viernes, 28 de septiembre de 2012

De Universidades y Colegios



O divagaciones impertinentes y estrafalarias que, a modo de conferencia, bajo la afectuosa invitación de la Excelentísima Señora Vicerrectora Doña Ana Bernardo, presenta ante la noble corporación de colegiales y allegados del Mayor “San Isidoro” el Maestro de Filosofía de este Estudio General  y especialista en la nada Francisco de Asís y Lucio Flecha Andrés con motivo de las honras colegiales al señor San Isidoro y en las que la sufrida audiencia podrá encontrar, si lo soporta
  • Dos disquisiciones introductorias
  • Algunas evocaciones históricas traídas por los pelos con la intención de que parezca que la historia acaeció tal como aquí se cuenta
  • Y un estrambote final del que pueda sacarse, si conviene, alguna “licción” para el futuro.

 Disquisición primera o de lo que parece esperarse de una conferencia floreada en una festividad académica.

La Universidad, como la Iglesia (su inventora, no se olvide[1], responsable y custodia del invento durante, al menos, cuatro quintas partes de su historia) son instituciones profundamente ritualistas.

No hay fiesta eclesiástica o académica que pueda resistirse a la programación de un sermón de campanillas o una lección, que para el caso tanto monta.

Pero el sermón, en sí mismo,  (y la lección que, a veces, tanto se le parece) también es un puro acto ritual en el que interesa más “la música” (el tono, la retórica, la belleza de la forma) que la importancia de aquello que se dice.

Existe, por tanto, un pacto silencioso que parece exigir que el orador sea ameno.  Si esto no es posible, se espera que, al menos, diga algo interesante.   Y si tampoco es capaz, que, ¡por todos los santos!, sea breve.

Intenté, en mi juventud, llegar a ser predicador pero, por mis muchos pecados y las malas compañías y lecturas vime reducido a ser maestro. 

Temo, por tanto, no poder cumplir ninguno de estos tres requisitos esenciales.  Sirva lo dicho de advertencia en mi descargo.

Disquisición segunda en que se da razón de la extravagancia del título propuesto.

 El antiguo y raro oficio de la Filosofía con cuyo ejercicio, inexplicablemente, he ido ganándome la vida suele llevar aparejada una cierta sospecha ante cualquier relato que se presenta excesivamente cerrado y doctrinal.

Algo me dice que hubiera sido más apropiado titularlo: “Papel histórico de los Colegios Mayores en el desarrollo, apogeo y declive de las universidades hispánicas y perspectivas de futuro”.

Pero sospeché que era demasiado grande el fardel para las nueces que era capaz de meter dentro.  Quería decir algunas cosas que parecen rebotarme en la cabeza, pero cuya sistematización estructurada supera el marco de mi escaso conocimiento sobre el asunto y me resistía a rellenar las lagunas con interpretaciones interesadas y de compromiso.

Pero, al mantenerme a pie firme en medio del embrollo, no se si cuando lo dé por terminado quedará claro lo que pretendía decir con todo ello.

Por si tal ocurriera, como temo, prefiero dejarlo dicho ahora mismo, de antemano:

  • Quiero decir que universidades y colegios han ido siempre de la mano y han sido mutuamente responsables de los logros (escasos y contados) y de sus muchas calamidades y fracasos.
  • Quiero decir que los intentos históricos de reformar las universidades han pasado siempre por la reforma paralela de los colegios.
  • Quiero decir que, en los tiempos recientes, los colegios han optado por ser alojamientos cómodos y neutros en los que el estudiante se ve liberado de hacer la compra y la comida y evitar enfrentamientos con compañeros que, mira por donde, nunca friegan los cacharros.
  • Y quiero pensar, por último, que hay muchas posibilidades formativas que se pierden, que podrían focalizarse en los colegios, aprovechando los medios que la universidad ofrece si los colegiales deciden aprovecharlos.

Pues eso. Dicho queda. Por si acaso.

Algunas evocaciones históricas traídas por los pelos para que parezca que la historia ocurrió como aquí se cuenta.

Por empezar por el principio, como parece ser costumbre, tal vez convendría decir  que la institución universitaria es hija de la cristiandad europea medieval y se vincula al renacimiento urbano.

El monopolio cultural fue, tal vez, el mecanismo fundamental por el que la Iglesia  consiguió vertebrar la administración jurídica, territorial e ideológica de aquel amplio espacio que ocupaba la cristiandad.

En una Europa rural, que contaba con un 90% de analfabetos, el papel de salvaguarda de la cultura escrita fue asumida por los monasterios a través de sus “scriptoria” y de sus escuelas abaciales.

Con el desarrollo de las ciudades surgen nuevas estructuras eclesiales (las curias catedralicias) que pretenden conseguir privilegios y rentas y liderar la organización jurídica y administrativa de ese nuevo espacio político y económico que parecía ir abriéndose paso.

En este contexto de emergencia de nuevos oficios y tareas, de una división más especializada del trabajo, surgen las asociaciones gremiales para el desarrollo y protección de los intereses de las gentes del mismo oficio y el logro de concesiones, fueros y privilegios por parte del poder.

De este espíritu gremial surge la “Universitas magistrorum et scholarium”, la corporación de maestros y estudiantes que reclaman derechos, privilegios y fueros.

Como  todos los gremios, cuenta con una jerarquización surgida del dominio reconocido del oficio.

El gremio de los maestros universitarios, “universitas magistrorum” se reserva el derecho exclusivo de admisión y aprobación de los aprendices, permitiéndoles el paso de un nivel a otro tras la superación de algunas pruebas o graduación.  La maestría  se adquiere tras la superación de una prueba ante el resto de maestros con la que se consigue la “licencia docendi”.

Pero todo ello no habría pasado de un puro asunto gremial (como el de curtidores, azabacheros, herreros o panaderos) si no hubieran intervenido el papado (que, con ánimo de controlar la doctrina, de mantener la ortodoxia y crear lealtades personales decide si estas “licencias” tienen reconocimiento simplemente local o son reconocidas en toda la cristiandad) y los reyes, interesados en el desarrollo de la burocracia y el derecho, piezas fundamentales para el surgimiento de los futuros estados nacionales que terminaran con el dominio feudal de los señores.

De este modo, la validación papal y el apoyo de los reyes y emperadores otorga a este nuevo gremio una dimensión supraterritorial que le libera de la tutela de los poderes eclesiásticos locales.

Surgieron así, desde el principio, dos tipos o categorías de universidades:

  • Aquellas que tenían reconocida una mayor amplitud de estudios (Teología, Derecho Canónico y Civil, Medicina, Lógica y Gramática) y un reconocimiento universal de sus grados y que solían distinguirse con el título de “Studium Generale”.
  • Y aquellas otras cuyos estudios eran más restringidos y el reconocimiento de sus grados dentro del ámbito local o regional.
Las primeras universidades de la Cristiandad fueron las de Bolonia  (especializada en el Derecho y con fuerte poder estudiantil) París (especializada en Teología y con fuerte poder de la corporación de profesores) y Montpellier (especializada en Medicina).

Siguiendo su modelo (especialmente el Boloñés) se crearon las primeras universidades españolas: Salamanca (que sirvió de modelo a todas las demás) Valladolid y Alcalá de Henares debiendo su origen y afianzamiento más al apoyo de los reyes que al hecho de cumplir las condiciones que, según Alfonso X, debían reunir las ciudades que aspiraran a contar con tales estudios:
“de buen aire y de hermosas salidas debe ser la villa en que se quisiera establecer el estudio, para que los maestros que enseñen los saberes y los escolares que los aprendan vivan sano y en él puedan descansar y recibir agrado en la tarde, cuando se levantaren cansados del estudio.  Además debe ser abundante de pan, de vino y de buenas posadas en que puedan vivir y pasar su tiempo sin gran costo”[2].
En términos generales, y tomando como modelo la Universidad de Salamanca, la organización institucional de los estudios medievales se sustentaba en tres figuras: El rector, el maestrescuela y los claustros.

El rector y los ocho consiliarios (representantes de las naciones o zonas territoriales de procedencia de los estudiantes) son representantes de los escolares y elegidos anualmente entre ellos. Tienen Como misión la organización y el control de la docencia y la disciplina, la elección por votación de los catedráticos y la revisión de las cuentas.

El rector debía llevar un año de estudio y no podían serlo los naturales o vecinos de la ciudad.  Debería ser laico o clérigo, no casado, mayor de 25 años y no podían serlo los catedráticos, los religiosos ni los colegiales, ni los clérigos con cargos o prebendas durante el año de su rectorado y no podían ser reelegidos hasta dos años más tarde de haber terminado su mandato.
Tampoco podían aprovechar la ocasión, ya de paso, para graduarse de licenciado o conseguir alguna cátedra durante su mandato.

Pero esta última disposición no era de aplicación para el rector de Alcalá. 

El rector de Alcalá era mucho rector, como nos dicen los hermanos Peset:
El rector complutense “de Dios abajo no conoce superior en la tierra”.  Gobierna conjuntamente universidad y colegio, con los más amplios poderes que imaginarse pueda, sobre colegiales, regentes, lectores, doctores, catedráticos, capellanes, sirvientes, oficiales… Hay peticiones de cortes y de la villa de Alcalá para reducir sus poderes, pero nada se consigue hasta las reformas de Carlos III. La división salmantina entre las atribuciones del rector y el maestrescuela no existe; todas se concentran en el joven rector complutense, quien además decide y determina sobre las copiosas rentas de aquella universidad.  Es más, suele aprovechar su año de rectorado para graduarse de doctor –cosa prohibida en Salamanca-, por lo que el acto de su graduación degeneró en mera fórmula. Reunidos todos los doctores y maestros el día señalado se le propone el primer argumento, y cuando el rector hace ademán de contestar, se arma gran bullicio y griterío entre los asistentes, entre quienes se encuentran hasta los criados del colegio. Todos gritan: Ne fatigetur tanta maistas! No se moleste a tan gran majestad! Y hasta los cocineros hacían gala de latín para salvar la dignidad majestuosa de su rector[3]
Los otros elementos de dirección de las nacientes Universidades eran, como dije, el Maestrescuela o canciller (que representa al papa y es garante de los fueros concedidos por el pontífice y firma y certifica la concesión de los grados) y el claustro.

Los doctores y maestros tenían su propio claustro para tratar de sus intereses profesionales.  Para los problemas especialmente graves e importantes se reunía del Claustro pleno del que formaban parte el maestrescuela, el rector y los consiliarios y el claustro de doctores y maestros.

En cuanto a los aspectos docentes, la enseñanza estaba en manos de profesores licenciados o doctores, con distintos sueldos, dependiendo de su categoría (catedráticos, lectores o pasantes), de la Universidad, de la Facultad (mejor pagados los de Cánones que los de Teología) y la asignatura (mejor pagados los de Prima que los de Decretales).

El método era estrictamente escolástico (lecciones, repeticiones, disputationes).  Los únicos exámenes eran los que, tras varios años de asistencia a clase (certificada por los profesores correspondientes) conducían a la obtención de los grados.

Los grados eran tres: Bachiller (que facultaba para el ejercicio de la profesión), licenciado y doctor (que permitían el acceso a la enseñanza universitaria).  Los tres grados, altamente ritualizados, se distinguían más por los costes que llevaban aparejados entre tasas, propinas, refrescos, convites y fiestas de toros, que por las exigencias de conocimiento demostrado.

Los estudiantes que venían de otras ciudades se alojaban en grupos en casas de hospedaje seleccionadas y visitadas por alguno de los consiliarios rectorales y para tal selección, teóricamente, se tenía en cuenta la decencia de vida y costumbres de los posaderos, la limpieza y  la conveniencia de las comidas.  

Los estudiantes estaban obligados a vestir el uniforme estudiantil (el traje talar eclesiástico de paño del país sin adornos ni golillas y  una capa de cuello, el manteo.  De ahí el nombre de “manteistas” con el que fueron conocidos los estudiantes no colegiales. Tenían prohibida la entrada en cantinas y teatros, los juegos de cartas y de apuestas y la participación en algaradas y jaleos.

Pero todo ello, que parecía tan perfectamente regulado, solía traducirse en la realidad en hospedajes miserables en casas de dómines esperpénticos y en los que los estudiantes se veían envueltos, con frecuencia en lances propios de pícaros y en frecuentes juicios de arrebato de la honra con engaños y promesas a posaderas y a sus hijas.

Aunque seguramente la mayor parte de esta historia sea leyenda pura, pura literatura.  Seguramente es exagerada la visión de truhán y descarado que ofrece de sí mismo Torres Villarroel, estudiante de Salamanca.  Aunque algo tendrían en común pícaros y estudiantes para producir estereotipos tan semejantes:
El gusto de mis padres y el apoyo del clérigo rector, me destinaron para que estudiase la Filosofía; y señalándome el maestro a quien había de oír, que fue el padre Pedro Portocarrero, de la Compañía de Jesús, comencé esta carrera descuidado y menos medroso, porque ya me consideraba libre de los castigos, dueño de mi voluntad y señor absoluto de mis acciones y disparates.  Acudía tarde e ignorante a las conferencias, miraba sin atención las lecciones, retozaba y reñía con mis condiscípulos (…) metime a bufón y desvergonzado con los nuevos y profesé de truhán, descocado y decidor con todos, sin reservar las gravedades del maestro.  Seguía en el aula, a pesar de las correcciones, avisos y asperezas del lector, este género de alegrías peligrosas, y en el colegio continuaba con mis compañeros otros desórdenes y libertades, que bastaron para hacerme holgazán y perdulario.(…)
Aprendí a bailar, a jugar la espada y la pelota, torear, hacer versos; y paré todo mi ingenio en discurrir diabluras y enredos para librarme de la reclusión y las tareas en que se deben emplear los buenos colegiales de aquella casa.  Abría puertas, falseaba llaves, hendía candados, y no se escapaban de mis manos pared, puerta, ni ventana, en donde no pusiese las disposiciones de falsearla, romperla o escalarla. 
Para evitar la precaria situación de los estudiantes más pobres, algunos poderosos mecenas decidieron entregar buena parte de sus rentas y herencias para la creación de Colegios en los que los estudiantes pobres, venidos de otras provincias, pudieran encontrar el alojamiento apropiado y el clima propicio para dedicarse al estudio.

Siguiendo el ejemplo del Colegio de San Clemente o de los españoles que el Cardenal Albornoz fundó en Bolonia en 1368 (el único que, posiblemente, por la lejanía de las intrigas cortesanas y políticas, no cayó en la total degeneración y se ha mantenido abierto, ininterrumpidamente hasta el día de hoy) fueron creándose en los primeros años del 1500  los seis Colegios Mayores de estos reinos: los cuatro de Salamanca (San Bartolomé, el Colegio de Cuenca, San Salvador, el Colegio de Oviedo y el del Arzobispo), el de Santa Cruz en Valladolid y el de San Ildefonso en Alcalá. No fueron los únicos. A ellos les siguieron gran cantidad de colegios mayores y menores.  Pero si los más famosos e influyentes.

En la intención de los fundadores quedaban absolutamente claras las condiciones:

  • Los colegios estaban destinados a estudiantes clérigos o laicos no pertenecientes a órdenes religiosas.
  • Debían ser pobres y no disponer de los recursos suficientes:
Los colegiales habrán de ser pobres, entendiendo por tal el que no tenga 620 ducados anuales y si tiene padres, estos no tengan 600 ducados de renta, siendo siempre preferido el más pobre, el huérfano de padre y madre al de solo uno de ellos, debiendo el admitido hacer juramento sobre ello, pues para ayuda a los pobres se hace la fundación, y si el colegial mejorase de fortuna, está obligado a declararlo y salirse del colegio en término de dos meses[4]
  • No debería hacerse discriminación  por su procedencia étnica o cultural ni por la pureza  o nobleza  de su linaje:
Ordenamos y establecemos que tanto en la elección de rectores y consiliarios como de escolares, capellanes o criados no se establezca ninguna diferencia entre nobles y plebeyos, descendientes de canarios, indios, judíos o moros, ricos o pobres, buenos o malos, urbanos o rústicos, libres o esclavos siempre que sean buenos cristianos y no haya impedimentos canónicos[5]
  • Estarían sometidos a una disciplina casi conventual, con prohibición de acudir a bailes, saraos o cantinas, obligación de recogerse a la puesta del sol, vestir siempre el uniforme colegial (traje talar, beca y birrete), hablar en latín en el interior del colegio,  mantener el celibato (evitando, incluso, la conversación libre y espontánea con mujeres, como recomienda el cardenal Albornoz a los colegiales de Bolonia en un texto que si lo hubiera escrito  hoy abriría dos o tres Telediarios):
Puesto que la mujer es cabeza del pecado, arma del diablo, causa de la expulsión del paraíso y de la corrupción de la ley antigua y puesto que cualquier conversación con ella debe ser evitada, expresamente ordenamos que nadie se atreva a introducir en el Colegio mujer alguna por muy honesta que sea o parezca.
  • La duración de la beca no podía prolongarse por más de 8 años (a no ser que en ese tiempo se alcanzase alguna cátedra en la Universidad).
Los fundadores no escatimaron medios en la construcción y dotación de tales colegios: construyeron para ello verdaderos palacios con hermosos claustros, salones y capillas, con espléndidas bibliotecas, con muebles y menajes dignos de un virrey.

Demasiado arroz para tales pollos de corral debieron pensar los miembros de la múltiple nobleza que esperaba colocar a sus hijos segundones en las altas instancias de la Iglesia, Consejos y virreinatos.

Por ello, todavía calientes los restos del fundador, se fueron adaptando tales disposiciones:

  • Se estableció astutamente que todos los estudiantes eran igualmente pobres puesto que la riqueza y el poder pertenecían, en todo caso, a sus padres.
  • Se implantó, casi de inmediato, la exigencia de la limpieza de sangre.
  • Se cerraban al sol puesto los portones, pero quedaba abierto un postigo que permitía libremente entradas y salidas.
  • Se compraban los votos necesarios para cubrir unas plazas de cátedra que no interesaban más que para mantenerse indefinidamente en el Colegio, subcontratando, por cuenta propia, a alguien que cubriera la engorrosa labor de la docencia.
Todo quedaba, entonces, en manos de “hacedores” en la Corte que colocaban como becarios del Colegio a hijos de personas influyentes a cambio de conseguir empleos de prestigio a los graduados del colegio protegido.

Los colegiales que se precien no pueden dejar el Colegio para aceptar un curato, una canonjía o un puesto de contador en cualquier pueblo o provincia perdida por el mundo.  Esto suponía tan grave ofensa para el Colegio (“denigrar la beca” se llamaba el delito) como no juramentarse para lograr, en el futuro, puestos tan jugosos como el suyo para posteriores colegiales.
¿Cómo podría extrañar, con todo ello, que, revisados los destinos de los 6120 colegiales del Mayor San Ildefonso de Alcalá pueda uno encontrarse con:

·        156 Santos, venerables y personal de especial virtud
·        2173 Dignidades eclesiásticas
·        1398 Altos oficiales ejecutivos gubernamentales
·        1533 Altos oficiales judiciales
·        612 Títulos y nobles
·        228 Escritores y maestros de príncipes.

Claro que el balance de colegiales ilustres del Colegio Mayor del Arzobispo Fonseca, el más importante de Salamanca, lo que equivalía a decir de España, arrojó en 1768 un saldo no menos impresionante:

·        dieciocho varones señalados en virtud y santidad; un cardenal; un patriarca; diez arzobispos; cincuenta y un obispos; cinco abades benditos; dos inquisidores generales; tres prelados y ministros que asistieron al Concilio de Trento; cinco confesores de santos, de papas, de reyes e infantes; tres comisarios generales de la Santa Cruzada; un sumiller y capellán mayor; cuatro auditores de la Rota; un gobernador del reino; tres embajadores; cinco consejeros de Estado; cinco virreyes; tres capitanes generales; siete gentileshombres de cámara; siete presidentes del Consejo de Castilla; tres presidentes del Consejo de Aragón; dos presidentes del Consejo de Indias; tres presidentes del Consejo de Ordenes; cuatro presidentes del Consejo de Hacienda; sesenta y cuatro consejeros de Castilla; siete del Consejo de Guerra cinco del Consejo de Portugal; catorce del Consejo de la Suprema General Inquisición; dieciséis del Consejo de Indias; siete de Hacienda; seis del Consejo de Italia; cinco del de la Cruzada; veintiún alcaldes de Casa y Corte; cuatro presidentes de la Cancillería de Valladolid; seis de la de Granada; diecinueve presidentes de las Audiencias de Indias; de la Sumaria de Nápoles y regentes de las Audiencias de España; veintinueve inquisidores de los Tribunales de España e Indias; ciento noventa canónigos y dignidades de la Iglesia de España e Indias; veintiocho corregidores; veinte próceres, hijos, nietos y hermanos de Grandes de España; ochenta y nueve caballeros de las Ordenes Militares de Santiago, Alcántara y Calatrava; treinta y cuatro escritores y ciento ochenta catedráticos de universidad.

¿Cómo podría extrañar que esta casta poderosa de colegiales, rodeados de sus propios criados y lacayos a los que, a veces, enviaban en su nombre a clase para ver certificada su asistencia mientras andaban conspirando o ganando favores en fiestas y salones de la Corte, fueran entrañablemente odiados y temidos por el resto de profesores y estudiantes “manteistas” que se sentían, frente a ellos, destinados a puro peonaje.

Por todo ello, universidades y colegios, que pudieron tener su momento de esplendor en el siglo XVI entraron, en menos de cien años, en una situación calamitosa que parecía pedir a gritos reformas urgentes y quien sabe si imposibles.

Así lo vieron el gran número de informantes del siglo XVIII que, tras analizar los graves problemas de universidades y colegios proponen:

·        Que los colegios vuelvan a sus primitivas constituciones.
·        Que las universidades restablezcan, al menos, una mínima disciplina:

o       Que se evite el escandaloso absentismo de profesores y alumnos
o       Que se restablezcan los mecanismos de oposición en las cátedras, garantizando la concesión por méritos y no por “turnos” entre colegios y órdenes religiosas.
o       Que se presenten y sigan los planes de estudio de cada facultad y los manuales por los que han de explicarse las materias.

Nada del otro mundo pero, sin embargo, recomendaciones que cayeron en saco roto y que obligaron, como medidas quirúrgicas a cerrar los colegios y a reducir el número de universidades, eliminando aquellas menores, de vida más precaria y en las que los grados se alcanzaban en cuestión de una semana a cambio de propinas y convites.

Y llegamos así en este apresurado y falso recorrido al siglo XIX.  Surgieron entonces en Europa tres modelos distintos de universidad:

  • El modelo alemán, volcado en la investigación y abierto a las nuevas ciencias y saberes.
  • El modelo inglés, volcado en los estudios culturales y humanísticos para formar a un gentleman culto, tolerante, reconciliado con la sociedad y defensor de valores éticos y estéticos.
  • El modelo francés, fuertemente centralizado, tutelado por el Estado como instrumento para proveer funcionarios eficaces disciplinados y leales.
La España del siglo XIX, agitada por los vaivenes políticos de liberales y absolutistas, elige el modelo universitario francés gestionada políticamente, administrativamente centralizada y servida por un cuerpo funcionarial de profesorado a los que se les exige adhesión al ideario del gobierno del momento.

No mejoró mucho el ambiente, si atendemos al retrato descarnado que hace Unamuno del ambiente:
No hay claustros universitarios; no hay más que una oficina, un “centro docente” (tal es el mote) en que nos reunimos al azar unos cuantos funcionarios, que vamos a despachar, desde nuestra plataforma –los que a ella se encaramen-, el expediente diario de nuestra lección.  Antes de entrar en clase se echa el cigarro, charlando del suceso del día durante un cuarto de hora que de cortesía llaman.  Luego se entra en clase, circunscriben algunos su cabeza en el borlado prisma hexagonal de seda negra -¡geométrico símbolo de la enseñanza oficial!-, se endilga la lección, y ya es domingo para el resto del día, como dice uno del oficio. Se han ganado los garbanzos[6]
Cuando las medidas de control de la enseñanza superior por parte del gobierno parecen excesivas y atentatorias contra la libertad de cátedra, algunos profesores universitarios elevan enérgicas protestas y son expedientados.  

En vista de ello, Giner, Azcárate, Salmerón, Montero Rios, Figuerola y otros fundan, en 1876, una Institución Libre de Enseñanza, con la intención de abarcar todos los niveles de enseñanza, desde el parvulario a la universidad y cuyo credo es la formación integral del individuo dentro de las coordenadas de una educación para la inteligencia, la voluntad, el pensamiento libre y creador, la sensibilidad moral y estética, el compromiso con la naturaleza y la sociedad, la atención a los avances de la ciencia y la cultura europea, la neutralidad religiosa y política y la independencia total del Estado y de toda comunión religiosa o escuela filosófica.

La falta de medios y la negativa del Estado a reconocer oficialmente los estudios realizados en el nuevo centro, obliga a Giner a abandonar la idea de crear una institución de enseñanza superior.  Pero consiguen influir decisivamente en la creación y directrices de la Junta para la Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas y de las acciones más importantes de dicha Junta: Las becas para los investigadores en el extranjero y la creación de la Residencia de Estudiantes.

Las becas para estudios en el extranjero respondían a la idea de que la reforma cultural debía comenzar por la formación del profesorado.  Y formar al profesorado de todos los niveles de la educación era algo que no podía hacerse desde dentro de España, porque eso perpetuaría el círculo vicioso o lo rompería muy lentamente.  Era preciso, primero, enviar pensionados al extranjero durante un buen tiempo para que estudiaran en los centros culturales y científicos más importantes del momento, localizados, en su mayoría, en Europa.

De este programa se beneficiaron, mira por dónde, las personas que pasaron con nombre propio a la historia de este siglo.  Por citar, entre todos, aquellos que me suenan:

Severo Ochoa, Grande Covian, Pio del Rio Hortera, Jiménez Diaz, Laín Entralgo, Rof Carballo, López Ibor, Manuel Bartolomé Cossío, Rodolfo Llopis, Rosa Sensat, Bosch Gimpera, Gómez Moreno, Sánchez-Albornoz, Ramón Carande, Castelao, Azaña, Julián Besteiro, Ortega y Gasset, García Morente, Xavier Zubiri, Navarro Tomás, Corominas, Antonio Machado, Rafael Alberti, Ramón Pérez de Ayala.

En fin, por citar sólo unos pocos de aquellos 9.000.

La Residencia de Estudiantes, experimento de lo que podría y debería ser un Colegio Mayor de nuevo cuño, se presenta como una necesidad (como la vieja necesidad) de crear ámbitos de estudio, reflexión, formación integral y solidaridad estudiantil en aquellos aspectos que no atendía la universidad y que, sin embargo, parecen irrenunciables en un proceso educativo del que la universidad no debe sentirse ajena.

Estas son las razones que justifican su creación, según dice el Conde de Romanotes en el apartado de “exposición de motivos” del decreto de creación de la Residencia el 6 de mayo de 1910:
En los órdenes superiores de la enseñanza en España, nos preocupamos casi exclusivamente de la parte instructiva de los escolares, pero nada o muy poco de la parte que pudiéramos llamar educativa propiamente tal, es decir, de la que afecta a la formación del carácter, a las costumbres, a la cortesía en el trato social, a la tolerancia y al respeto mutuo (…) Los lazos de solidaridad y de compañerismo colectivo entre los estudiantes son muy escasos o casi nulos; apenas existen instituciones escolares que fomenten la fraternidad y el estudio, y los alumnos se ven y se tratan solamente en el tiempo que permanecen en las aulas y suelen celebrar reuniones y crear pasajeros vínculos de solidaridad, casi exclusivamente para formular reclamaciones que, con lamentable frecuencia, tienden a la reducción de los días de clase.
Y es que, como advierte Macias Picabea:
El único régimen existente en España para los que tienen que estudiar lejos de sus familias es de las “patronas de huéspedes” y buena parte de los rasgos peyorativos que se atribuyen al estudiante español (disipado, holgazán, amador del escándalo, poblador de todos los garitos, con un horror decidido al oficio y a todo lo que sea trabajo) se achaca a la carencia de tutela y a su abandono en “esas nuevas casas de Celestina, cuarteles de la disipación con mecánica femenina, que se llaman casas de huéspedes con destino especial a estudiantes.
Por  todo ello se crea la Residencia con unas notas distintivas:

·        Un marcado aire familiar, evitando reglamentaciones minuciosas y estrictas, concretándose casi exclusivamente en el respeto mutuo y en el valor del ejemplo.

·        Especialmente abierta:
o       A los extranjeros
o       Al hospedaje temporal de profesores, artistas e intelectuales.
o       A la investigación (con la creación de laboratorios de investigación y prácticas, que permitieran una formación más completa a los estudiantes de medicina y ciencias.

·        Con una decisiva programación formativa que incluía:
o       Las clases gratuitas de idiomas extranjeros (Francés, Inglés, Alemán),
o       Las tertulias y sobremesas con profesores y personajes de la cultura,
o       Las veladas musicales y literarias
o       Los “Cursos de noche”
o       Las visitas y viajes culturales
o       La participación en Actividades de Extensión Universitaria (Campañas de Alfabetización, Animación teatral con el grupo “la Barraca”.

Podría ser casual que en este ambiente coincidieran al tiempo residentes que luego dieron que hablar Dalí, Buñuel, García Lorca, Rafael Alberti, Pepe Bello.

No parece tan casual que fuera el lugar preferido de Madrid para Unamuno, Ortega, Juan Ramón Jiménez, Giner de los Ríos, Azorín.  Y, ya de paso, que se convirtiera en lugar de encuentro frecuente y privilegiado de lso miembros de las dos grandes generaciones: la generación del 98 y la generación del 27.

Y, seguramente, en todo ello influyó que por allí pasaran para dar conferencias y cursos gentes como Azorín, Menéndez Pidal, García Morente, Ortega y Gasset, Unamuno, Valle Inclán, Eugenio D’Ors, Henry Bergson, Pardo Bazán, Corominas, Falla, Andrés Segovia, Albert Einstein, Ramiro de Maeztu, Juan Ramón Jiménez, Manuel Machado, Marañón, Cossío, Paul Valery, G.K.Chesterton, Río Hortera, García Lorca, Alberti, Piaget, Keynes, Blondel, Madame Curie, Salvador de Madariaga, Jiménez Diaz o Jardiel Poncela.

Y esto duró hasta aquel Julio del 36, cuando vino desde Africa un general “y mandó a parar”. Y todo paró a golpe de sangre y miedo.  Y a aquel parón (mira tu si hubiera tenido gracia si no hubiera sido lo que fue) dieron en llamarlo “el movimiento”.

Y cuando acabó el zafarrancho de la sangre, “las armas victoriosas” se percataron de que miles de jóvenes sueltos en las universidades eran una bomba de relojería que era necesario controlar y decidieron por ley que todos aquellos estudiantes que no vivieran con sus padres o en conventos debían alojarse en Colegios Mayores, regentados por aquellos que habían sido sus leales: la Falange y la Iglesia.

Y se abrieron, de nuevo, los Colegios.  Pero, a la larga, no resultó según parecía estar atado.

Los falangistas de Colegio, muy pronto, ya no eran lo que fueron, sino, más bien, muchachones de pantalón corto y camisa arremangada, más propensos al deporte que a la guerra y los Colegios “falangistas” se decantaron hacia la organización de torneos colegiales con la creencia de que en un cuerpo robusto no caben languideces o guarrerías políticas.

También corrieron tiempos nuevos para la Iglesia.  Los “curitas” que regentaban los colegios, con el tiempo, se fueron sintiendo más próximos a los jóvenes con los que convivían que a sus propias jerarquías.  Pero eran tiempos de metáforas.  Se podían decir las cosas siempre que no parecieran decir lo que decían: eran tiempos de Cine-Club y recitales.

Y los colegios (unos y otros) hicieron su papel en esta cosa milagrosa de pasar sin grandes ruidos de una dictadura a una democracia.

Pero el cuadro no quedaría completo si no se incluyen en la nómina los Colegios del Opus Dei, que vieron en ellos un instrumento utilísimo de adoctrinamiento y proselitismo y tomaron (lo que son las cosas) muchos de los elementos que habían distinguido a la Residencia de Estudiantes.

¿Cómo podría extrañar, con estos caldos, que aquellos jóvenes cachorros del 68 quedáramos vacunados de tanta ideología y que pasáramos la fiebre de la reconstrucción ideológica?  Nada de educadores, nos dijimos: trabajadores de la enseñanza.  Nada de dirigismo: autoconstrucción personal.  No hay más valores que los personal, libre y críticamente construidos.

¿Y los Colegios?  Les basta con ser alojamientos cómodos y neutros, donde cada uno tenga su espacio de libertad, respetando la del otro y donde uno se vea liberado de hacer la compra y la comida, evitando enfrentamientos con compañeros que, mira por dónde, nunca friegan los cacharros y me comen los yogures.

Y así parecen ir las cosas o, al menos, así las imagino.


Estrambote final del que pueda sacarse, si conviene, alguna “licción” para el futuro.

Aquellos jóvenes cachorros del 68 somos hoy, salta a la vista, viejos perros que empiezan a sospechar que tanta neutralidad ideológica le ha venido de perlas a la “astucia neoliberal” que gobierna el mercado y, con él, nuestras vidas y futuro.

Y hablando de esto nuestro ha llegado a convencernos de que la universidad debe preparar aquellos profesionales que el mercado demanda y necesita.
Y en algún punto del camino hemos dejado aparcada la idea de que la universidad es una institución de educación superior.  El último estadio institucional del proceso que supondría que el individuo asuma no sólo QUÉ quiere ser, sino CÓMO quiere ser, CÓMO quiere estar en este mundo, y EN QUÉ mundo quiere estar y cual es su proyecto para conseguirlo.

Una tarea de reflexión y construcción colectiva, que no puede hacerse en solitario y que no cabe en ningún Plan de Estudios, que yo sepa, pero que es irrenunciable, al menos en la universidad en la que creo.

Y, tal vez, este ámbito privilegiado, podría estar en los Colegios.

Unos colegios no encerrados en sí mismos, sino abiertos al debate, con profesores y estudiantes, aprovechando lo que hay o inventando nuevos cauces que les permitan pasar de meros receptores de formación a gestores de un proyecto propio y definido.

Que es gracia que para todos como para mí deseo en León a nueve de abril del año 2005  de la Divina Encarnación

Firmado: Francisco Flecha Andrés, Maestro y Consiliario Rectoral del Estudio General de la Universidad de León



[1] Ya lo advertía Jovellanos que las universidades son cuerpos eclesiásticos
[2] Alfonso X, Siete partidas, Partida II, Ley II
[3] PESET,M. y J.L.  La U,niversidad Española, Madrid, Taurus, 1974, pg. 53
[4] Constituciones de Santaella para el Colegio Santa María de Jesús de Sevilla
[5] Ibidem, Constitución XV
[6] Unamuno, De la enseñanza superior en España.

lunes, 24 de septiembre de 2012

Pero ¿es que alguna vez ha habido, vive dios, escuela pública?





Conferencia pronunciada con motivo de las Jornadas organizadas por la Plataforma en Defensa de la Escuela Pública de León.  Marzo del 2003


Debo reconocerlo desde el principio: en alguna otra ocasión me ha pedido esta Plataforma por la Escuela Pública una colaboración a través de una conferencia.  Siempre he procurado resistirme.  Pero creo que tal resistencia debe ser explicada para evitar malentendidos.
Supongo que la propuesta me ha sido hecha en atención a alguna de estas consideraciones:
  1. Un cierto guiño ideológico.
  2. El hecho de que vivo, desde hace tiempo, de este oficio de enseñar, tan antiguo como el mundo.
  3. El hecho de haber declarado (y ¿quién me ha mandado, digo yo?) pisar y escarbar en ese huerto (sabe Dios si productivo) que se ha dado en llamar “Filosofía de la Educación”

De las tres consideraciones, la que más fuerza ha tenido para mí es la del guiño ideológico.  Es cierto: me gusta cantar mi canción a quien conmigo va.  Pero también es cierto que odio los recitales.  Prefiero, ya lo ven, ese canto tabernario, descarado y compartido.  Prefiero el debate cuerpo a cuerpo.  Como hacemos todos en las cosas que, en realidad, importan: la pareja, la familia, los amigos, el trabajo.  Nunca he creído que sean posibles allí las conferencias.
Si la razón es porque, como he dicho, acabo de cumplir 50 años de asistencia ininterrumpida a eso que llamamos la escuela, ecosistema en el que he pasado, desde entonces, la mitad de las horas de mis días y que algo tendrá que ver, supongo, con el saco de miedos y alegrías, frustraciones y deseos, amigos y rivales que constituyen lo que soy o digo ser. 
Si ésta es la razón, debo decirlo con toda la energía: después de tantos años,  odio la escuela ritual y toda su escenografía.  No quiero más, que ya me vale, una escuela concebida como un templo, donde alguien, arropado por la mesa, el estrado y el poder, se crea en el derecho de definir la verdad, la virtud o el pensamiento a una masa de oyentes silenciosos y sumisos.
¿Por qué repetir, entonces, todo esto aquí y ahora?
Si el motivo es, por último, haber reconocido alguna vez tener algo que ver con eso que llamamos Filosofía de la Educación, tampoco resulta muy prometedor: el filósofo (incluso cuando es tal y no, simplemente, un vocero de pensamientos ajenos) no ha nacido con una estrella en la frente, no goza de ninguna mirada privilegiada que le permita acceder directamente al mundo celestial de la belleza, la armonía, la unidad o la verdad.
Ni siquiera tiene la ventaja, como dijeron algún día de “caminar en las tinieblas precedido por una luz”.  No ofrece, porque no puede tenerlas, soluciones permanentes, corroído como está por la duda, la sospecha, la búsqueda del sentido.
Lo que podemos ofrecer tiene algo que ver con la jaula del lenguaje en cuanto que enmascara o aprisiona aquello que no puede o no quiere decirse (“¿Qué queremos decir cuando decimos…?) y con los fines o el sentido (no me interesa tanto qué escuela queremos, sino para qué la escuela).
Tampoco esto se logra en el discurso, sino en el debate abierto y callejero.  Ya nos lo dijo, al principio, el viejo Sócrates, el único maestro público de la única escuela pública que recuerdo y reconozco.  No está de más recordar, por otra parte, que el maestro fue asesinado legalmente, acusado de delitos religiosos y civiles.
Por si todo esto fuera poco, uno no puede dejar de tener en cuenta aquello que dice Lyotard:
 “la capacidad interlocutoria se transforma en un derecho a hablar sólo si el discurso puede decir algo distinto de lo ya dicho.  Un derecho a hablar implica un deber de anunciar.  Si nuestro discurso no anuncia nada está condenado a la repetición y a la conservación de los significados existentes”[1]

Por todo ello, y en coherencia con lo dicho, sólo pretendo plantear algunas sospechas, algunos convencimientos y no pocas dudas, abusando, tal vez, de la confianza que han depositado en mí quienes se han arriesgado a permitirme hablar en este acto.
Y lo haré muy brevemente, como primera intervención de un debate que espero se produzca en este mismo acto y al que ya les convoco desde ahora.

Volviendo, pues, a los principios, me pregunto

PERO ¿ES QUE ALGUNA VEZ HA EXISTIDO ESCUELA PÚBLICA?

Y, como una imparable escalada en la sospecha, parece obligado preguntarse: Pero ¿qué queremos decir cuando decimos escuela pública?.  No creo que la oposición verdadera se encuentre entre la Escuela Pública y la Escuela Privada, atendiendo sólo a quién es el propietario de la escuela (el estado o los particulares).  
Lo que subyace en tal oposición tendría que ver con el modelo y con los fines: la escuela privada defendería los intereses y valores de una minoría dominante y, supuestamente, la escuela pública atendería a las necesidades e intereses de la totalidad.
Pues bien, si esto es así, deberíamos reconocerlo a boca llena: jamás ha existido Escuela Pública.
  • No existió en los tiempos en que la escuela no se planteaba como la transmisión de conocimientos útiles (que se aprendían en el seno familiar), sino como la interiorización de los valores de la tribu, en un proceso ritual, dirigido por una figura entreverada de maestro, brujo y sacerdote, considerado como modelo de virtudes sociales, llamado por los dioses e iluminado directamente por ellos.
  • No existió en los tiempos de dominio eclesiástico (pues que decir  Teocrático es pura metáfora engañosa: Dios nunca ha gobernado ningún pueblo, que yo sepa).  No existió.  Por más que se planteara como liberación del individuo de las garras de poderes tenebrosos, mediante la conversión interior a un mundo de valores, dogmáticamente definidos y cuyo acatamiento sumiso conducen inexorablemente a la armonía social y a la felicidad personal.
  • No hubo escuela pública (por más que así lo proclamaran) en los tiempos en que el estado burgués (o el socialista, que para el caso, tanto monta) promete la liberación del individuo del yugo dogmático a través del uso de la razón, del dominio de la ciencia, de la defensa de unos pretendidos valores universalmente aceptables.  Literatura embaucadora para ocultar aquella verdad que ya nos dijo el viejo Marx: el Estado es siempre mentiroso; defiende los intereses de aquellos que le mantienen y a quienes representa.
  • No es pública, por más que se proclame, una escuela que pretende la igualdad de oportunidades en un mundo de desigualdades reales, que proclama la igualdad formal de todos los alumnos y que es incapaz de reconocer otras desigualdades que no provengan de las dotes individuales.  La igualdad formal transforma los privilegios (sociales) en méritos (individuales).  Los privilegios sociales asociados al origen determinan el éxito escolar, aún cuando éste se impute a la valía individual.  Asimismo, las carencias culturales de los no favorecidos se convierten en fracaso escolar, cuya responsabilidad se atribuye a la falta de dotes personales.
Ya lo denunciaron en su día BOURDIEU y PASSERON
  • No es pública, por más que se proclame y la haga quien la haga, una escuela cuya función principal consiste en la escenificación ritual del viejo juego del poder y la sumisión, encaminada a imponer la autoridad que define lo que es legítimo y lo inculca por medio de la violencia simbólica en que consiste el aprendizaje escolar en tal contexto, por más que se disimule esta función con la retórica de la autonomía y la interiorización
  • No encuentro escuela pública en tiempos de esta “astucia neoliberal” de las modernas sociedades industriales, fascinadas por un modelo de desarrollo marcado por los principios supremos, incuestionables e indiscutidos de producción y consumo crecientes,
      • que conceden una atención casi exclusiva a todo aquello que alimente al dragón insaciable.
      • Que consideran la educación como un sector estratégico de la cualificación de los recursos humanos según el criterio exclusivo de las exigencias del mercado de trabajo.
      • Que parece defender como máxima suprema de toda acción educativa la de capacitar a los ciudadanos en las destrezas y habilidades que exige el desarrollo imparable de la sociedad de producción y consumo.
      • Que desprecia las viejas exigencias del desarrollo personal, de la vinculación y el compromiso social para adoptar modelos “productivos” de organización, análisis de rendimiento, capacitación técnica, “profesionalización” del currículo, en aras de una mayor eficacia y rendimiento y arropando todo ello bajo el rótulo engañoso de “calidad de la enseñanza”.

No hay, por tanto, ya lo ven (o, al menos, yo lo creo), ni ha habido nunca, vive Dios, escuela pública.  Solo veo a mi alrededor escuelas privadas, regentadas, eso si, por el Estado o por particulares y entre los que veo (y no excluyo una cierta malicia en la visión) una proximidad de objetivos e intenciones crecientes cada día.
Por ello, me pregunto si sigue siendo útil plantearlo en estos términos, como si la oposición fundamental fuera entre lo público y lo privado, como realidades antagónicas que en el lenguaje ordinario se presta a confusiones:
  •  ¿Es que el enfrentamiento está entre el Colegio Público de la Palomera y el Colegio de los Jesuitas? ¿Entre los profesores de la escuela estatal y los de la escuela privada?
  • ¿Es, tal vez, una vez más, cuestión de “pasta”?  ¿queremos decir que el estado, puesto que se nutre de fondos públicos financie (¿preferentemente?, ¿exclusivamente?) la escuela pública?

No sabría contestar a todo esto.  Y no se si me interesa mucho ese debate.  Personalmente estoy más interesado en defender que si educación es un servicio público (tan radical e imprescindible como se deriva de su condición de mecanismo de autoconstrucción humana) debe velarse porque no pierda ese carácter de servicio público, quienquiera que sea el titular o el propietario de las instalaciones en las que el proceso se produce.
Quiero decir que, a mi entender, se trata de una cuestión de modelos.  Una vez más, volvería a preguntas radicales:
                        ¿Para qué la esuela? ¿Para qué educar?
Y tal vez sea por alguna deformación profesoral que, inexplicablemente, me lleva a hacer siempre divisiones tripartitas, se me ocurren tres modelos, tres tipos de escuela (que, desgraciadamente, no obedecen a épocas o instituciones distintas sino que las encontramos agazapadas y presentes en muchos de nuestros centros y, a veces, en nuestra propia conciencia personal):
  • Educar para dominar
  • Educar para competir
  • Educar para convivir.

Una escuela orientada a la dominación  parece tener por objetivo (aunque jamás lo reconozca abiertamente) procurar a los grupos dominantes súbditos leales y sumisos, capaces de interiorizar y defender la ideología que favorece los intereses económicos y políticos del grupo en el poder y de las fuerzas que le sirven de apoyo.
Parte de una idea de hombre cuya manifestación más paradigmática y perfecta somos nosotros mismos y los demás merecen este nombre en cuanto que son “otro como yo”, “uno de los nuestros” o, en todo caso, alguien impulsivamente disciplinado, ideológicamente fiel y socialmente sumiso y en la que las diferencias (psicológicas, sociales, culturales, económicas, étnicas, etc.) son circunstancias naturales, debidas, en todo caso a la voluntad caprichosa (pero siempre benefactora) de los dioses.
Es una escuela
  • en la que tienen una mayor importancia los aspectos disciplinarios que los académicos (por otra parte, altamente ideologizados) en la que se excluye (por peligrosa) toda crítica o disidencia
  • en la que la violencia se convierte en el clima y producto natural de una notable penalización de la culpa.
Es una escuela, en fin:
 Procesualmente ritualizada (como una iglesia, como un cuartel)
Curricularmente doctrinaria
Organizativamente autoritaria
 Metodológicamente impositiva.


Una escuela orientada a la competición parece tener por objetivo (aunque se resista a reconocerlo abiertamente) el procurar a los grupos económicos dominantes algunos profesionales adiestrados en los saberes técnicos que requiere el mercado de trabajo y una mano de obra debidamente estratificada a través de itinerarios curriculares diferenciados y estratificantes.
Es una escuela que parte de una idea de hombre en la que su dimensión principal (y muchas veces exclusiva) es su capacidad y adaptación al proceso productivo o, en todo caso, alguien impulsivamente controlado, técnicamente preparado y socialmente integrado (y que, con mucha frecuencia, como resultado del mismo proceso educativo, se convierte en alguien impulsivamente reprimido, ideológicamente desinteresado y socialmente egoísta), que legitima la competitividad como meta personal y social, que orienta toda su acción en términos de éxito o fracaso con una cierta tendencia neurótica a la interiorización de la culpa.
Es una escuela en la que las diferencias (psicológicas, sociales, culturales, económicas) deben ser achacadas a la falta de esfuerzo o de mérito personal.
Es una escuela en la que los contenidos (engañosamente neutrales) se constituyen, por sí mismos, en mecanismos disciplinarios, orientados exclusivamente a la superación de niveles que conducirán a posiciones ventajosas en el mercado de trabajo si, además, se evita la adopción de posiciones críticas o disidentes.
Es una escuela, en fin:
 Procesualmente tecnificada
Curricularmente descoordinada
Organizativamente burocratizada
Metodológicamente manipulativa.


Una escuela orientada a la convivencia   tiene por objeto (y debe reconocerlo abiertamente) procurar que todos los individuos, independientemente de sus condiciones psicológicas, económicas, sociales o étnicas consigan, en lo personal, la reconciliación consigo mismo, con el medio y con los demás y, en lo social, el desarrollo de las capacidades necesarias para desenvolverse como ciudadanos con plenos derechos y deberes en la sociedad en la que viven, a través de la adquisición de determinados conocimientos y la capacidad de la comprensión de los problemas que conlleve la elaboración de un juicio crítico y de unas actitudes y comportamientos basados en unos valores racional y libremente descubiertos y asumidos.
No parte esta escuela de ninguna definición del hombre como orientado a valores supuestamente universales y, normalmente, defendidos dogmáticamente en un adoctrinamiento difícilmente comprensible, sino del hombre como un ser de necesidades que solo pueden solucionarse en un compromiso mutuo que elimine las barreras, injustas e interesadas.
Es una escuela en la que los conocimientos se construyen colectivamente como herramientas de comprensión del mundo en el que vivo y como respuesta a los problemas en los que yo mismo estoy implicado y cuyo desconocimiento me deja indefenso.
Es una escuela que reconoce y acepta los conflictos y que intenta solucionarlos a través de la negociación racional y críticamente ejercida.
Es una escuela, en fin:
Procesualmente cooperativa
Curricularmente permeable
Organizativamente comprometida
Metodológicamente participativa.


Pues bien, esta es la escuela que quiero.  No me importa quien la haga.  Debo exigirla, por igual al Estado y a los particulares.  Me la exijo a mí mismo y la exijo a los presentes.  Me da igual cómo se llame.
Pero si queremos llamar escuela pública a aquella que atiende a las necesidades de la totalidad, ésta, digo yo, podría aproximársele bastante.
Solo falta que nos pongamos a ello en la exigencia colectiva y en el ejercicio profesional  personal y diario.

Que es gracia que para todos como para mí deseo.


[1].   LYOTARD, F.  “Los derechos de los otros”, en SHUTE, S y HURLEY, S (eds.) De los derechos humanos,, Madrid, Trotta, 1998, pgs. 137-145