuento? Me haría mucha ilusión, porque te fuiste así, tan de
repente...
Fueron a comer y se repitió, punto por punto, aquella canción de Aute: el
recuerdo de aquel día en el cine, viendo "Al Este del Edén", la foto
tan mala en la que el más pequeño acababa de nacer, el día en que ella le
esperó hora y media en esta misma mesa mientras él estaba en clase de Francés.
-"Oiga, ¿me trae la cuenta?"
-"Calla, que fui yo quien te invitó a comer".
Un adiós apresurado. Llámame algún día.
-"No te demores, que ya son las cuatro y diez".
Cuando se quedó sola, como recapitulando y poniendo orden y sentido en
aquel torbellino inesperado, sólo pudo decirse, resumiendo, que había sido un
encuentro tierno, nostálgico, emocionante, si, pero un poco incomprensible
porque, a decir verdad, ella ni se llamaba Isabel, ni había estado nunca antes
en Madrid, ni nadie le había hablado nunca con tanta emoción y tanto afecto.
El viaje
Cuando el profesor Salvatierra llegó a la jubilación, tras cuarenta años de
oficio explicando el Inglés ("My uncle has his office at number
three") por el método Assimil en aquel instituto de la capital, entró en
una especie de ensimismamiento que se iba acrecentando día tras día.
Ávido lector, como siempre lo había sido, de la obra de Julio Verne, se
enfrascó en la relectura compulsiva de aquella novela que siempre había
ejercido sobre él una misteriosa atracción incomprensible: "Viaje al
Centro de la Tierra"
("Journey to the Center of the Earth"
prefería él decir, por justificar su dedicación a las lenguas
extranjeras).
Aquello fue su perdición. Que pasó en su lectura, como aquel otro loco hidalgo cervantino "las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio" y, a tal punto llegó su desvarío, que se propuso repetir aquella hazaña, pero de forma más arriesgada, pasmosa y singular, pues que llegar al centro de la tierra, con ser cosa extraordinaria, no dejaba de ser algo de andar; pero si había algo arriesgado y nunca visto era emprender un viaje semejante hasta el centro de uno mismo.
Aquello fue su perdición. Que pasó en su lectura, como aquel otro loco hidalgo cervantino "las noches de claro en claro y los días de turbio en turbio" y, a tal punto llegó su desvarío, que se propuso repetir aquella hazaña, pero de forma más arriesgada, pasmosa y singular, pues que llegar al centro de la tierra, con ser cosa extraordinaria, no dejaba de ser algo de andar; pero si había algo arriesgado y nunca visto era emprender un viaje semejante hasta el centro de uno mismo.
Durante un mes se ejercitó en técnicas y ejercicios que, a su parecer,
podrían ayudarle en su extraña expedición: a contener la respiración hasta el
ahogo, a reconocer los sonidos más imperceptibles y su exacta localización en
el interior del propio cuerpo, a mantenerse inmóvil hasta llegar al
entumecimiento de los miembros.
Cuando, al fin, después de tantos ensayos y trabajos, se sintió preparado, provisto de arneses y cuerdas de escalada, por seguir lo dispuesto en la novela, esperó a que, a la luz del mediodía, la sombra del perchero llegase a la esquina misma del marco del espejo y emprendió decidido el largo viaje hacia sí mismo a través del camino angosto de las venas.
Cuando, al fin, después de tantos ensayos y trabajos, se sintió preparado, provisto de arneses y cuerdas de escalada, por seguir lo dispuesto en la novela, esperó a que, a la luz del mediodía, la sombra del perchero llegase a la esquina misma del marco del espejo y emprendió decidido el largo viaje hacia sí mismo a través del camino angosto de las venas.
Cuando la sobrina del maestro Salvatierra entró en el estudio, como hacía
cada noche, a avisarle a la hora de la cena, se encontró con el cuerpo del tío,
como si fuera simplemente su carcasa, sentado en el sillón y con la vista
perdida en algún punto lejano del paisaje, más allá de la ventana.
El médico de casa, al auscultarle, sólo logró percibir en su interior algo
así como el sonido lejano de unos pasos, como si alguien se encontrara
caminando por las simas y barrancos de aquel cuerpo inerte, grandón y ensimismado.
Caso extraño, ya lo sé, a simple vista; pero quienes hemos sido sus alumnos
y conocemos su terca voluntad inquebrantable, sabemos que un día volverá a
relatarnos las luchas feroces, realmente encarnizadas, que se producen de
pronto entre los monstruos que habitan los lagos extrañamente luminosos en el
fondo de la entraña.
Y, tal vez, escriba la obra maestra con la que ha soñado siempre, desde los tiempos remotos de la infancia: "Journey to the Center of Myself".
Y, tal vez, escriba la obra maestra con la que ha soñado siempre, desde los tiempos remotos de la infancia: "Journey to the Center of Myself".
Ya lo veréis.
Y, bueno, llegado a
este punto, estoy descubriendo que algo está fallando en esta charla, que no sé
cómo acabar. No se me ocurre un golpe
mágico definitivo, una puesta en escena sensacional. Salir volando, como hizo en su día el primo
Julián:
La casa de tía Encarna estaba en la misma Plaza de la Catedral, justo enfrente
de la Fachada
del Poniente, la que guarda todo el encanto de la dorada piedra de Boñar,
refulgente de Sol, cuando el resto de la plaza comienza a dejarse apoderar por
las sombras de la tarde. A esta hora
subía cada tarde el primo Julián a la terraza para ver a las grajas emprender
su viaje cotidiano a las choperas junto al río donde iban acomodándose para el
sueño en medio de un gorjeo estruendoso e irritante.
Siempre envidió el planear de las grajas por encima de tejados y terrazas,
deslizándose como empujadas por el viento sin apenas un solo batir de
alas. Ensayaba el movimiento cada tarde
en la terraza imitando sus graznidos.
Al principio pareció una simple diversión inocente de un niño
fantasioso. Con el tiempo, la rareza de
un adolescente un poco ensimismado. De
joven se intensificó la manía con aquel andar a saltitos y el gusto por las
semillas y las pipas que comía compulsivamente, como quien picotea el alpiste.
De hombre, después de haber suspendido cinco veces las oposiciones a
Notarías, añadió a sus manías la de vestir enteramente de negro (mismamente
como un grajo) y pasarse el día arriba en la terraza observando el ir y venir,
el revoloteo incesante de los grajos.
Cuando aquella tarde de otoño la gente de la plaza le vio encaramado en el
repecho de la terraza, no pudo reprimir el grito y el desconcierto que acompaña
a la visión de un suicida a punto de lanzarse decidido a encontrarse con la
muerte.
Se lanzó el primo Julián, se produjo un torpe manoteo, unas desmadejadas
volteretas en el aire, como un muñeco roto y cuando ya nada parecía poder
evitar lo inevitable, serenó su figura, dio dos leves aleteos con los brazos y
se perdió para siempre planeando por
encima de terrazas y tejados.
Pues bien, como esto
no me sale, no me queda otro remedio que terminar así, a palo seco.
“Contad si son catorce
y está hecho”.
.
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