martes, 13 de noviembre de 2012

A vueltas con los Derechos Humanos


Francisco Flecha Andrés


Como en tantas otras ocasiones, con motivo de algunas jornadas o cosas por el estilo, alguien le pide a uno "¿Porque no dices algo sobre los Derechos Humanos desde el punto de vista de la Filosofía?"; o, aprovechando que uno ocupa, en algún momento, el andamio de vicerrector "¿Porque no dices algo sobre los Derechos Humanos y la Universidad?" y uno, inconsciente y vanidoso como es, recalienta, una vez más algunas cosas cogidas al vuelo y así pretende salir del paso

Y lo que resulta son cosas como estas.


INTRODUCCIÓN

Cuando le invitan a uno a hablar sobre los Derechos Humanos le resulta imposible negarse.  No sólo  por el afecto de quien te invita (que confía y se compromete él mismo en el encargo) sino también porque en alguna parte  de nuestro propio interior parece existir el convencimiento de que hablar y defender los Derechos Humanos es una exigencia moral . Otra cosa bien distinta es llegar a comprender como condiciona nuestra vida diaria la aceptación de esa exigencia.

El problema radica en saber qué es lo que se espera que uno diga. En concepto de qué se justifica que alguien como yo se ponga frente a ustedes para ejercer el derecho (este sí, verdaderamente humano) a hablar.  Sobre todo, teniendo en cuenta que tal derecho se convierte en una carga si se atiende a las condiciones que defendía Lyotard:

“la capacidad interlocutoria se transforma en un derecho a hablar sólo si el discurso puede decir algo distinto de lo ya dicho.  Un derecho a hablar implica un deber de anunciar.  Si nuestro discurso no anuncia nada está condenado a la repetición y a la conservación de los significados existentes”[1]

Sospecho que la invitación a hablar me ha sido hecha por ocupar temporalmente el cargo de Vicerrector de nuestra Universidad y dedicarme profesionalmente a eso que ha venido llamándose (con demasiado engolamiento o excesiva sospecha) la filosofía. Los filósofos, según creo, somos una especie en peligro de extinción: parece que las cosas de las que nos ocupamos carecen de cualquier estatuto, al margen siempre de los estrictos saberes valorados en la academia y en la vida, representantes caducos de saberes residuales, inútiles y mistificadores.

Sin embargo, cuando un problema fronterizo remueve la conciencia colectiva, cuando no está claro el camino a tomar ante un determinado conflicto, cuando no se encuentra el sentido o la razón se acude a nosotros para que aclaremos los principios y fundamentos, pero de forma breve y amena, por favor, y , a ser posible, con argumentos tranquilizadores y amables.

Y nos han ido reduciendo a la charla informal y distendida de tertulias, café-coloquios, debates televisivos, mesas redondas (no te preocupes, hablas diez minutos y, después, lo que vaya saliendo),columnas de periódico (no más de 500 palabras, que no cabe) o, cuando más, a una consultoría (no vinculante, por supuesto) para una subcomisión delegada, encargada de la elaboración de un anteproyecto que se presentará, en su día, a debate en algún alto organismo.

Y no nos quejamos, lo tienen peor, por ejemplo, los teólogos  o los curas, simplemente, a los que, en semejante escenografía, les suele tocar el ingrato papel de muñecos del pim-pam-pum.

De cualquier modo, aceptamos; siempre aceptamos.  Quizá porque no hay actividad más dialogante que la reflexión y el pensamiento.  Siempre se piensa en compañía, sólo se piensa para estar con otros, para ser con otros.

Pero antes era más fácil.  Sólo había que ponerse sobre los hombros el amplio manto del sistema, de la escuela, de los primeros principios, de las verdades incuestionables, de la autoridad de los maestros y dejarse llevar.

Pero ese viejo edificio sombrío y protector, como una iglesia, desde el que el filósofo hablaba al abrigo de la angustia y de la duda ha ido desmoronándose con el tiempo.

Ciertamente, las primeras grietas del edificio y la función del filósofo aparecen ya en la Ilustración cuando se reconoce que la función del filósofo es “mantener una actitud reflexiva y crítica sobre lo que acontece”, “mantener la duda cuando no tiene motivo propio para juzgar”, “comprender la opinión que rechaza con el mismo alcance y claridad que entiende la que acepta”, “no considerarse exiliado en este mundo” y “agradar y ser útil a sus conciudadanos”.

Es una visión de la tarea más próxima a nuestra propia experiencia, pero aún está teñida de un notable entusiasmo.  El filósofo, se dice “camina en la noche, pero precedido por una luz”.

Eran tiempos envidiables, incluso aquellos, confiados ciegamente en el poder iluminador de una razón que nos transciende y sobrevuela.

Pero son estos malos tiempos también para la razón.  Ese debate amplio y confuso que algunos han querido etiquetar como postmodernidad (confundiendo propuestas teóricas serias con hábitos y modas de la farándula cultural y callejera de un capitalismo tardío) nos han puesto en guardia, también, ante una razón exageradamente hipostasiada.

Los filósofos (no sé si todos los filósofos o si sólo se trata de aquellos que, como yo, no estamos en el jardín secreto en que la filosofía besa a sus fieles en la boca, sino que simplemente utilizamos alguna de sus herramientas en este peonaje pedagógico) caminamos con todos los demás con todas las heridas abiertas, con todos los miedos y las dudas.

Y sólo podemos ofrecer, si es que eso todavía a alguien le interesa, algún tipo de reflexión crítica, algún punto de distancia personal ante los discursos redondos y enfáticamente proclamados con el ánimo de potenciar el pensamiento divergente (que no el escepticismo), desde la conciencia de que sólo desde formas divergentes de pensar podremos conquistar una convivencia tolerante.

Y esto es lo que me gustaría hacer, aquí y ahora con Uds. En esta cuestión apasionante y enrevesada de los Derechos Humanos, cargada de proclamaciones solemnes y de enormes y continuas transgresiones..  No es, por tanto un discurso seguido y bien trabado sino, sólo, algunas cuestiones que me inquietan.

1. LA CUESTIÓN DE LA DIGNIDAD HUMANA

Se dice, seguramente con toda razón, que

“desde la Grecia clásica hasta nuestros días se advierte, en efecto, un proceso de crecimiento y maduración en la idea que nos hacemos acerca de lo que es un ser humano como realidad singular en la historia y en el universo.  Más allá de las mitologías, las religiones y las filosofías con sus concepciones divergentes y a veces contradictorias acerca de lo humano y lo social, la noción según la cual hay algo en cada persona que no puede ser violado impunemente o no puede ser destruido del todo, y que al mismo tiempo constituye una suerte de parentesco común o lazo de familia, es como un hilo de Ariadna a través del tortuoso laberinto de la aventura humana.  Se trata de la idea de dignidad humana, del andar erguido, en palabras del filósofo alemán Ernst Bloch, que está en el origen del concepto de derechos humanos y de la teoría de la democracia a la vez, por cuanto el respeto activo por el otro y la administración pluralista de la convivencia se sustentan entre sí y no pueden justificarse más que si se acepta que los humanos no somos animales de rebaño sino conciencias en libertad”[2]

Dichas así las cosas, parecería que tales afirmaciones han sido aceptadas siempre por todos de igual manera; que sobre esto ha existido siempre un consenso defendido por igual por todas las corrientes de pensamiento, por todos los órganos ideológicos o de poder.  Y no estaría de más introducir, al menos, dos precisiones:

1. La idea de la dignidad humana ha sido defendida siempre por el grupo de marginados frente a la ideología dominante: aparece en Grecia como reacción a la ideología Olímpica, que defendía el valor de la nobleza y ponía como meta suprema la conquista victoriosa y el desprecio por el trabajo y la justicia.

Tuvo que ser Hesiodo, hablando en favor de la plebe campesina y semiesclava, el que defendió la igual dignidad de nobles y plebeyos, la fraternidad y el destino común de todos en aquel Orfismo que recorrió la cultura griega entre el desprecio y la exclusión por parte de los grupos dirigentes.

Tuvo que ser, en medio de la crisis del Imperio, cuando la legión de esclavos y exiliados, fortalecida por la migración y el mestizaje, desarrolló aquel pensamiento pesimista y solidario del Estoicismo, que acepta la dignidad de todos los hombres como timbre de gloria y como tarea irrenunciable.

Tuvo que ser el minúsculo grupo de discípulos de un crucificado en las fronteras del Imperio el que defendió, poniendo hasta la vida en la pelea, la irrenunciable dignidad de la persona y el derecho a sus creencias.  Ya no hay judíos ni griegos, decía Pablo de Tarso.  Todo hombre tiene como prójimo a todos los hombres, decía Agustín de Hipona.

Han tenido que ser, en fin, todos los grupos de hombres y mujeres, empeñados en la lucha contra poderes despóticos y excluyentes (aunque ellos mismos hubieran conquistado el poder luchando por el derecho a pensar o a actuar de otra manera), pero que una vez instalados no reconocen más verdad que la propia, más ley que el privilegio o más razón que la fuerza.

2. Con frecuencia, cuando se habla de la dignidad humana, parece reducirse a la dignidad del “otro que es como yo”. Decía Rorty en una de las Conferencias sobre Derechos Humanos que Amnistía Internacional celebró en Oxford en 1993:

“los asesinos y violadores serbios no consideran que violen los derechos humanos.  Porque ellos no hacen estas cosas a otros seres humanos, sino a musulmanes.  Ellos no son inhumanos sino que discriminan entre los verdaderos humanos y los pseudohumanos.  Se trata del mismo tipo de distinción que los cruzados hacían entre los humanos y los perros infieles, y que los musulmanes negros hacen entre los humanos y los diablos de ajos azules (...) Los serbios consideran que actúan en interés de la verdadera humanidad al purificar al mundo de la pseudohumanidad (...)Nosotros y aquellos como nosotros somos casos paradigmáticos de humanidad, pero quienes son muy diferentes a nosotros en su comportamiento o en sus costumbres son casos fronterizos (...) Nosotros, en la seguridad y la riqueza de las democracias, sentimos por los torturadores y violadores serbios lo mismo que ellos sienten por sus víctimas musulmanas: se parecen más a los animales que a nosotros.  Pero no estamos haciendo por las musulmanas violadas en pandilla o por los musulmanes castrados más de lo que hicimos en los años treinta cuando los nazis se divertían torturando judíos (...) Pensamos en los serbios o los nazis como animales porque las bestias de presa son animales:  Pensamos en los musulmanes o los judíos arreados a los campos de concentración como animales porque el ganado está compuesto de animales.  Ninguna clase de animal es como nosotros y no tiene sentido para los seres humanos involucrarse en riñas entre animales”[3]

2. LA MODERNIDAD Y LA CONSTRUCCIÓN DE LOS DERECHOS.

Eso que hemos dado en llamar “la Modernidad” se ha caracterizado, entre otras muchas cosas, por la lucha emancipadora de los individuos contra los poderes irracionales, utilizando como instrumento fundamental la razón (como fuerza poderosa y unificante) que nos convierte a todos en semejantes, partícipes de una misma naturaleza, sujetos de derechos inviolables y capaces de organizar la vida personal, social, moral,  política y económica sobre bases autónomas y laicas.  La razón tenía, pues, el extraordinario poder de establecer normas y leyes independientes de instancias ajenas a la conciencia y podría garantizar, por vez primera, el consenso de todos los hombres por encima de creencias, razas u opciones políticas.  Pero tal racionalización del mundo tenía unas exigencias muy concretas: la exigencia del cálculo, la exigencia del contrato, la exigencia de la no ingerencia en los procesos, la exigencia de un pensamiento único (si la razón es una, no hay posibilidades de pensamientos que no se ajusten al paradigma de la racionalidad científica y técnica).  En la medida en que tal pensamiento se hizo dominante, se transcendentalizaron los aspectos contractuales de la economía, la política y la sociedad y ha ido primando, en esta época:[4]

·           El pensamiento unívoco y exacto con la exclusión de lo analógico y complementario, que ha ido conduciéndonos a tantas falsas disyuntivas entre individuo y sociedad (individualismo/colectivismo, deber/felicidad) que han dislocado nuestra visión del mundo en términos de oposición y enfrentamiento.

·           La primacía de las relaciones económicas sobre cualquier otra forma de relación humana.  El mayor esfuerzo normativo se dirige a las relaciones entre personas y cosas o, en todo caso, a la relación entre poseedores y no poseedores (de poder, de dinero, de bienes, de conocimiento), que se atienen a las leyes supremas del mercado, independientes del horizonte ético-social de otras épocas.

·           La concepción etnocéntrica del mundo, al considerar que la racionalidad está presente de forma paradigmática en un “nosotros” (la nación, la clase, la raza, la cultura europea) que ha conducido a formas más o menos radicales de colonización, explotación, marginación o proselitismo con respecto al resto del mundo.

Es comprensible, pues, que en los momentos del presente, golpeados por las consecuencias de tal forma de pensar, se estén abriendo paso intentos de replanteamiento crítico (a los que me resisto a englobar bajo la denominación de “postmodernidad”, porque no se pretende renunciar a la razón ni a su dimensión crítica, aspectos esenciales en la Modernidad), que pretendan pensar las relaciones humanas desde una racionalidad crítica y no dogmática, descentralizada y descentralizadora y que ponga su punto de mira en la diferencia, en lo fragmentario, como una forma de acercarse a esa oscura  y confusa realidad que late y bulle por debajo de los grandes relatos del poder, del mercado o de la norma.

En este yunque de la crítica y la duda, según creo, se revitalizará este debate siempre abierto de los derechos humanos que deben ser, también ellos, continuamente revisados para no convertirse, como tantas otras proclamas de la época moderna, en letra muerta o en el escaparate engañoso de una trastienda mucho más revuelta.

3. LOS DERECHOS HUMANOS SON EL RESULTADO HISTÓRICO DE LA RELACIÓN DIALÉCTICA ENTRE NECESIDAD Y PODER

Siguiendo la argumentación de Norberto Bobbio[5], convendría manifestar una y otra vez que los derechos humanos, por más fundamentales que sean, por más ligados que se pretendan a la supuesta naturaleza humana, son derechos históricos, que se han desarrollado en la conciencia de los pueblos (o de algunos pueblos, si queremos) en circunstancias muy concretas y como resultado de la lucha de minorías emergentes y comprometidas en defensa de nuevas libertades contra viejos poderes: la libertad religiosa es el producto de las guerras de religión; las libertades civiles, el resultado de la lucha de los parlamentos contra los soberanos absolutos; las libertades políticas y sociales, del nacimiento, auge u madurez de los movimientos obreros y campesinos y, en general, de las clases desposeídas que exigen de los poderes públicos no sólo el reconocimiento de la libertad personal, sino también la protección del trabajo contra el desempleo, el acceso a la cultura, la sanidad y la asistencia en la vejez o invalidez.

Sólo cuando estos derechos se sienten suficientemente garantizados es posible la emergencia de nuevos elencos de derechos de tercera o cuarta generación (relativos al medio ambiente, a la defensa contra la manipulación genética o a la veracidad informativa).

Desde esta dimensión histórica (el desarrollo de los derechos humanos en el marco de la relación dialéctica entre el individuo libre, el ciudadano, y el Estado, dentro de la teoría política de la Modernidad Occidental) pueden comprenderse el alcance y las limitaciones de la doctrina y la práctica de los derechos humanos y extraerse algunas consideraciones:

1. Ambigüedad de los derechos. A pesar de los numerosos intentos definitorios, el lenguaje sobre los derechos humanos sigue siendo ambiguo, poco riguroso y bastante retórico:
·           La mayoría de las definiciones son tautológicas: “Los Derechos Humanos son los que tiene el hombre en cuanto hombre”.
·           O describen vagamente intenciones sin contenido: “Los derechos humanos son aquellos que pertenecen o deberían pertenecer a todos los hombres o de los que ningún hombre puede ser despojado”.
·           O dependen peligrosamente de la posición ideológica de quien los interpreta: “los derechos humanos son aquellos cuyo reconocimiento es condición necesaria para el perfeccionamiento de la persona humana o para el desarrollo de la civilización”.

2. Estatuto endeble. Los derechos humanos tienen siempre un estatuto muy endeble en cuanto a su exigencia normativa puesto que se trata, en la mayoría de los casos, de exigencias frente al poder, pero que, al mismo tiempo, es el poder mismo quien debe protegerlos y patrocinarlos.  De aquí se desprende, sin duda, su carácter de lucha permanente, de compromiso colectivo, de actitud vigilante.

3. Razonablemente garantizables en política interior, donde la relación dialéctica entre el poder y los ciudadanos tiene más instrumentos jurídicos y políticos para exigir el cumplimiento de unos derechos recogidos, en muchos casos, aunque a veces sea de manera excesivamente retórica, en las distintas normas constitucionales.

4. Difícilmente garantizables en la política internacional.  En ese difícil encaje de bolillos en el que la sociedad internacional quiere conjugar los hilos de los derechos humanos, los intereses económicos, el respeto al principio de no injerencia en asuntos internos y, aunque siempre más solapadamente, la promoción, protección y defensa de los intereses del propio país dentro del territorio o de las instituciones políticas de otros países en un neocolonialismo oculto pero no menos real y beligerante sólo parece quedar sitio para las “declaraciones”.  Como su propio nombre indica, las Declaraciones de Derechos Humanos, como las declaraciones amorosas, no forman parte del lenguaje jurídico, sino del lenguaje persuasivo, más cercano al deseo que a la exigencia normativa.  De cualquier modo, a pesar del pesimismo que se apodera de todos nosotros cuando vemos los ataques a los derechos Humanos en sociedades firmantes de declaraciones o el silencio cómplice del resto de firmantes, habría que reconocer el valor de este tipo de declaraciones.  Hernando Valencia lo ha expuesto con claridad:

“Una declaración es la revelación de lo que ya existe, de lo que está ahí, en la conciencia individual o en la historia colectiva, como un valor intrínseco cuya sola exposición enriquece la vida o asegura el progreso.  Del mismo modo que el amante declara su amor, el testigo su verdad o el revolucionario su utopía, el pueblo expone a la luz pública y fija para siempre los derechos de que está investido por naturaleza a fin de que sean conocidos y puestos en práctica por tirios y troyanos.  En este sentido, la promulgación solemne de los derechos de un pueblo o de la humanidad entera no es un simple gesto retórico, sin consecuencias materiales, como sostiene con frecuencia un cierto cinismo disfrazado de realismo.  Por el contrario, toda codificación de libertades es en sí misma un avance cualitativo por cuanto pone en evidencia las dos funciones del derecho: la instrumental y la simbólica.  Pues en su relación con la realidad social, el derecho se propone no sólo inducir una conducta mediante la aplicación de una regla coactiva, sino además enjuiciar lo existente a partir de un valor ético, lo cual se logra casi siempre al conferir a la situación un carácter ritual o simbólico.  Así, expedir una declaración de derechos implica cumplir dos propósitos a la vez: facilitar la expresión y actuación autónomas de los individuos y de la sociedad civil frente al Estado e incluso contra el Estado, que es la finalidad instrumental o pragmática de cualquier regulación sobre derechos subjetivos o grupales; y establecer una utopía normativa que no sólo opere como polo de atracción de las relaciones sociales, sino que también dramatice la distancia entre la realidad y la norma, entre la vida cotidiana y el horizonte valorativo, y tal es la finalidad simbólica o ritual de este tipo de legislación”[6].

4.  EL ESCÁNDALO DEL PRESENTE

Hay momentos, sin embargo (y el presente, tal vez, es uno de ellos) en que la distancia entre la realidad y la norma se representa como especialmente dramática.

Todos los días asistimos al espectáculo de la masacre de pueblos enteros, a la escalada de la xenofobia, el racismo, el auge y desarrollo de los fundamentalismos o de los nacionalismos más radicales y hasta al bombardeo de pueblos para desviar la atención de líos de faldas.

Tal vez estos demanes hayan estado siempre presentes entre nosotros, pero la situación presente parece tener algunos rasgos específicos:

·           El contraste entre los pronunciamientos solemnes y universalmente reconocidos y el incumplimiento descarado y flagrante.  Resulta paradógico el contraste entre la enorme cantidad de declaraciones, discursos, textos producidos por las instituciones nacionales e internacionales y la cruda realidad de la miseria, la injusticia y la dominación sufrida todavía por la mayoría de la humanidad. ”Nunca antes han coexistido tantas normas, instituciones y autoridades encargadas de proteger la dignidad humana a lo largo y ancho del planeta.  Y sin embargo, nunca antes como durante el medio siglo que se extiende desde la proclamación de la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948 hasta estas postrimerías del siglo y del milenio se han registrado tantas y tan atroces violaciones de las garantías fundamentales por parte de agentes estatales, guerrilleros o delincuentes organizados”[7]

·           La difusión y conocimiento inmediato de la barbarie: Decía hace un momento que “todos los días asistimos al espectáculo de la barbarie” y esto es rigurosamente cierto.  Debido al inmenso desarrollo de los medios de comunicación, cualquier conflicto lejano se nos presenta prácticamente en directo en la sobremesa.  La guerra del Golfo fue la primera de las guerras transmitida en directo.  Como el fútbol, como cualquier competición deportiva.  Y esto es lo malo: el conflicto, la injusticia, la miseria o la barbarie se han convertido en un espectáculo que se presenta a nuestros ojos como cualquier relato de ficción, sin implicar en ello nuestra conciencia

·           Por primera vez, quizás, se comienza a dudar de la validez, alcance y fundamento de la misma norma.  Hipertrofiado, tal vez, el mundo de los derechos individuales y rotas o en crisis algunas de las instituciones que fomentaban la vinculación afectiva y normativa entre los hombres, se ha debilitado la conciencia de los deberes y se ha ido abriendo camino una especie de individualismo hedonista más ajeno cada vez al compromiso solidario y participativo

5. LA BÚSQUEDA DE NUEVOS CONSENSOS

Ante semejantes hechos, son muchos los que hablan  de  que la sociedad actual está atravesando por una profunda crisis de valores que pone en peligro las bases de una convivencia armónica y tolerante.  Los valores tradicionales que servían para aglutinar y orientar la conducta de las sociedades parecen ser vistos como imposiciones ajenas a los propios deseos e intereses, defendidos e inculcados por los poderes ideológicos dominantes como instrumentos perpetuadores del eterno juego de dominación-sumisión.  Entendidos así los valores, parecería que cualquier acto de rechazo o de protesta contra esos valores establecidos estaría encaminado a la liberación y realización personal frente a las distintas instancias dominantes.

Sospecho que para conseguir unas sociedades más tolerantes, más respetuosas con los derechos del otro, más pacíficas o más armónicas habría que cambiar algunas de las perspectivas del presente:

1. Pasar de la consideración del otro como semejante al otro como distinto.  La consideración del otro como “alguien como yo” ha conducido, con frecuencia, al intento de sometimiento del otro a mis propios deseos, intereses o creencias, desde el convencimiento de que mis deseos, intereses y creencias coinciden con los deseos, intereses y creencias de toda la humanidad.  Reconocer al otro como distinto es reconocer en él y en mí la capacidad de definir nuestra manera de ser y de estar en el mundo.  Reconocer al otro como distinto es, al mismo tiempo, reclamar mi propio derecho a ser distinto.  Reconocernos como distintos nos obliga a ponernos de acuerdo en la tarea, en los puntos de coincidencia en la acción: comprometidos en la tarea y respetuosos con la diferencia[8].

2.  Pasar de la visión jurídica del Estado de Derecho a la visión ética de la construcción de una convivencia tolerante.  Tal visión jurídica parece descargar toda la responsabilidad en el poder: es el poder quien debe dictar las leyes, garantizar su cumplimiento y castigar sus desviaciones.  Los ciudadanos de a pie parecen quedar exentos de tales responsabilidades.  La ética de la construcción de una convivencia tolerante nos compromete a todos por igual..

3.  Pasar de la proclamación de valores supuestamente universales al descubrimiento de las necesidades fundamentales.  Esto supondría salir del círculo, tantas veces ocioso, de intentar justificar el fundamento de derechos y deberes y de eliminar ese enfrentamiento entre el deseo y el deber.  Si profundizáramos en que, en definitiva, las necesidades humanas, de todos los hombres se reducen a
·           La promoción y desarrollo de las condiciones para una vida sana y plena
·           la vinculación afectiva
·           la vinculación normativa
·           la propia autonomía
y pusiéramos las bases para que esto fuera posible en todos los ámbitos de la convivencia (la relación interpersonal, la familia, el pueblo, el país, el mundo) estaríamos, posiblemente, poniendo las bases para una ética mínima de convivencia coherente con la defensa y promoción de eso que llamamos los Derechos Humanos.

4.        Por último, déjenme decir con Bobbio[9] que el problema fundamental en relación con los derechos humanos, hoy, no es tanto analizarlos o justificarlos sino protegerlos y comprometerse con ellos.  No es un problema filosófico, sino político y ético.


7. ESTRAMBOTE FINAL: PERO Y LA UNIVERSIDAD ¿QUÉ PINTA EN TODO ESTO?


Pues depende, como todo.

Por un lado, no creo que haya nadie capaz de decir en voz alta que no tiene nada que ver con todo ello: Se convocan, puntualmente, al mediodía, minutos de silencio, cada vez que ocurre un atentado.  Se celebra el día del “bocata solidario”.  Se firman manifiestos para que una mujer africana no sea apedreada.  Se hacen cosas, en fin, se hacen cosas.

Pero cuando los problemas resultan más próximos, cuando se trata de exigencias generales (porque las exigencias personales o gremiales son cosa distinta) que hay que reclamar ante los poderes más próximos, entonces siempre hay alguien que apela a la “neutralidad” política de la Universidad  (Como si le fuera posible al hombre, a cualquier hombre, a mí mismo, ser apolítico, asocial, amoral, asexual,  acultural sin engañarse o renunciar a partes esenciales de la propia humanidad).

Habría que preguntarse, una vez más, para qué sirve una universidad, qué se espera de ella, partiendo de la base de que debe ser definida desde fuera (puesto que no se trata de una organización para la defensa de intereses gremiales o puramente internos, como podría ser una agrupación agraria o un colegio profesional de abogados).

La Universidad es un Servicio Público (y no quiero entrar, Dios me libre, en la disputa entre universidades públicas y privadas).  Tengo para mí que una universidad privada, si quiere serlo, no puede ser otra cosa que un servicio público gestionado por particulares.

Siguiendo con la argumentación, creo que de la Universidad se espera (o debería esperarse,  al menos) que colabore, en diálogo permanente con la sociedad que la paga y a quien se debe, en

  •        La formación inicial de profesionales de nivel superior.


  •          El asesoramiento y la búsqueda de soluciones científicas y técnicas a las necesidades y problemas sociales (económicos, políticos, culturales, jurídicos, sanitarios, educativos, etc).


  •          El debate razonado y libre de propuestas de transformación social que contribuyan a formas de convivencia más justas, más tolerantes, favoreciendo el pensamiento crítico y divergente, que opte por el debate y la palabra frente al recurso a la violencia en la resolución de los conflictos.


Si esto fuera así,  no cabe duda, la Universidad se convierte en un espacio privilegiado, en un verdadero taller de creación de pensamiento libre, de planteamiento, revisión, crítica y alcance de los Derechos Humanos, como exigencia de vida y organización socio-política permanentemente revisables.

Pero es cierto que, embelesados, tal vez, por los aspectos económicos, corren tiempos en los que parece que la Universidad tiene que dar respuesta a las empresas, tiene que constituirse ella misma como una empresa, como si su solo compromiso tuviera que ver con el desarrollo económico, con las exigencias del mercado, con la innovación tecnológica (nueva divinidad independiente y poderosa)

Si esto fuera así, no cabe duda, tendrá la misma responsabilidad en el debate que la General Motors o Colgate.

Habrá que decidir, una vez más, (¡Qué se va a hacer!) qué queremos ser y al lado de quién  queremos estar.  Y en esta decisión todos estamos implicados.





[1].   LYOTARD, F.  “Los derechos de los otros”, en SHUTE, S y HURLEY, S (eds.) De los derechos humanos,, Madrid, Trotta, 1998, pgs. 137-145

[2] .  VALENCIA VILLA, H., Los Derechos Humanos, Madrid, Ed. Acento, 1997, pg. 14. No debe verse en esta referencia ningún desacuerdo con el planteamiento del autor, ya que el párrafo está extraído de una parte de su exposición sobre el proceso histórico de construcción de la idea de los Derechos Humanos, realizada con rigor y propiedad.  Aún no conociendo al autor, sirva de presentación lo que de él dice Jesús González Amachastegui en su prólogo a la obra De los derechos humanos, citado anteriormente:
“los lectores de esta edición española se encontrarán con la traducción realizada por el doctor Hernando Valencia Villa.  Creo que habrá pocas personas más adecuadas para elaborar la versión española de este segundo volumen de las Oxford Amnesty Lectures 1993; y  no lo digo sólo por su cualificación profesional, sino porque el profesor Valencia Villa reúne esas dos condiciones de las que el volumen que presentamos está impregnado: por un lado, preocupación por la reflexión intelectual sobre los derechos humanos y, por otro, compromiso moral y político con la defensa de los mismos.  Ha sido precisamente ese compromiso el que le llevó a aceptar una de las responsabilidades más exigentes para un colombiano, Procurador Delegado de los Derechos Humanos; y el honesto, valiente y eficaz cumplimiento de su misión le obligó a salir de su país.  Como español me siento orgulloso de tenerle entre nosotros, de que como muchos latinoamericanos comprometidos con la defensa de los derechos humanos haya encontrado en nuestro país el refugio y la tranquilidad que ansiaba.  Como universitario, no dudo en señalar mi desánimo ante una universidad española tan preocupada por la promoción de sus profesionales que se muestra incapaz de acoger en su seno a personas de tanta valía como el traductor de este libro”.
Desde luego, hablar así de alguien que tiene problemas por la defensa de aquello en lo que cree, es el mejor discurso en favor de los Derechos Humanos.

[3] .  RORTY, R. “Derechos humanos, racionalidad y sentimentalidad”, en SHUTE, S y HURLEY, S (eds.) De los derechos humanos,, Madrid, Trotta, 1998, pgs. 117-118.

[4] .  Sobre tales cuestiones puede verse BALLESTEROS, J. Postmodernidad: decadencia o resistencia, Madrid, Tecnos, 1994

[5] .  BOBBIO, N.  El tiempo de los derechos, Madrid, Sistema, 1991.

[6] . VALENCIA VILLA, H., Los Derechos Humanos, Madrid, Ed. Acento, 1997, pgs. 28-29

[7] Ibídem, pg. 5.

[8] . LYOTARD, F.  “Los derechos de los otros”, en SHUTE, S y HURLEY, S (eds.) De los derechos humanos,, Madrid, Trotta, 1998, pgs. 137-145.

[9] . BOBBIO, N.  El tiempo de los derechos, Madrid, Sistema, 1991, pg. 21.